miércoles, 15 de septiembre de 2021

 


ELOGIO DE LA LECTURA I

 

En octubre se despiertan los hongos y se duermen los robles, las becadas regresan al sur y hasta la nieve, de repente, puede proponer que este año se aplace el desierto en unas tierras que aún son Alcarria. Por fin huele a leña bien seca, resina de pinar y humus removido. Antes tomó un puñado de acículas secas y ahondó más abajo hasta sentir la trama de micelios y oler allí la vida. Ahora miran el fuego en el que se asa un botín de rovellons que han barnizado con un simple machado y algo de aceite.

Sólo aquí se atreven a exiliarse los grandes. El resto pasa y se espanta del frío o del calor, de los barbechos encerrados por las carrascas ásperas y todos los tópicos de la literatura. Pero los del club de los faltos de cariño acaban descubriendo el gran río azul metido en su cañón y el valor de una buena biblioteca, una chimenea y una parrilla de hierro para asar cuatro níscalos. Los amigos se han ido retirando hasta quedar ellos dos a solas con esa duda que propone el instinto. Se han sentado juntos pero no lo suficiente. Comienzan a cenar la setas asadas, el Burdeos y luego las chispas del rescoldo puntuando y acentuando los silencios.

 

Falta una hora para el amanecer cuando por fin tocan las sábanas tan frías. Poco tiempo después, cuando su olor mutuo se ha vuelto un refugio confortable y más allá de la cama la casona en un territorio más hostil que la taiga, descubren que conocen las mismas rutas, islas, lecturas y sospechas. Sin embargo no reinciden en la reciente dicha, se escapan de la casa y caminan de la mano subiendo por una senda larga, medio perdida, junto a una cascada casi helada. Sin embargo la intemperie les cuida. Hace frío pero nada pincha o duele. Están acostumbrados al camino y leen en el otro, al subir la última quebrada, esos indicios cómplices que hermanan con una misma estirpe de salvajes. Desde entonces están juntos.

 


ELOGIO DE LA LECTURA II

 

No se han ido muy lejos. Reconocen los limes del Mesogeios Thalassa, el color del agua, los mapas antiguos que marcaron las rutas desde Troya. Han pasado por ellos los años suficientes y por fin no se creen jóvenes. Sin embargo mantienen la sorpresa que despierta siempre el hambre y el sabor deseado. Se tocan despacio. No hay gesto o palabra que no saboreen con ganas. Recuerdan a Henry Miller invitado por Durrell en esa misma playa, su cuerpo sarmentoso se seca de mar mientras, un poco más lejos, sus anfitriones asan unas sardinas y abren el vino frío y dulce. Esta mañana, en el camino de vuelta de Cnosos, hicieron juntos kikirikí una hora antes del amanecer, como hizo una vez Giorgos Katsimbalis en el camino que baja del Partenón, y desde alguna parte hubo gallos furiosos que también respondieron, luego sus risas.

 

Las sumerge en agua fría primero, sin abrir ni desescamar y luego las mete media hora en un puré espeso de hierbas aromáticas: laurel, tomillo, orégano fresco, romero, pimienta negra, perejil…y las asa no muy cerca del fuego. Luego les quita esa piel de hierbas a medio carbonizar, limpia de espinas los dos filetillos, los coloca sobre una rebanada de pan y rocía las sardinas con un chorro de aceite, unas gotas de limón, una cucharada de tomate maduro rallado y un poco de sal. Comen las sardinas con los dedos del otro, el vino sin copas y de postre dos melocotones robados del huerto de Ulises esa misma mañana. O de postre sus tiempos, la piel caliente y luego tan fría de mar. Se proponen seguir hasta Corfú, Eleusis, Hidra, Epidauro, Tirinto, Micenas, el Peloponeso… aunque por ahora no hay más viaje, ni mapa, ni ningún lugar mítico más interesante que el campo que va del ombligo a la ingle, el susurro que propone el camino hacia adentro, la mano en la mano que guía.

 


ELOGIO DE LA LECTURA III

 

Tenían por delante varios días sin otra ocupación que follar, comer y dormir, así que en algún momento el cuerpo se quedó atrás. Agotados, satisfechos, sin embargo en su cabeza querían más, no dejar de tocarse, seguir curioseando en las caricias, en el sabor que somos y también conversar,  indagar de nuevo en la historia de Asja Lacis y Walter Benjamin, tal vez reconocerse en ellos mientras todo lo bueno de Europa se desmoronaba.

 

Se levantó a cocinar algo rápido. Se le hacía insoportable estar en los fogones, tan lejos, y no allí, en el revoltijo sudado de su cama, pegado a su olor. Recordó una receta antigua. Repartió en la pequeña fuente, por capas, finas láminas de manzana reineta y una farsa de migas de bacalao desalado, cebolla confitada y un poco de guindilla, cubrió la lasaña con una bechamel cargada de nuez moscada y la metió al horno. Volvió corriendo con ella. Aguardaron con impaciencia unos veinte minutos. Detrás de la cristalera comenzó una lluvia furiosa o celosa que les escondió el mar. 


Asja, tras volver de Siberia, del gulag, visitó a Brecht en Berlin. Fue él quién le contó el final de Benjamin en la frontera española. De vuelta a Moscú recordó aquellos días y volvieron a sus labios las palabras de su amigo Berthold: "lo que había en ella que había sido él".

 

La frase permite los dos viajes entre el él y el ella. Propone un ejercicio de memoria e intimidad, de aprendizajes y ruinas. De cómo la belleza del otro, y su sabiduría, la hacemos nuestra hasta no saber cuándo, ni cómo ni porque se hizo íntima. Una forma de amor que tal vez fue construida hacia delante, para ser saboreada cuando el otro faltase, sin el desgaste del crono y la ruina de los cuerpos. "Lo que había en ella que había sido él".

 

(Fragmentos desechados de: “Los dientes del corazón” Ed Baile del Sol. 2014)

miércoles, 6 de enero de 2021

"En 1921 o en 2021" CUENTO DE NAVIDAD (dedicado a Javier Reverte). #unaNavidaddiferente

 

 Tras dos horas de camino por una senda perdida, apenas adivinada entre los brezos, los tomillos y las jaras, llegamos al chozo grande. Me contaste que era antiguo. Lo habían reconstruido tus abuelos y antes los suyos y antes quien sabe, junto al arroyo Torvisco, aprovechando un pequeño hueco que en invierno tocaba la solana y en verano era un sestil fresco. En las piedras grandes de la entrada tocaste con tus dedos palabras latinas desgastadas o símbolos iberos, apenas sombras de letras cubiertas de liquen gris que no supe leer. Semanas antes subiste sola a restaurar la techumbre con nuevas retamas verdes, limpiado el interior y preparado fuera una buena carga de leña junto a la zahúrda y la majada desmoronada, ahora totalmente llenas de zarzas y helechos secos. Habían parado por allí nómadas de antes de inventarse la historia, peregrinos del norte, ganados trashumantes a los que pillaba la primera ventisca, contrabandistas de café con Portugal, maquis perdidos y huidos de cualquier guerra o de cualquier paz. Encendiste el fuego y las velas. Extendiste el gran saco americano de plumas sobre las pieles de cabra. Ordenaste sobre la mesa tocinera, taraceada por mil cicatrices, las mismas viandas del festín de hace cien años: queso de oveja de Trujillo, pimientos encurtidos, tasajo de montés, una ensalada de corujas que habías recolectado en el arroyo y que aliñaste en un viejo cucharro, pan del Guijo, el mejor vino que encontraste, licor de café casero, perrunillas, higos secos preñados con nueces y el diario. Un buen Panamá de Smythson con un 1920 grabado en oro sobre el cuero. Bebimos, casi de un trago, un vaso de vino, tapaste la entrada con las mantas muleras, se templó el habitáculo y comenzaste a leer:

 

"Encendí yo el fuego, tú aún no sabías. Aulló no muy lejos un lobo joven, sonreíste, no sabría decir si por timidez o con un poco de temor. Un chico de ciudad. Una chica de pueblo. Aunque yo sabía hacer una hoguera con yesca y pedernal, había vivido sola en París tres años, sabía tirar con rifle y leía a Keats o a Chéjov en sus idiomas y tú apenas habías salido de Tetuán de las Victorias. Luego aprendiste todo en el otro Tetuán, pero entonces, allí, en ese confín remoto de Gredos, todo era nuevo y distinto para ti. Nos habíamos amado ya otras veces, las suficientes para saber cómo rozar, donde morder o en que momento esperar, pero siempre sobre las civilizadas camas del Hotel Inglés, tras delicadas cenas en Lhardy o el Alberto hablando del inútil de Dato o de la última de Martínez Sierra o del baile en el Bellas Artes en donde nos conocimos, nunca de la guerra de Europa o del polvorín del Rif a punto de estallar o los disturbios de Barcelona en los que había estado con mi padre o de la extraña gripe que se había llevado en unas pocas semanas a los nuestros. Nunca del todo desnudos como esa última noche del año mil novecientos veinte al veintiuno. Esa noche fue muy diferente".

 

Dejaste de leer. Te desnudaste. Nos metimos en el saco. El fuego aún ahumaba el habitáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que íbamos a entrar en el año dos mil veintiuno, y que allí, hace un siglo, otros se estaban escondiendo en este mismo viejo saco dejando fuera el pudor y el miedo, todo lo manso y previsible con lo que engaña el futuro. Te olía el aliento a vino. Sonreías dentro de mi beso. Metí los dedos dentro para luego chuparlos y guardar tu sabor en algún lugar a salvo. También nosotros, hasta entonces, habíamos follado en habitaciones con calefacción, conectados al mundo por mil chismes y viviendo la incertidumbre de una nueva pandemia de la que, por ahora, nos habíamos salvado. Tenías la piel de la espalda muy caliente y me agarraba a los huesos de tus caderas. Empujabas tú. Vi un chispa volar sobre el fuego y desaparecer antes de llegar a la techumbre. Volvimos a beber los vasos hasta el fondo sin saborear el vino y me pediste que siguiera leyendo:

 

"Me gustaba tu delgadez de niño malcomido aunque el trabajo y tu apetito habían escondido la tristeza y ahora tenías un cuerpo fuerte y seco. Te muerdo aquí o allá como imagino que muerden las lobas no muy lejos, en la oscuridad nevada de estas sierras. Deseaba beberte, celebrar otra vez que estábamos a salvo, agotarte sólo para saborear entonces tus risas y tu leche, las palabras nuevas, una forma de explicarnos la historia que hasta ese momento habíamos ocultado. Salí a orinar. Me alejé del chozo bastantes metros, me metí en la oscuridad, disfrutando de las agujas de nieve en los pies, la helada cubriendo el monte, una libertad que no volvería a sentir. También aullé, tras coger mucho aire, casi dolía el frío en entrar en el pecho. El viento había alejado las nubes de la tarde y la Vía Láctea tenía una nitidez que jamás había visto. Luego pegabas gritos cuando te abrazaba fuerte para entrar en calor y querías o no querías ablandar con tu aliento mis pezones. Aunque no lo sabías, yo estaba acostumbrada a la intemperie. Mi abuelo había sido alimañero, vendedor de pieles, emigrante a Cuba, maestro rural, anarquista buscado, pero su hijo, mi padre, convirtió parte de esa forma de vida en un buen negocio en Madrid. Con él tuve el privilegio de recorrer desde la adolescencia las ciudades más perdidas de Europa. He ido a Joensuu, al norte de Finlandia, a comprar pieles de zorro. Allí el invierno congela el propio orín según cae al suelo, a Tomsk donde los soviets han montado una eficiente industria de cría de visones, a Estambul para pujar en el mercado por las mejores partidas de pieles de astracán, incluso acompañado a mi padre a Dawson Creek en Canadá para comprar castor y después hicimos un largo viaje hasta Manaos para comprar pieles de anaconda y de nutria gigante".

 

Ahora, por un instante, duermes. Me has pedido que escriba en las páginas que hay intactas en la mitad de este Panamá cómo es esta noche, nuestra noche de lobos y pandemia, de fin de época y porvenir dudoso. Como si quisieras dejar en el fino papel marfil un nuevo rastro de migas para otros amantes del futuro. Escribo y describo el camino hasta aquí y cómo hemos seguido el diario, no tanto al pie de la letra como al pie del deseo y el instinto que también los encendió a ellos esa noche de hace casi treinta y seis mil quinientas noches. También escuchamos los aullidos de las fieras que han vuelto aquí tras estar extintas, el crepitar del fuego o la sensación de estar por encima de los siglos y las máquinas, a salvo de esa forma de tiempo que siempre agota el amor y derrota la belleza de la piel. Respiras tranquila refugiada en mi abrazo o en el sueño, en este antiguo saco de ir al ártico que tu abuela compró en Dawson, seda salvaje de doble hilada en verde kaki y plumón de ganso gris. Podrías dormir al raso y a veinte bajo cero sin sentir frío, me has dicho antes. Me entierro en él o nado o bajo a buscarte, a meter mi nariz entre tus tetas y oler el sueño. Salgo con cuidado. Pongo más leña. El humo se va por las toberas que tiene el chozo más arriba, antes del engarce de las piedras con las vigas finas y rectas de tronco de castaño. Te despierta la luz de la llama, mis movimientos, las ganas de seguir tocando la piel, sus pliegues y penumbras. Me preguntas qué he escrito y te lo leo ¿Cenamos ya? Vuelves a llenar los vasos. Ordenas en dos platos de loza el queso y la cecina, la ensalada de berros salvajes que aliñas con aceite y el vinagre de los pimientos. Sacas de alguna parte unos tenedores tallados en madera de tejo. También eran suyos ¿Has escuchado al lobo? Ha sido muy lejos. Nada queda de ellos salvo el diario y el chozo. Dices. Y vuelves al diario:

 

"Mi abuelo, que de adolescente cepeaba zorros por estos montes, no se parecía en nada a aquel viejo masón, librepensador, rico, amante de la poesía y del oporto que supo huir a Londres a tiempo tras cierto magnicidio, aunque luego volvió con otra identidad. En su juventud acompañó nada menos que a Anselmo Lorenzo a Londres en el 1871 a la conferencia de la A.I.T. y allí conoció a Carlos Marx en persona, aquel año de la Comuna de París y sus quince mil muertos. Un año después coincidió la escisión entre marxistas y bakuninistas en la I Internacional. Pero con su muerte repentina por el cólera, mi padre se vio obligado a convertirse de la noche a la mañana en pequeño empresario, con tres oficiales cortadores, dos sastres, cinco aprendices, un contable, y en tutor de sus dos hermanos pequeños ya que su madre había muerto también de fiebres durante el último parto. Todavía el joven idealista, en el 1886, ya convertido en gran burgués, financiará en secreto los folletos de Anselmo “Acracia o República” y “Fuera política”, justo el mismo año en el que nace el infausto Alfonso XIII, el mismo año que comienza desde Estados Unidos la campaña universal por las ocho horas y se firma la abolición de la esclavitud en Cuba. En sus talleres hace ya mucho tiempo que se trabaja esa jornada y se reparte entre todos la mitad de los beneficios, pero en secreto y bajo juramento, si se supiera sus queridos amigos del casino le quemarían el taller. En 1903, justo el año en que los hermanos Wright fabrican su aeroplano, financiará la aventura de la Editorial de la Escuela Moderna del viejo compañero Anselmo y de Ferrer y por último, seis años después, el año de la semana trágica, del fusilamiento del pobre Ferrer, ayudará a Lorenzo en su destierro en Alcañiz. Yo le acompañé para llevarle algo de dinero. Pero ¿toda esta pequeña historia de mi gente a quien importará en el futuro? Vuelvo a tu cuerpo. Ya no soy la señorita elegante que desnudabas con timidez".

 

Dejas de leer. Joder con tu abuela. Te digo. Sonríes. Buscas en tu mochila una fotografía. No vivieron la guerra. Les pilló de viaje y no volvieron. Aunque sí la otra, la grande. No sé cómo acabaron en Berlín o por qué se fueron luego a Finlandia. Mi abuelo había estudiado gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, se hizo profesor, físico. inventó un sistema para regular las ópticas de los telescopios que aún se utiliza. Apoyó la construcción de un centro de investigación de auroras boreales en 1913 en Sodankylä, 67 grados norte. Iremos. La abuela le enseño a cazar y con ella hizo su particular guerra, contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra vez contra los rusos, ajenos a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo durante la guerra mundial. Perseguidos por todos, nadie pudo atrapar a la pequeña guerrilla de aquel español raro y aquella señora elegante. Me enseñas la fotografía. Deben tener entonces cincuenta años. Ella tiene un aire a ti. El año pasado apareció en el desván de la casa familiar un petate militar con este saco, una navaja grande y este cuaderno Panamá. A mi padre lo crió su hermano pequeño y apenas sabía casi nada de su madre. La familia siguió con la peletería hasta los años ochenta y luego vendieron el negocio. También tengo este recorte. Junio del cuarenta y nueve. He rastreado la noticia hasta un periódico canadiense. Dos excursionistas desaparecidos por una crecida repentina del río Klondike. Ellos. Vivieron guerras, epidemias y todos los desastres del siglo XX para morir ahogados en un río helado. Nos quedamos en silencio mucho rato. Luego te incorporas y bebes un trago de licor café de la cantimplora y muerdes una perrunilla y me pides que siga leyendo un poco más. O escribiendo:

 

"Tal vez construyera este chozo confortable un pastor con imaginación, un suevo arrogante, un soldado bereber, un legionario que llegó de Tracia, un visigodo perdido o un topógrafo aburrido o cazadores íberos, arrieros duros, vagabundos de otros siglos que desearon por unos días un hogar. Y luego los míos. Y ahora yo. Me gusta cómo amas y como abrazas y cómo dejas que nos arrope el silencio. Sentirte otra vez dentro. Probar de nuevo el sabor del vino en tu boca. Saborear esta sorpresa de sentirte por fin salvaje. Tal vez ha sido la maldita gripe que llaman española y la tristeza de estar solos, que nos nos quede nadie, de tener que comenzar, de resistir. Conmigo. Contigo. Quiero llevarte a mis viajes. Llenar este cuaderno con nuestros días. Escribir cada navidad nuestro propio cuento. Volver todos los años al chozo. Mantener esta costumbre. No perder jamás este deseo. Poder aullar como una loba cuando me corro y que respondan las fieras y que sonrías. Sierra de Gredos. 31 de enero de 1920".