viernes, 29 de enero de 2010

ALCACHOFAS CRISTINA Y AMISTAD A LO LARGO

Fue el sabor de “amistad a lo largo”, los versos de Jaime, la rica ensalada de escarola, piñones dorados y granada reventona, queso de El Casar de amorosa crema, Alcachofas Cristina, liebre royal para diez y vinos ricos para mojar la compañía con el calor cómplice de los nómadas y el sabor oscuro de quienes no temen al tiempo.

Confieso mi felicidad, mi risa ligera, esa chispa de lava que nos cruza. “Amistad a lo largo”, ese derroche y ese lujo de Jose Miguel Marinas de anfitrión y de Cristina. La certeza, por fin, de que en el amor es necesaria la desigualdad y lo distinto para que la chispa guarde el fuego intenso de la tierra fundida. Y también el riesgo y el derroche. Es mi secreto.

Las alcachofas hay que cortarlas en cuartos después de quitadas las hojas amargas. Pelar y cortar en trozos medianos patatas. Una cebolla en finas lonchas. Poner todo en crudo en olla a presión agregándole buen chorreón de aceite, medio vaso de agua, un poco de azafrán, sal, laurel, zumo e limón, pimienta negra, orégano y un pico de cayena, no más de una. Y a cocer unos quince minutos... Si no usas olla a presión cuece tapado para que las alcachofas que tienen mucha agua no se resequen. En los últimos cinco minutos de cocción añades por encima las almejas.

Ayer hice de nuevo la receta de Alcachofas Cristina. Así quiero nombrarlas, solo por recuperar el sabor y el recuerdo de esas horas tan ricas y esa acidez justa que tiene esta receta con el dulzor final de las almejas. Y siempre que haga la liebre royal, de ahora en adelante, me acordaré de vosotras, Cristina, Olga, Julia, Bego, Maite y también Maribel, que estuvo muy presente.

martes, 26 de enero de 2010

BECADA O ASADO DE HADA

Días fríos de aguanieve. De caminar en silencio por los bosques de robles, ya sin hojas. Tiempo de becadas. Los cazadores de becadas son todos poetas. Tengo esa certeza.

Me gusta la becada en su punto de madurez, asada, con poco adorno y poca historia, envuelta en lonchas de tocino ibérico, cuando está rosada, tras quince o veinte minutos de horno fuerte.

Antes, con sus tripas picaditas y la grasa que ha soltado el tocino asado que la envuelve, un chorro de jerez seco, un poco de harina y un ris-ras de trufa blanca preparo la salsa en la sartén y la ligo bien, ni siquiera la paso por el chino. Deshueso al hada y extiendo sobre esa carne casi sangrante la salsita.

Ver salir la becada, chocha, pitorra entre los robles es ver volar de verdad a un hada. Me siento algo caníbal, algo ogro porque me gusta mucho la carne rosa oscuro de las hadas. Estoy seguro que si las vieras volar sobre la niebla, entre los copos de nieve, entre los robles altos cubiertos de musgo no me dejarías que las cazara.

viernes, 22 de enero de 2010

COL RELLENA DE PERDIZ

No sé dónde me llevará el viento de los días, ese viento frío de enero que ahueca el plumón de las perdices y hace que la cazador le brillen los ojos y el corazón casi le estalle cuando se le arranca un bando de tan cerca. Escaldo las hojas de col para poder doblarlas. Estofo las perdices salpimentadas tras dorarlas en manteca y ajos y luego añado lo de siempre: laurel, tomillo, cebollas, zanahorias, un tomate, una cabeza de ajo entera, pimienta, una cucharada grande de mostaza a la antigua, dos vasos de caldo de ave, otro dos de vino blanco y otro de vinagre de Jerez, mil veces más rico que el Módena y cierro la olla el tiempo suficiente. Cuando su carne está tierna deshueso las cuatro perdices, paso por el pasapuré y el chino las verduras y el caldo y dejo reposar en ese guiso la carne. Al día siguiente hago paquetitos con las hojas de col metiendo dentro un poco de carne de perdiz y dos daditos de foie crudo, cubro con la salsa y horneo los sacos de col en el horno a fuego fuerte quince minutos. Nunca he comido perdices que no fueran cazadas por mi o mis amigos. Cazar en enero, un día frío y despejado entre rastrojos y viñas, es un placer suave, también lo es guisar la caza y saborear el resultado compartido.

No se dónde me llevará el viento de los días, la brisa de las noches sin ti o esas tormentas de final de verano o estas ventiscas de enero. No sé en qué lugar me despertaré con los labios pegados a tu espalda sin saber que decir o que escribir.

Mientras tanto, seguiré caminando tras las perdices, me construiré una casa con chimenea, escribiré la historia del viejo cocinero enfermo de olvido, beberé el licor de tu voz y tu olor que me ha hecho feliz tantas veces y te seguiré escribiendo recetas.

No esperes demasiado. La brisa, el viento, al ventisca, la tormenta borra a veces de la arena el camino, los olores y los nombres.

miércoles, 20 de enero de 2010

EMBUTIDOS

Jamón y embutidos, el mundo se hizo carne. Faltan en este paisaje las morcillas y las butifarras, los morcones, salchichones, longanizas, fuets… Alimentos de invierno, para comer con pan y vino, frío y hambre. El universo (no el mundo) de los embutidos en España tiende al infinito, cada pueblo tiene su guiso, su aliño, su estilo para meter en una tripa toda clase de excesos, misterios, melindres, asuntos inconfesables. Secos, ahumados, frescos, asados…los embutidos son hoy los malos de la película porno de la salud y la dietética, pero nadie se resiste a ellos y eso que no son precisamente “bellos”. Pero este paisaje de Carl Warner si parece real y hermoso, ¿o será que tengo hambre?

martes, 19 de enero de 2010

TRUCHAS FRITAS

Aunque practicamos la “captura y suelta” a veces hay que comerse una buena trucha salvaje, de carne asalmonada, enharinada y frita con su loncha de jamón en la barriga y tu polvo de tomillo por encima. Sin trampa ni cartón, porque detrás de esta trucha hay muchos pasos, muchos lances, muchas caminatas, mucho esfuerzo y también mucha felicidad. Estas no comen pienso sino gusarapas, pececillos y cangrejos como descubrimos cuando leemos sus tripas como augures romanos.

Ayer cumplió años Angel, mi hermano, el de la foto, treinta y pocos. Obviamente la trucha grande es la suya. Estamos ahí encima del Charco del Águila, debajo de donde se unen tres de las gargantas que embellecen la comarca de La Vera, en Cáceres. Ese es, después de tantos años nuestro paraíso. Un paraíso de verdad, muy real, bellísimo. Llevo pescando ahí, contemplando la belleza de ese lugar treinta años y espero seguir pescando y disfrutando de esos torrentes otros treinta por lo menos. Creo que no pido demasiado. Todos los hermanos somos pescadores. Todos nos conocemos cada recodo, cada paisaje, cada piedra de ese lugar desde Pedro Chate hasta el nacimiento de todas las gargantas. Amistad a lo largo como dice el poema de Jaime Gil de Biedma.

Pescar truchas ahí no es fácil, cascadas, fuertes corrientes, charcos profundos. Es difícil cruzar con las botas altas, apoyado en un palo. Muchas veces, con el agua helada, pescando juntos, nos entraba la risa y acabábamos con el agua al cuello y la risa seguía.

Este año espero coger ese primer día una trucha más grande que la suya. Pero si la coge él me haré una foto como esta, para presumir de hermano.

domingo, 17 de enero de 2010

FIDEUÁ DE NÉCORAS Y ALMA

Llegaste de tan lejos. De ese territorio a veces inhóspito a veces abrigo del pasado. Ese lugar extraño de la vida de dos que han caminado siempre en paralelo y siempre separados sin saber que la distancia era en ocasiones unos metros y otras veces unos miles de kilómetros. “Caminante no hay camino”, pero esa certeza del abuelo Antonio la descubrimos pocos y pocas. La mayoría prefiere las autovías, los caminos trillados. Casi nadie se atreve con ese amor que es un “eterno viajar” que decía W. Benjamin.

Escribí la receta de un caldo porque ya es invierno. Aunque lo que quiero no es que te alimentes bien sino calentarte el alma. Por eso hoy escribo esta traición a los arroces que sien embargo es un plato también rico, intenso y nutritivo. Sencillo y rápido. También de lujo. Ya sabes. Mi sueño de revolución es la del acceso de esos pequeños lujos para todos: comer rico, agua potable, refugio confortable, educación, sanidad, libertad, salario social solo por el hecho de ser humanos. Luego si te amargas la vida eso ya es cuenta de cada uno o una.

Pero esta fideuá para dos no tiene pérdida. Sofrito de cebolla, puerro, ajo y tomate, añado medio vaso de vino blanco, uno de agua y las nécoras. Diez minutos chup, chup y lo paso todo por el triturador, paso el puré por un colador chino empujando bien con el cono de madera hasta que solo quede en el cedazo la estopa caliza de los caparazones de los cangrejos. Salteo unos contramuslos de pollo salpimentados y picados en trozos muy pequeños y unos calamares también picados. Añado los fideos gruesos y el caldo espeso del sofrito y las nécoras. Siete minutos a fuego medio y listo.

Si no tienes nécoras, también sirven unos proletarios cangrejos arroceros.

Llegaste de tan lejos que apenas recuerdo si aquel pasado era inhóspito o abrigo, intemperie u hogar. Pero ahí estás. Que dos tipos te amen no es estorbo sino lujo, amable azar, suave derroche, libertad a lo largo. Además, conmigo, siempre fue así.

PAN EN EL SAHARA

Esto sí es cocina tecno-emocional y lo demás sin inventos de charlatán de feria. Aquí toda una señora, toda una gran cocinera. Para hacer un pan exquisito con el calor de unas brasas de arbustos del desierto y el milenario horno de arena hay que ser muy sabia, muy experta, muy buena. Ella es la abuela de mi amiga saharaui Zakia. Este año espero conocerla y que me enseñe a hacer ese pan en ese trozo de desierto. El destierro es siempre duro. Si el destierro es además en uno de los lugares más resecos e inhóspitos del mundo ese exilio se convierte en algo monstruoso. Pero seguimos haciendo negocietes con Marruecos. Razón de Estado. Hay que joderse.

Deberían traer a esta señora al Madrid-Fusión para que nos enseñe a todos como se puede cocinar con nada, como el saber, la cultura, la “ciencia” culinaria está en el corazón y no en los chismes y la química molecular. Me quito el sombrero ante esta cocinera "española".

miércoles, 13 de enero de 2010

PATATAS EN SALSA DE TOMILLO

(Foto de Carlos Tovar, uno de los mejores fotógrafos de libélulas de Europa)

Quizá porque hace ya muchos días que vivo bajo la lluvia o la nieve hoy en soñado que caminamos entre los “canchos” de la garganta de Pedro Chate en primavera y verano con las riberas llenas de tomillo silvestre en flor de olor intenso. Aquí, en mi pequeña cocina, tengo una rama amuleto que no utilizo pero si huelo con los ojos cerrados cuando quiero sentir el agua del torrente, las pequeñas libélulas azules, el intenso olor a dehesa y a vida.

Si hay una “yerba” que alegre mi cocina esta es el tomillo salvaje, como alegra igualmente la cocina cajún de Nueva Orleans, la cocina Jamaicana o las carnes guisadas de Bretaña y hasta de Irán. El tomillo hermana cocinas tan distintas, su aroma fuerte, alegre, vital, medio ahumado, nos hace iguales.

Tienes que ver esas riberas en dónde nacen montones de plantas de tomillo entre las piedras redondeadas por miles de inviernos, tienes que sentir su olor a distancia mezclado con el olor de las cicutas, las jaras, los romeros, el musgo, los helechos casi alborescentes.

En la dehesa de Flore, una vez Sixta, su mujer, nos hizo una patatas con cebolla dulce y tomillo que luego yo he hecho muchas veces. En esas patatas estaba el sabor entero del paisaje. Es tan simple, tan elegante, tan fácil el plato... Caliento medio litro de nata fresca con una rama de tomillo silvestre en flor picado, un poco de sal, otro poco de nuez moscada y de pimentón. Cubro una fuente de barro con rodajas de patatas nuevas y una cebolla dulce picada, vierto encima la nata hirviendo y un poco de queso de cabra en aceite rallado, horneo fuerte casi una hora las patatas con la fuente tapada y luego un cuarto de hora destapada para que se gratinen y doren por encima. Nada más. Esas patatas solas o acompañando un solomillo de cerdo asado en las brasas de encina, también aliñado en un adobo con sus hojas, tienen el sabor pleno de la felicidad, de esas riberas llenas de tomillos en flor por las que he caminado toda mi vida pescando truchas con mis hermanos.

Cuando sea viejo y muera, Tengo la certeza de que recordaré ese último segundo tu nombre y tu olor y el olor de los tomillos en flor en abril y el ruido del torrente, las pequeñas libélulas azules, el charco grande con la cascada en donde pesqué la trucha de mi vida, el sabor de esas patatas, la brisa acariciando el mundo que una vez fue mío. Y no me importará ser nada.

FUTURO COCINERO

El amor es extraño, podemos amar mucho y a muchas personas a la vez, pero eso lo descubrimos tarde, cuando olvidamos el amor usura o nos desnudamos del amor en propiedad, seguro, avaro, miedoso, cuando descubrimos el amor que nos conmueve, nos moja de ternura o de deseo o de sueños en total libertad.

Dar amor es fácil, pero recibir amor implica aprendizajes, secretos, tacto. Josep Plá habla mucho de cómo amor y cocina van siempre de la mano y lo uno es imposible sin lo otro. He cocinado mucho para mis hijos, recuerdo esas simples patatas guisadas con pescado blanco que era el primer menú sólido de Iker cuando era bebé y tenía menos de un año.

Guillermo me besa, me abraza y me dice “¿sabes?, te quiero mucho papá” y el mundo se convierte en otra cosa. Sus palabras me calientan por dentro muchas horas. Siempre que estamos juntos se pone a cocinar conmigo y lo hace bien, cada vez mejor. No dudo, tengo la certeza, de que será un buen cocinero. Mucho mejor que yo.

lunes, 11 de enero de 2010

RIÑONES EN SALSA DE PIÑONES

De nuevo una receta de mi tierra. Vísceras, tripas, casquería, palabras feas hoy que solo el músculo magro nos parece alimento sano y noble. Pero también somos eso y cuando pongo el oído en tu vientre escucho su funcionamiento, su destilación tranquila, la digestión de lo comido y lo soñado. Me gusta la música de tus tripas porque suena a la vida. Descubro la elegancia invisible de la digestión ahí debajo de tu ombligo, de tu piel blanca de sirena de incógnito, de tus curvas de bruja apetecible.

Pero no se si te gusta algo de la casquería que inventaron los nuestros, unos riñones en salsa de piñones por ejemplo que hago con un poco de salsa de tomate a la que he añadido orégano, cominos machados, cebolla y ajo rallados. A la salsa sumo otra salsa hecha con un puñado de piñones crudos bien machacados, media cucharadita de pimentón de la Vera, una yema de huevo y un poco de jerez seco. A parte salteo en un poco de aceite de oliva muy caliente una docena de riñones de cordero bien limpios, cortados en cuatros y cuando están dorados añado la salsa, un poquito más de Jerez y un clavo y dejo templar hasta que está el guiso a punto de hervir. Entonces lo retiro del fuego y te lo sirvo con unos picatostes y arroz blanco.

No se si te gustan los riñones. Ahora me lo dices. Imagino que si. Porque no sólo somos músculo y piel, también nos embellece la grasa y las vísceras que nos hacen reales y convierten los alimentos en energía, nutrientes, sueños, palabras. Acaricio tus vísceras escondidas bajo la piel, las beso, las amo, escucho sus susurros extraños y tú te ríes porque te hago cosquillas o porque te digo que tengo que hacer un poema a tus tripas, tu vientre, tus vísceras. Pero no puedo. Ya lo escribió Miguel Hernández con las palabras más bellas del mundo: Menos tu vientre, todo es confuso. Menos tu vientre, todo es futuro fugaz, pasado baldío, turbio. Menos tu vientre, todo es oculto. Menos tu vientre, todo inseguro, todo postrero, polvo sin mundo. Menos tu vientre, todo es oscuro. Menos tu vientre claro y profundo.

domingo, 10 de enero de 2010

ARROZ CON RABO Y ZORZALES

En la foto mis abuelos Ángela y Fernando, un día de campo.)

Se cuecen despacio los rabos troceados con laurel, cebolla y medio vaso de vino, largo tiempo, hasta que casi se desprende sin esfuerzo su carne. A parte se doran los zorzales desplumados, sazonados con pimentón, ajo y sal y luego se cuecen despacio en el caldo de los rabos hasta que su carne también casi se desprende de sus huesos. Con ese caldo oscuro se hace el arroz, añadiendo azafrán, en cazuela ancha, cuidando las medidas para que el arroz quede al dente y seco, sin caldo, unos minutos antes de servir se añaden los rabos y zorzales templados. Es de los arroces más ricos que conozco y me apasionan todos.

Volver de nuevo a la cocina arqueológica, al respeto y el amor hacia los alimentos, la cocina artesana alejada del arte y de la ciencia, alejada de la dictadura de la apariencia o las nuevas texturas. Volver a los “guisos pardos”, la ausencia de artificios, química y E-s. De hecho ahí están los cientos de restaurantes que de forma discreta cultivan la memoria del gusto y la sorpresa de esa memoria recuperada. Volver al sexo con asombro, sin E-s, sin pastillas azules, sin preservativos de colores ni texturas diversas, ni lubricantes con sabor a fresa ácida o menta. Tu sexo sabe a sexo y por eso me gusta, porque es verdad y me asombra que sea verdad, igual que un guiso de liebre, unas gachas, una paella de conejo y caracoles, un suquet marinero, una butifarra asada, una sopa de tomate, una tortilla de patatas con cebolla y poco hecha, unas ostras, un bacalao al pilpil, un atascaburras, una barra de pan del Guijo. Cocina del terruño, arqueología recuperada, vuelta a la vida, a la cocina cotidiana, utilizando los buenos alimentos, el mimo, el respeto, la humildad, el orgullo de ser un artesano del fuego y el fogón. Nada más.

Nada más amarte. Me gusta respirar en tu cuerpo, asombrarme de que los años te han hecho más apetecible, más sabia, más dulce, más amarga, más verdad. Me gusta que te gusten los desayunos lentos y mis palabras y mis recetas. Te digo, te cuento, recuerdo, en los inviernos fríos como hoy, un arroz meloso con rabo de cerdo y con zorzales. Se concentra en su recuerdo toda mi adolescencia bruta, ácrata, lectora, bronca, crítica, que solo sabía amansar mi abuela Ángela con sus guisos y su tacto, y mi abuelo Fernando con su conversación y su malicia para ganarme siempre al ajedrez. Ese arroz, la gelatina de los trozos de rabo, su carne tierna, casi deshecha, el aroma a monte y a aceitunas de los zorzales cazados por mi, hacían de ese arroz una joya exquisita, que mis hermanos también recuerdan. No sé de dónde vendría esa receta que no he encontrado en ningún recetario, solo sé que su olor, el sabor de ese arroz forma parte de la patria de mi memoria. Caza, cerdo, arroz, cebolla, ajo, laurel, sabores rotundos y a la vez delicados, sabrosos y sutiles, voluptuosos, cálidos, reconfortantes, sinceros, como tus caderas y tus palabras cuando me nombran, me dicen y me emociono tanto que debo disimular mis ojos brillantes, pero no lo hago, me tocas la cara y chupo tus dedos con sabor a deseo, como el sabor de tu pecho a eso de las seis de la mañana, cuando la noche y el día se confunden aún en Barcelona.

jueves, 7 de enero de 2010

SOLO UN CALDO CALIENTE

(foto: Carla Van de Puttelaar) Día de ventisca. Frío. Ciudad inhóspita. Sopa caliente. No sé dónde estarás, pero no importa. Preparo un simple caldo aclarado hecho con huesos tostados en el horno de pollo, morcillo, rodilla, hueso de jamón y dos puerros. Luego añado fuera del fuego una yema de huevo de los buenos (que me dio la madre de Carlos) desleída en un chorrito de jerez. Dados de pan frito y dados de boletus en crudo. Espero que te llegue el olor desde tan lejos, estés donde estés. A mi me llega tu tacto. Tu sonrisa. Tu silencio.

Los caldos apenas alimentan pero alegran el cuerpo y el alma. Compartir una sopa caliente un día como hoy de ventisca crujiente es algo muy íntimo y muy dulce. Me gustan las mil y un tipo de sopas chinas, las mil y un tipo de sopas españolas. En especial la sopa de tomate, ya sabes. Hace mucho frío pero abro el balcón de mi cocina para que entre la nieve y salga el olor de esta sopa y llegue hasta ti su olor delicioso y te despierte aunque estés muy lejos. Es tiempo de hadas, seguro que ellas te hacen soñar hoy con mi sopa, brujita.

GAZPACHO DE PATATAS ASADAS

(Foto: Josip Ciganovic)

Memoria histórica gustativa. No nos daremos cuenta y perderemos en pocos años muchos guisos y recetas.

Yo definiría esta receta como minimalista, desde la lógica de que “menos es más”.La receta es de Ángela Mateos, de Serradilla, un pequeño pueblo de Cáceres cercano a Monfragüe. Por ahora no es un “guiso arqueológico”, sigue siendo una receta viva, se continúa haciendo en el hogar, espero que por mucho tiempo (que Carlos y no la olvide y que pase a sus hijas)

Es un plato de invierno, de campo: Gazpacho de patatas asadas. Los ingredientes son: cuatro patatas medianas, aceite, vinagre ,ajo, berza o lechuga y sal. La elaboración, muy simple, consiste en asar las patatas entre los rescoldos de las brasas, volteándolas de vez en cuando. Hacemos un machado con un diente de ajo. Picamos la berza o la lechuga a trozos muy pequeños. Añadimos el aceite y el vinagre a la patata asada pelada y machada en el mortero, removiéndola bien para que se liguen los ingredientes y finalmente echamos el machado, la sal, la lechuga o la berza junto con el agua necesaria. Se come del tiempo, templado. Suele ser un primer plato de cena. Se come solo, sin pan. El pan suele venir después con chorizo o patatera de la matanza.

Agradezco a Carlos esta receta. Y su amistad a los largo de más de 25 años.

2º EN GASTRONOMIAALTERNATIVA.COM: SOPA DE TIERRA

El pasado día 5 de enero se fallaron los premios del II Concurso de Recetas Noveladas convocado por gastronomiaalternativa. El primer premio ha correspondido al relato Empanada de berberechos, del que es autor Jorge Guitián. El segundo premio se concedió a Ramon Soria por su narración Sopa de tierra. El tercero ha sido para Marta Valverde por Una receta de 3000 euros.

Mi receta, "Sopa de Tierra", tiene una larga intrahistoria. A mi me sigue gustando aunque fue escrita hace varios años. Yo conservo la "cuchara de campaña" de esta historia:

SOPA DE TIERRA

Entra el otoño de improviso y lo intento. Preparo los ingredientes y sigo tus pasos con la certeza de fracasar de nuevo, una vez más. Muchas veces te vi hacer esta sopa de tierra. No sé qué falla. O si lo sé. Fallo yo igual que fracasé entonces. Debí enamorarte, proponerte un paseo por el mundo, regalarte el oído con buena literatura, con deseo de sátiro en celo, con cariño de idiota y amor del bueno. Pero no hice nada. Vivía entonces la tonta retórica del juego sexual sin compromisos, el ahora si ahora no de las coincidencias semanales que proponían nuestras agendas de trabajo en la agencia. El juego de las citas: hoy en tu cama, mañana en mi sofá. Hoy contigo mañana con otra. Hasta aquel día que te acompañé sin saber muy bien a donde iba, a ese pueblo pequeño muy cerca de Madrid en el que viviste de niña. Te voy a hacer una sopa de tierra. Me dijiste después. No supe entonces que aquel era tu secreto más íntimo, la habitación más escondida de tu alma. Sopa de Tierra, ¿y ese nombre?. Me hablaste entonces de un joven camillero analfabeto que recogía heridos en las riberas encajonadas del Jarama mientras las balas, los obuses y los gritos enloquecidos de los heridos le perseguían. La batalla fue de las más duras de la guerra. El camillero, soldado de reemplazo, solo sabía que la República era buena para gente como él igual que sabía que todos los quintos de su pueblo ya habían muerto junto a aquel río profundo y manso. Cuando tocaba comer, en los extraños descansos de esa guerra, devoraba el rancho en su escudilla de peltre con la cuchara corta de su equipo de soldado. Algunos días su hermano pequeño le traía un tartera que su mujer le habría preparado; casi siempre pisto con magro o unas gachas de almortas con torreznos y setas. Uno de esos días, de esos raros descansos, se acercó al camillero un general ruso que siempre comía el rancho con sus hombres, interesado por ver que esa era pasta oscura y densa que el soldado devoraba con tantas ganas. El camillero, sin decir una palabra, ofreció la escudilla al ruso y este metió su cuchara en la masa, saboreó el alimento y sonrió. Dijo algo. Nadie entendía lo que decía aquel hombre en su idioma extraño. Otros días, otras muchas veces se acercó el general a meter su cuchara en esas gachas, sonreír después y susurrar unas palabras en ruso. Quiso el azar que antes del final de la batalla, en plena contraofensiva, el joven camillero recogiera agonizante al general tanquista. Murió en sus brazos musitando unas pocas palabras en español: muy buena tu sopa de tierra. Creyó entender el camillero. Sopa de Tierra. Mujer, hazme hoy sopa de tierra. Eso dijo tu padre a tu madre muchas veces, durante los duros cuarenta años de después de la batalla, cada vez que se marchaba por la mañana a trabajar en la finca del amo. Era su forma secreta de homenaje a aquel general ruso, valiente y extraño que llegó de muy lejos para morir en la orilla del Jarama.

Mujer. De ella aprendiste como hacerlo, de una mujer humilde y menuda que comenzó a trabajar con ocho años y que ayudaba a la economía familiar criando hijos de otros, hijos del pecado, de mujeres de Madrid que tuvieron deslices y escondían al niño o la niña allí, de familias que querían enterrar en un pueblo remoto al hijo retrasado que les avergonzaba, niños de nadie. Nunca tanto amor costó tan pocas pesetas. Y eras tú uno de ellos. Niña dejada allí en un pueblo atrasado para que nadie supiera tu existencia. Niña que supo amar a quien amor le dio, a esa madre y a ese padre tan mayores, que siempre supo que no eran de verdad los suyos, hasta que los años pasaron y entendiste que el nombre de madre o padre solo puede ponerlo el corazón y el tiempo, nunca la sangre.

Esa es la breve historia que es esconde tras la sopa de tierra que intento hacer de nuevo, que me empeño en conseguir cada otoño que te echo de menos. Tu freías unos ajos laminados en buen aceite y una vez dorados los sacabas para añadir entonces panceta ibérica en dados muy pequeños y algo más, imagino que un poco de jamón con más tocino que magro. Cuando los daditos estaban muy dorados los amontonabas junto a los ajos. Comenzaba entonces el secreto, saber cuanta harina de almortas y cuanto pimentón dulce de la Vera echar a la sartén, saber con cuanto fuego tostar y por cuanto tiempo. Después, para hacer reverdecer la tierra, freías brevemente unas puntas de espárragos trigueros de verdad, algo amargos y muy verdes junto a unas criadillas de tierra cortadas también en pequeños dados y una vez retirada la sartén del fuego pero todavía caliente, añadías más daditos de boletus. Repartías por encima de las gachas el mosaico de trocitos de panceta, espárragos, boletus y criadillas, acercabas a la mesa la sartén, dos cucharas de boj y una hogaza grande de pan bueno. Era extraño el color de aquel puré, extraña su textura en la boca, su sabor, los tropezones crujientes de forma diversa, de sabor tan distinto e intenso. No es plato para cualquier boca. Eso decías. Me miraste, ahora sé que con amor, me habías entregado tu cuerpo muchos días y ahora me entregabas tu alma, me mostrabas esa intimidad que nunca enseñamos, ese lugar de cristal y viento en el que guardamos la biblioteca secreta de nuestra vida. Ese sabor, la historia del general ruso y su forma de nombrar las gachas, tu propia historia triste, tu belleza de mujer morena, dura, dulce, experta, generosa. Nadie en la agencia hubiera podido nunca imaginarte así, desnuda, abierta, contándome una historia lejana de guerra y dolor y haciendo esa sopa de tierra que devoré muchas veces con hambre de lobo igual que devoré antes y después tu cuerpo y tu voz de niña abandonada, de mujer ahora feliz, segura y fuerte, de cocinera sabia, bruja escondida. Toma esta cuchara, era de él, del ruso. Me la dio mi padre, era la cuchara de campaña con la que comían el rancho. Cojo el objeto, admiro su eficiencia, el hueco profundo de su cuenco, el mango tan corto, la suavidad del metal, su historia. Aquí tengo la cuchara ahora. Con ella comí una vez tus gachas y me supieron distintas, el sabor del peltre me trajo el escalofrío de todos esos días lejanos del Jarama en el que se decidió la historia de tantos hombres y mujeres españoles que tuvieron que comer con hambre y sin gusto muchas veces unas pobrísimas gachas de harina de almortas y tantas veces nada. Sin embargo, cada vez que me hiciste esa sopa de tierra fui feliz, ahora lo sé, feliz con esa intensidad que solo se logra contadas veces en toda una vida.

Hoy comienza el otoño y pruebo a hacerlas de nuevo a pesar de tantos fracasos pasados, lo intentaré con ganas, tras releer recetarios y recordar consejos de cómo hacer el plato y de nuevo acabará la sartén abandonada, engrudo frío, puré incomestible, tierra muerta. Te fuiste a Nueva York primero, como directora de la agencia de allí, después quién sabe, te perdí. Quiero imaginarte preguntando por la harina de almortas en Chinatown, traficando con tocino ibérico por tugurios del bajo Manhatan, robando boletus y criadillas en conserva en un supermercado caro de Tribeca para hacer allí esa rica sopa de tierra. Quiero pensar que a veces me recuerdas. Ahí estoy yo en tu memoria, rebañando la sartén con la última miga antes de empezar contigo y rebañarte también después, ya sin migas ni cubiertos, con los dedos que luego chuparé despacio para paladear el sabor entero de tu piel morena. Quiero soñar que un día, por fin, me sale en guiso, lloraré entonces de gratitud y comeré la sopa de tierra con hambre de años y en el sueño aparecerás tú llegando de muy lejos y diciendo: me quedo contigo, ahora que por fin sabes hacer de verdad las gachas y el amor.

domingo, 3 de enero de 2010

MILHOJAS DE SALMÓN, QUESUCO Y REINETA CON SALSA DE FRAMBUESAS Y PIÑONES DE LA VERA

(Foto: Carla Van de Puttelaar)

Tiempo, distancia, saber, palabras. El amor se destila despacio, necesita de la ausencia, el recuerdo, los días de soledad y las palabras justas para explicar porque sentimos el corazón y descubrir el saber y el deseo necesarios para hacer al otro feliz, eso es lo más difícil, sin cambiar ni sacrificar, ni esconder nada de lo que somos…Ahora duermes. Es una mañana de niebla y lluvia fina detrás de los cristales. Puedo mirarte despacio la redondez de tus hombros, las forma de tus pómulos, tu boca ahora seria después de tanta risa y esas ojeras, leves, bellas, tuyas, que no han borrado en nada tu mirada adolescente. Ni se borrará nunca. Eso no te lo digo, pero es una certeza. Cuando tengas sesenta, setenta, ochenta, podrá cambiar casi todo de tu cuerpo pero no tu mirada o mi deseo. Esas cosas no pueden decirse, ni escribirse porque suenan a farsa o a una verdad demasiado intensa, casi dolorosa. Toco tus manos. Están calientes. No quiero despertarte solo mirar tu piel y recordar cada paisaje de tu cuerpo por el que me has dejado caminar sin vergüenza y probar sus sabores y morder sus texturas.

Me levanto a cocinar en silencio, sin hacer mucho ruido, un desayuno-almuerzo algo distinto. Pocho en mantequilla la cebolleta cortada en juliana muy fina y cuando está blandita la escurro bien, lamino dos manzanas reinetas y sumerjo las hojitas en agua con limón. Marino media hora el salmón fresco cortado en finas lonchas en aceite ahumado, sal, un poco de azúcar, eneldo. Corto el queso de cabra (quesuco de la Vera) en finas láminas. Luego en un molde pequeño forrado con film de plástico intercalo hojas de manzana, cebolleta, salmón (secando bien el aceite), queso, manzana…capas muy finas, hasta rellenar el molde. Cierro el film y coloco encima un peso. Desmoldaré el milhojas dentro de una hora y luego, cuando te levantes cortaré dos raciones y las espolvorearé de azúcar moreno que derretiré y tostaré con el pequeño soplete.

Lo más difícil tú lo has hecho tan fácil. No cambié, ni escondí, ni inventé nada distinto de lo que viste de mi y por eso me abrazaste con tus piernas fuertes y te desnudaste despacio de toda la distancia y de todo el tiempo que nos separaba. Un día no tenía anguila ni foie para hacer el milhojas de Berasategui y pensé en este alternativo, también muy rico. Seguro que te gusta. Me hace sonreír también esta pequeña certeza. Antes hago la salsa con frambuesas del Guijo que congelé en el verano, zumo de limón verde de mis limoneros, maíz tierno, piñones dorados en la sartén con una nuez de mantequilla, trituro todo y lo paso la salsa por un chino. Para beber abriré un Brumas de Ayosa, un vinito rico de Tenerife.

Vuelvo a la cama. Antes he encendido la chimenea. Vuelvo a mirar como duermes, sé que sueñas con un viejo cartógrafo que muchas veces te habló de mapas y tierras remotas que nadie aún ha dibujado. Él es quién ha cocinado este milhojas con salsa de piñones u frambuesas. Él es quién mira la niebla y la lluvia fina que adorna al fondo el paisaje de tu hombro desnudo.

sábado, 2 de enero de 2010

RANAS Y LAGARTOS ENTOMATADOS

Roíamos los dos unos trozos fritos de yacaré con farina debajo del chozo que daba al igarapé. Al paisano le asombraban mis rarezas. “tu no pareces español, no sé que pareces.” Decía en un portugués dulcificado de peruano. Le asombraba que fuera el único que supiera pescar con bastante fortuna con una caña de palo y unos sedales y anzuelos que había traído en mi magra mochililla, que me bañase en aquel arroyo color café donde había pirañas, anacondas, yacarés y sobre todo rayas, que me gustase tanto el caimán frito o ni hicera ascos a beber de los charcos verdosos de la floresta cuando había sed. “Esto seguro que esto no lo has comido nunca español, ¿dime a qué sabe?”. La respuesta me salió sin pensar, la memoria del paladar es así. “Me sabe igual que las ranas o los lagartos que comía de pequeño, pero más soso y más seco. Esto no está bien guisado. Seguro que tu abuelo lo hacía mucho más rico que tú”. Era lo que le faltaba, el español comía ranas y lagartos en su tierra. Al paisano ya no le extrañaba la mala fama de los extremeños depredadores mataindios ávidos de oro. Allí en la selva, los lagartos eran bichos malignos y con las ranas hacían venenillos para emponzoñar flechas, aunque él ya no sabía hacer flechas, ni tóxicos, ni guisar monos con ají y estaba orgulloso de su escopeta Rossi roñosa. “joder español que hambre se debía pasar en tu pueblo, mira que comer ranas y lagartos”.

Los vendían en los mercados, (recuerdo el de Plasencia) limpios de vísceras y piel, ensartados por docenas en un junquillo. Mi abuelo los cazaba con un "pinchalagartos" y las ranas con una caña de bambú un sedal y un alfiler hecho anzuelo con un trocito de lana roja. Los profesionales las cazaban de noche con linternas y una tabla larga y llenaban sacos. Lagartos comí menos pero ranas muchas, sobre todo entomatadas, cuando toda la horda primigenia y salvaje de primos recorríamos las charcas de la dehesa con esas cañas o con escopetillas de balines haciendo grandes cacerías de batracios. “joder que asco español, mira que comeros las ranas, ahora entiendo vuestra ansia de riqueza”. Se hacía un sofrito con pimiento cornicabra verde, cebollas tiernas, abundante ajo, unos tomates muy maduros de sabor y olor intenso, un poco de poleo (que crecía en el mismo lugar en donde cazábamos las ranas) y una esquina de bola (guindilla redonda). Antes, se freían las ancas peladas, saladas y enharinadas vuelta y vuelta y luego, sobre las ancas fritas lo justo se volcaba el sofrito. Los lagartos idem.

Ahora con el agujero de ozono, los pesticidas y contaminantes que llegan a los ríos o no sé qué, cada vez hay menos ranas. Además están protegidas, en peligro de extinción (aunque no por los ranófagos) y las que venden en el mercado, congeladas, peladas, cada una en una higiénica bolsita transparente no saben a nada, son de criadero, una mierda.

“Primero vinisteis a robarnos el oro, a asesinar a nuestro pueblo, arrasar nuestra cultura y ahora me dices que te comes las ranas y los lagartos, joder español, me parece que los salvajes erais vosotros” Yo no recordaba haber robado oro, ni matado indios, ni arrasado con una leve gripe ninguna cultura. Además el ex garimpeiro tenía de indígena menos de dos cuartos, me olía que su abuelo era del Alentejo portugués y que si no comía ranas era porque no tenían allí ni charcas. Antes de perros o gatos, el animal de compañía de mi más tierna infancia eran las ranas que guardaba en un gran frasco de cristal y alimentaba con grillos y lombrices. Contemplaba fascinado su paso de renacuajo a bichomutante a rana con rabo a ranita completa. La Teoría de la Evolución del abuelito Darwin en vivo y en directo ante mis ojos alucinados de niño curioso.

Tenía calor y me lancé al río. Yo era un inconsciente o tal vez no había peligro, las anacondas que vi eran pequeñas y sesteaban en playas de ríos más anchos, las pirañas caían inocentes en mi anzuelo y no hacía ni caso a la carne humana de extremeño enjuto, los yacarés medían menos de un metro y desaparecían acojonados en cuando nos veían acercarnos, tenían sus razones. Solo las rayas y las anguilas eléctricas eran bichos de cuidado. Vi algunas heridas terribles por aguijón de raya, por eso me tiraba en los hondo y cuando salía no levantaba del cieno los pies para no pisar ninguna. “también comía anguilas riquísimas que compraba mi madre a los vendedores ambulantes que pregonaban ¡peceeeees, anguilaaaaaas!, en rodajas de dos centímetros rebozadas simplemente de harina y fritas. Nada más rico, ensalivo solo con recordar su sabor” Cambiaría ahora el riquísimo mil hojas de manzana, foie y anguila de Berasategui por dos o tres rodajas de esas anguilas que entonces me parecían anacondas.

El paisano estaba asustado, casi no me creía. Los vendedores ambulantes de peces y anguilas desaparecieron a finales de los años setenta de mi vida, también los vendedores de ranas y lagartos. Llegaba la modernidad al pueblo, la pescadilla chilena congelada, los filetes baratos de ternera hormonada que hizo ricos a los carniceros, las truchas de piscifactoría con sabor a pienso compuesto, las salchichas de puré de carne de algo, el apestoso aceite de girasol prescrito como lo más sano por famosos nutriólogos sobornados por el amigo yanki fabricante de aceite para diesel…

Me parece que los Extremeños no nos hicimos más ricos con América, aunque en las listas, no se si negras o blancas de Conquistadores hay miles de extremeños. Ricos no, pero si más felices, sobre todo a la vuelta, los pocos que volvieron, gracias a los pimientos, los tomates, las patatas, los pavos… No se entiende la cocina extremeña sin los productos de América”.

El amigo seringueiro se queda pensativo. Al día siguiente se presenta en mi choza con unos tomates, unas cebolletas, unos pimientos verdes, una guindillas y una hierbas raras que saben a menta más o menos. No sé donde encontró todo aquello en medio de la selva a dos días de canoa a motor de Boca do Acre. También trajo un yacaré troceado y limpio. Salé y enhariné el bicho antes de freír los pedazos en aceite caliente, hice el sofrito y dejé macerar el caimán a fuego lento en ese pisto.

“para mi que tu aunque seas blanquito y rubio eres medio indio, seguro que algún antepasado tuyo comedor de ranas, lagartos y anguilas con más hambre que pelos estuvo por aquí jodiendo nuestra cultura”. Imposible acabar con tantos siglos de mala fama de conquistadores. “eres un raro, español, además te gusta cocinar, eso por aquí no es cosa de hombres, seguro que eres un poco maricón”. Roímos con delectación esos cuatro kilos de alimaña contemplado el igarapé crecido, los mil verdes del Amazonas bajo la lluvia torrencial de la tarde. Rebañamos el perolo a cuchara espesando la fritada con farina de mandioca mientras yo pensaba que era una lástima que no hubiera caimanes en Extremadura. Las ranas y los lagartos siempre tuvieron poca carne.

viernes, 1 de enero de 2010

LOS RECETARIOS DE HIPATIA DE ALEJANDRÍA

En la biblioteca de Alejandría (y el resto de las bibliotecas que sucesivamente destruyeron después los teocráticos cristianos por toda Europa) desapareció el 80% de la ciencia y la civilización griegas y de gran parte del saber de las culturas asiáticas y africanas de entonces. ¡Qué desastre!. Tuvieron que pasar siglos hasta que los sabios de la edad de oro del Islam (IX-XII) rescatasen una parte de ese saber y también de aquellas cocinas y alimentos (Averroes, Avicena, al-Battani, al-Farabi, al-Haytham...)

Te beso, chupo tus pechos ricos, desayuno tu sonrisa y el tacto de tus manos blancas que me tocan y escriben caricias en mi espalda en un idioma perdido, un idioma que ya se hablaba entonces en esa biblioteca de Alejandría de la que solo nos quedaron unas pocas palabras como sibarita o anfitrión.

Te cuento que la Hypatia de Alejandro Amenabar me deja frío. Aunque Rachel Weizz sea tan atractiva es una especie de monja asceta que pasa de los placeres de “la carne” y que solo le interesan las órbitas de los astros y las matemáticas. Los integristas cristianos no se conformaron con hacer una hoguera con los miles de pergaminos del Serapheo, también llamada “Biblioteca-Hija” sino que asesinaron a quienes estudiaban y escribían o copiaban esos “libros”, quienes se atrevieron a defender esos saberes atesorados en una horrible matanza que luego se repetiría por todo el mundo occidental cristiano. Antes Julio Cesar (están locos estos romanos) había quemado por accidente la Gran Biblioteca cercana al puerto. Tampoco los generales fueron mejores que los obispos en lo referente a respetar a libros, escritores, editores o libreros.

No, esa Hypatia “no me pone nada” aunque esté “tan buena” que diría cualquier adolescente hormonado de canibalismo sexual simbólico. En la biblioteca de Alejandría se concentraba todo el saber antiguo. El saber. La inteligencia. Algunos cuando oyen esa palabra hacen una hoguera, otros sacan la pistola, muchos piensan en matemáticas, tratados de astronomía o en socráticos filósofos barbados que explicaron los sueños o el sentido de vivir de “el nosotros” miles de años antes que Woody Allen. En la Biblioteca de Alejandría se podía leer, estudiar, consultar ¿medio millón?, ¿un millón? de rollos de pergamino. Pero en esa biblioteca había cientos de libros (rollos digo) de cocina, si, de cocina y de los guisos del mundo antiguo, todo el saber culinario, gastronómico de muchos pueblos y culturas de África, Asía, Europa…que tanto esfuerzo, azar y necesidad, había costado descubrir, inventar, disfrutar. Libros que también quemaron esos bestias, ¿te imaginas? Los platos, guisos, potajes, asados, recetas, salsas, palabras sobre el buen comer y la felicidad que había allí, en esa biblioteca de Alejandría?.

Pero la Hypatia de Amenabar solo mira sublime las estrellas y rechaza besos y potajes. No me lo creo. No se porqué me huelo que Hypatia no era así, (una mujer de la estirpe de Lilith), una mujer sabia, libre y crítica intuyo que gustaba del placer y del comer y que si hubiera que tenido que salvar de la quema a un puñado de libros valiosos, de entre todos esos libros que se llevaban los sabios que huían habría más de un recetario en papiro.

Los griegos no solo sofisticaron la filosofía sino también la cocina y su tecnología, su ciencia, su sentido fisiológico, poético, placentero, curioso, glotón, goloso. Platón menciona a Tearion el cocinero, Mithaikos escritor de un recetario de cocina siciliana y a Sarambo, el comerciante de vinos, "muy eminentes conocedores de repostería, cocina y vinos". Ya en el siglo IV a C. Aristipo de Cirene escribió que “los placeres de la mesa son los grandes placeres de la vida” Los libros de cocina de Cadmo, al servicio del rey de Sidom en Fenicia, los escritores gastrónomos como Teofrasto o el vate “Arquéstrato de Gela” que citaba con propiedad recetas de escabeches perfectos o asados en papillote de caballa (que ahora nos asombran por su modernidad y perfección) o Demetrio o Numenio de Heraclea o Mitreas de Pinato o Hegemón de Zosas, alias “el lenteja” y docenas de cocineros famosos y escritores gourmets cuyos nombres aún suenan en polvorientos tratados heruditos de la Grecia antigua pero sus obras, ¡hay!, sus libros de cocina, sus recetas y recetarios maravillosos sobre la variada, sofisticada y elegantes cocina griega y egipcia se han perdido, los destruyó ese cabrón de Teodosio I en el siglo IV, los quemaron los comedores de hostias adictos al ayuno y la abstinencia. Tuvieron que pasar muchos siglos para que se escribieran de nuevo recetarios en esos conventos en los que se recopiaban las ruinas de la cultura griega y más de una receta salvada de entonces (la de ese escabeche o ese papillote que te cuento) . Pero también la gula y la lujuria fastidiaron como insulto el simple y difícil placer de vivir. Eso sí, se encargaron de difundir el bulo, el infundio, la mentira, la trola de que los incendiarios habían sido los árabes. Los monoteístas cristianos, borrachos de poder, obligaron a desde entonces a creer a todo quisqui en un ¿dios? por el bien de su ¿alma? y al cuerpo que le zurzan, claro, desde entonces follar es pecado y comer con gusto una costumbre sospechosa de la que no hay que abusar. Los dietistas, dietólogos, policías del apetito y demás fanáticos que cuidan por nuestro bien de nuestra soberana salud ahora siguen esa maldita tradición.

Yo imagino que uno de esos sabios o sabias que huían por pies a través del desierto no llevaba papiros de filosofía o matemáticas sino recetarios antiguos, libros de cocina, saber e inteligencia para comer y amar. Y tu me miras y me hablas entonces de las cocinas de América mientras yo te acaricio la espalda y el culo, te escribo palabras invisibles en la piel con mis manos en un idioma que no lograron aniquilar aquellos locos.