martes, 31 de octubre de 2017

CROQUETAS VERITÉ



Sólo los días quemados ardieron y por tanto calentaron. De los demás no hay nada, ni siquiera ceniza, tampoco olor. Ya ni cotizan para la pensión. El perfume siempre está en otra parte, sobre todo en el frasco pequeño y tallado de tu memoria. Ponte unas gotas ahora. Deja que te huela. Sí, es igual que el que yo recordaba. La pituitaria tiene más importancia que el alma, siempre lo dije. Tiene dentro la belleza que de verdad vale, la que nos conmueve y nos la pone tiesa. Para todo lo demás vete a Blake, a los libros de autoayuda, a las sombras de Grey o de Ferrante. Aquí solo se habla de comida y de Salter, de estas croquetas que estoy cocinando o de todos esos días que nunca quemamos juntos.

Ella llevaba casi diez años de emigrante en Suecia y había llegado a ser segundo chef de uno de esos restaurantes que ofrecen yerbajos amargos de aquel campo tan inhóspito y feos pescados abisales de los fiordos cocidos a baja temperatura. En diciembre se tomaba un mes de descanso para desahogarse comiendo callos con chorizo, paellas de caracoles y morteruelo conquense. Uno de esos días quedábamos siempre en vernos para brindar por los viejos tiempos y comernos unas croquetas de sobras.

En un fin milenio en el que las croqueterías amenazaban con extenderse como franquicia revenida, los cocineros se inventaban las horribles croquetas líquidas y los congeladores de los supermercados estaban llenos de bolsas de bolitas de masa con el sobrenombre de “caseras”, hacer unas croquetas de verdad era un acto político de extrema izquierda perseguible por este gobierno meapilas, adicto al antidisturbios y al recorte social como gesto poético. Pero ellos se habían quedado en Pemán y las rojigualdas, nosotros estábamos más con Neorrabioso y las bragas al viento.
Pero a ella le gustaba pontificar, hacer alguna filigrana teórica y definir el contexto histórico que nos vomitaba cada día la realidad.

Tu sí que sabes. Lo que separa una croqueta exquisita del engrudo intragable es el punto en la besamel. Bueno, eso y que la corteza sea muy ligera y crujiente. Por eso fallan las putas croquetas líquidas, porque requieren una corteza que parece el acero blindado del acorazado Potenkin. Luego el relleno es lo de menos. No podemos olvidar que las croquetas son un invento del hambre, de aprovechar las sobras y llenar la andorga de fritanga.

Tras tostar la harina, añadir la mantequilla y la leche, me afanaba por  conseguir la "espesura" justa con mi tenedor de palo.

Para el relleno vale cualquier cosa si la besamel está bien hecha y el rebozado es el justo. Puedes utilizar sobras de cocido, recortes de jamón, setillas del campo, sobras de pescado, corazón de suegra o criadillas de ministro de hacienda porque las croquetas estarán ricas siempre.

Yo había optado por no utilizar, por ahora, vísceras de parientes políticos ni testículos de políticos odiosos y hacerlas con los restos de un confit de pato y un poco de jamón que aún resistía en el hueso del "mocho".

Otra de las claves es la fritura. Primero que el huevo batido sea bueno, que el pan rallado sea de calidad y que el aceite sea de oliva, bien caliente y en sartén. Nada de utilizar esos aparatos de tortura llamados freidoras que se suelen llenar con grasa refinada de camión, aceite de liposucción o sebo de murciélago.

Mientras se enfriaba la masa nos pispásbamos una botella de tintorro con unas anchoas a palo seco y sin pan. Masticábamos la carne aterciopelada de las criaturas con delectación y lentitud. Luego ella me ayudaba a hacer las croquetas de pequeño tamaño. Yo disfrutaba mucho de su glotonería y también del Gravad, los Surströmming y la cecina ahumada de reno que me traía del norte. Ella se llevaba en un “tuper” XXXL las croquetas sobrantes. 

Por ser tú, trago que manches el pan rallado con perejil frito y que le hayas echado a la masa esa poca de cebolla confitada y el polvo de macis de moscada, pero a otro no se lo consiento. De todas formas te las voy a plagiar aprovechando que en el tema de las recetas de cocina no hay derechos de autor.

lunes, 30 de octubre de 2017

AMANITA CRUDITÉ


Simplicisimus. A los boletus con un golpe de parrilla, un chorro de aceite de oliva y unas escamas de sal les sobra cualquier otro afeite, aliño o recetario. Cada día participa más de esa cocina desnuda y mínima, aquella en la que se enfrenta un buen alimento con el fuego preciso, la sal justa y el chorrito de aceite suficiente para que la memoria no grite que hemos dejado de lado a nuestra vieja cultura mediterránea. Da igual que sea una gamba, una despojo, una seta o un espárrago. Tal vez sea esta la cocina más difícil y también la más rica. La tecnología nos permite cualquier cosa, conducir sin manos un Airbus A330, fabricar una falsa aceituna con sabor a aceituna verdadera, regalar a la red lo que en otro tiempo consideramos lo más privado de nuestras intimidades, explorar la superficie de Marte desde nuestro portátil, fabricar nuestra propia cubertería con una impresora 3D, ligarnos o dejarnos ligar por una diosa que está a tres mil kilómetros de nuestro deseo y que tal vez sea un sofisticado software, un maniquí de plástico fino o una fotografía pintada con la brocha bisturí del photoshop, hacer un cremoso helado dulce de chorizo…

No se siente neoludita, no quiere volver al fuego cavernícola y al jabalí requemado, ni desea reventar los "Servidores Sirena" que chupan la información que regalamos todos, pero si desea ser de nuevo soberano de su tiempo y su cocina. No esconder, no cambiar, no sorprender, no jugar a transformar el alma o el cuerpo de un guisante o un mejillón o una seta. Nunca más ser "sublime sin interrupción". Apenas ha rallado la amanita, la aliñó con sal, aceite, dos gotas de limón, algo de perejil y ofreció su alma sobre una tostada. Contempla la lluvia y el fuego. Tras el paseo por un pequeño bosque primigenio en el que puedes leer, sin sabes los idiomas precisos, la historia completa de la tierra, masticas despacio la carne de la seta, el pan, el tiempo y el otoño.


jueves, 26 de octubre de 2017

LA COCRETA, perdón, LA CROQUETA...


(Marian, Fernando y yo, croquetívoros, en la solana de la casa de la abuela Ángela)
Sí, hay casi tres millones de entradas con la palabra en Google pero… es la gran pregunta del siglo. ¿Por qué las madres o abuelas no enseñaron a sus hijos e hijas a hacer croquetas?, ¿Qué pasó?... Ayer me lo confirmaba Maite, ella tampoco aprendió y su madre, por edad, ya no las hace porque las ha olvidado. Nadie de mis amigos y amigas sabe hacerlas. Tienen ese vacío inmenso en su formación, esa vergonzosa tara, ese gran defecto, esa terrible laguna cultural de la que se aprovechan los vendedores de croquetas industriales. Así que en cuanto van a un restaurante y leen esa mentira de “croquetas caseras” caen en la trampa… y en las sucesivas trampas de las croquetas precocinadas de la sección de congelados. Siempre me dicen “me tienes que enseñar”, como quién pide el secreto de la felicidad.

Cada madre y abuela cocinera tenía sus recetas de ricas croquetas. ¿Cuántas maravillosas recetas se habrán perdido de esta magistral mezcla de hidratos de carbono, proteínas y grasas?, ¿para cuándo la asignatura de croquetas en el Bachillerato?, ¿No sería mejor gastar el dinero de los aviones caza F-35 en cursos de croquetas caseras?

Como en Blade Runner, he visto cosas que no creeríais. He visto algunos anuncios en la sección de contactos, amores y amistad: se busca cuarentañera disponible que sepa hacer croquetas. No te prometo amor pero si ternura y hambre y... ningún miedo a engordar”

miércoles, 25 de octubre de 2017

GLOTON@S Y ROMANTIC@S


A Claudio lo envenenó su mujer mezclando amanitas phalloides con cesáreas, él lo sabía y no cerró la boca. Mejor morir así que rumiando hojas de lechuga.
Ya no nos atrevemos a amar o a comer con pasión, con riesgo, con glotonería e inconsciencia. Preferimos lo sano, lo terapéutico, lo sensato, lo equilibrado, lo digestible, lo que prescriben los expertos como bueno para el hígado o el corazón o el alma (ahora psique). Un menú de plato o de cama sin muchas complicaciones o aventuras, sin demasiado abismo, de suave digestión y fácil beso. Ha tenido que venir Cristina Nehring a sugerir que todo eso es de verdad muy sano pero muy aburrido y que hay que amar con esa pasión romántica y libre y fou y auténtica de antes, que hay que comer con ese apetito de gourmand y de glotón y que no hay peor exceso que la mesura ni peor sexo que el estadístico, gimnástico, suficiente, de manual de autoayuda, sin su timidez y su derroche.
Imposible pensar otra cosa ante un plato de amanitas de los césares y butifarra blanca. Primero hacemos el embutido asado despacio en una sartén y luego en su grasa rehogamos un poco las setas. Pan en abundancia y copones varios de vino, un manzanilla frío de Sanlúcar.

"Amanitas con butifarra" es un plato excesivo, intenso, amarillo, de pringue, que llena y satisface. Luego el vino fresco me limpia el paladar, el alma, el corazón (perdón, la psique) y seguro que el hígado maltrecho. No creo demasiado en el tiempo, salvo que siempre es poco cuando te tengo al lado. Ya sabemos que “el futuro es propaganda, el pasado una fábula, el presente es historia”, pero tenemos los instantes, las noches y también la memoria, tenemos el amor generoso del sol para trazar un tiempo lento y distinto en el que acaricio tu piel y camino de tu mano por la ciudad, un tiempo en el que bebo tu agua y el brillo de tus ojos. Un tiempo para comer y amarte en el filo difícil de la vida, con todo su sabor, sin desgrasar, con toda su sal, su azúcar, su licor, su sabor, sus toxinas, su intensidad, su timidez, su riesgo. También como lechuga, a veces...

martes, 24 de octubre de 2017

EMBOSCADOS


Escondidos, quién sabe de qué persecuciones o de qué memoria o de qué jaurías. Juegan sin saber, sin demostrar que saben, sin recordar lo que aprendieron antes o con quién. Tampoco las palabras significan mucho, se divierten diciendo y no diciendo, sin miedo a vulnerar ninguna prevención, sin obligarse a decir verdad, sin inventar fabulaciones para sentirse bien tan juntos. Se comieron ayer, con las manos como único cubierto, un pollo asado grande y varias botellas de sidra helada compartidas a morro. De postre una sandía y desde entonces nada. Se han pasado la noche hablando y follando sin saber ahora muy bien si hubo separación entre ambas dichas o fue todo un fluir del que no se han cansado por ahora. Tal vez porque ya se conocían, de tantos años juntos viviendo en paralelo sin tocarse, viendo como cada cual enlazaba amores y cambios de maleta, errores y equívocos, cortes de pelo y canas, todo lo que alguien se atrevió una vez a llamar experiencia y sólo es humo. Ella salió después a correr durante largo rato y él preparó zumo de papaya, naranja y menta, ensalada de escarola con queso, nueces picadas y vinagreta dulce. Cuando llegó, con la piel caliente y brillante de sudor no quiso borrar con una ducha su sabor, ni él tampoco. Allí siguen escondidos, emboscados, a salvo, en un tiempo remoto que no corre parejo a este octubre que acaba, al margen, dentro de una canción, donde sólo los valientes se atreven a vivir. 


viernes, 20 de octubre de 2017

ALI-OLI CON GUSTO (Y CON GANAS)


Para compartir un buen arroz negro con alioli es imprescindible el amor o cuando menos un deseo potente, rotundo y sin escrúpulos. Utilizando el símil del Dry Martini de 5.5 partes de ginebra y 1.5 de vermú seco, debería ser un deseo con cinco partes de instinto animal y una parte de cultura. Aceituna al gusto.

Atrévete a sonreír enseñando los dientes ante alguna gracia de tu amante tras haber masticado una buena porción de arroz negro. Osa dar un buen beso con lengua si tu amor no ha enriquecido como tú ese bocado con alioli o viceversa. Nunca mejor dicho: "los dos tenéis que estar en el ajo".

Mi receta es la siguiente: huevo ecológico, aceite de oliva, chorrín de vinagre suave, sal, diente de ajo sin su germen al que hemos escaldado unos segundos y una cucharada de café de buena miel.

El arroz negro se puede hacer con chipirones o también con trompetas de la muerte. El amor de después hay que hacerlo siempre con muchas ganas, si no mejor no ponerse.

jueves, 19 de octubre de 2017

RAYAS



Qué absurdas las patrias y querencias geográficas untadas de ideología o las ideologías pringadas de untes patrios y zoofilias nacionales. Mejor “de ningún sitio”, del camino. Muchas veces toca mi memoria sabores que nunca había glotoneado de la cocina china, peruana, vietnamita, africana, nórdica o manchega…y las siento tierra hospitalaria, conocida, íntima. Ser “de todas partes” en esto del comer. Porque hay mucho integrista del marmitako, de tortilla de patata, de butifarra, de gamba o de lacón, igual que chauvinistas del foie y el brie, chulos de la boloñesa, neonazis de la trufa, las recetas de la abuela, los plagios al tío Bulli, cocinofilias patrias, atascadinosaurios, souflés con aire de la montagne, sopas de piel de sirena, pierna de golondrina a la sal del Everest, jamón de muslo ibérico de quinta generación pura… fóbicos de la fritanga o dictadores de la dietética. Hay mucho patriota de cazuela y mucho nacionalismo en torno al guiso y su origen, siempre dudoso, cuando no fantástico. 

A mí sólo me importa que quién guisó lo hizo con cuidado, saber, tino y con aquello que mejor tuvo a mano, sea cardillo o solomillo, rata de agua o pollo de Bresse, chapulín o rodaballo, gamba roja o harina de almortas. Vivimos cuatro días, rayas fronterizas ni en los mapas, así que carpe diem, tanto en las mesas como en las camas.

jueves, 12 de octubre de 2017

LO VEO... TODO NEGRO


(Foto de Elisa Lazo de Valdés)

¿Para cuándo la lluvia y el frío?... el edredón y las ganas de tocar piel con sueño. Arroz negro, con chipirones. Lo importante es el caldo, como en tantas cosas. Un buen caldo de pescado, chipirones pequeños, arroz bomba, cebolla, mucha, zanahoria, algo.

Aún quedan algunas pescaderías en las que me venden esa cosa barata que llamamos moralla. ¿Cuánta moralla se tira por la borda en los barcos de pesca? Matar para nada, derrochar la vida, malgastar el mar, ¿hasta cuando?

Me gusta guisar antes y despacio los chipis, chup, chup limpios y despacito con la cebolla picada El sofrito de zanahoria, tomate y pimientos verdes de la Vera. El arroz, esta vez, aragonés.

Deshago la tinta en un poco de caldo caliente. El caldo. Apenas agua y unas pocas moléculas de grasa y proteínas de toda esa moralla, pero cierras los ojos, pruebas su sabor con la cuchara y sientes que todo lo exquisito del mar está allí dentro. Con este caldo todo es posible, convertir unas patatas, bisutería terrestre, en una joya preciosa de sabor. Un milagro.

El color negro siempre choca en la cocina, como la salsa de sangre de las lampreas o la salsa oscurísima de la liebre royal, o los riñones en salsa de cebolla o este arroz entintado del que sobresalen los cuerpecillos rosados de los chipirones, esos minimonstruos, parientes de los kraken que a mi me gustan tanto rellenos o a la plancha o lacados a la china con salsa agridulce y picante que comí una vez en NY.

Hoy lo veo todo negro, en su tinta, arroz rico y feliz. Y la lluvia sin venir, sin llamar a la puerta de las setas para que saquen de una vez sus paraguas al sol cualquier fin de semana. Siento dejar luego a tanto gnomo sin casa.

miércoles, 11 de octubre de 2017

NÍSCALOS CON ESCABECHE DE CONEJO


Los proletarios níscalos, que nacen por estos soles y lunas en todos los pinares de nuestra tierra, permiten guisos diversos. Es una seta a la vez sufrida y frágil, dura y delicada. Decía el abuelo George Bataille que la fuente de nuestra riqueza se da en la radiación del sol, de él emana toda la energía, ya sea la traducida en trigo y pan o la transmutada en petróleo. El sol da siempre sin esperar recibir. Luego el hombre inventó la acumulación de la riqueza y se jodió la cosa (o comenzó la historia). El sol y la lluvia nos da estas setas y yo respeto el bosque que me las regala y sólo recojo las que voy a comer.

A Bataille le gustaban como a ti, asadas, hechas a la parrilla con un poco de perejil, sal y un chorreón de aceite de oliva virgen, sin más erotismo.  Él, como tú, las llamaba rovellons. Pero yo, por amar el exceso, las añado por encima una farsa tibia de escabeche de conejo.

Conejos de monte, primero sofritos y luego guisados despacio en un buen mar de cebolla picada, cabezona entera de ajo morado de las Pedroñeras, laurel, pimienta, vinagre de Jerez. Cuando casi se deshace su carne los deshueso, aplasto el ajo para sacar su pasta, paso la cebolla por el chino, cubro con el caldillo todo eso y lo dejo reposar un par de días en la nevera.

Leía a Bataille y luego probaba sus teorías en el suave envés de tus entrañas y en el susurro claro de todas las palabras que nos abrigan en otoño.  Entonces, recién asados los níscalos y templado el escabeche de gazapo, hago un bocadillo en el que el pan son dos setas y el relleno esa carne de monte.  

Dar sin esperar recibir y nunca pedir dar. Esa es una de las claves del amor. Esa y saber cocinar unas humildes setas, un poco de carne y salpimentar el tiempo, con gruesa "sin prisas" siempre.

Dibujo de Kati Verebics

sábado, 7 de octubre de 2017

POLLO EN MANTEQUILLA DE CANGREJOS


Foto de Leonardo de la Fuente
Hace mucho tiempo, buceaba fascinado en recién descubiertos para mí recetarios franceses o afrancesados del XIX, (que tan bien los ha descrito Francisco de Sert en su libro “El Goloso”). 

Descubría una cocina derrochona, excesiva, fascinante, original, propia de los inventores de verdad de la gula y todos los pecados asociados. De esas cocinas saqué o adapté un rico pollo en mantequilla de cangrejos que cuando lo hago me vuelve loco.
El amor es una mezcla misteriosa de afectos, deseos y fantasía. De pronto sentimos que se ha posado en nuestra piel toda la luz del mundo embelleciendo cuanto tocamos y al día siguiente, o a las nueve semanas y media, o al año o a los veinte descubrimos que el viento se ha vuelto frío y el sol nos quema. El amor se ha esfumado, nos encogemos de hombros y seguimos caminando ¿qué vamos a hacer?, para dramas ya tenemos los novelones del XIX y los culebrones televisivos de este.

Aquellos eran guisos complicados, muy elaborados llenos de mantequilla, carnes de caza, foie, trufas, ostras, faisanes... elaborados por guisopones, cocinófilos, cocineros, gourmets, marmitones, chefs amantes del exceso y la glotonería más auténtica gracias a las rentas de aristócratas, burgueses y prohombres con muchos posibles y apetitos. Leer esos recetarios embriaga y marea, divierte y llena el estómago sólo con imaginar las digestiones de boa de los comensales.

También hay amores pesados con mucha mantequilla, cocimiento y foie y amores frescos como una ensalada de rúcola aliñada con limón y cuatro percebes. Tanto unos como otros son apetecibles y divertidos si tenemos el paladar dispuesto.

Pelaba en crudo (tras quitar la tripilla negra que tienen y que amarga) tres docenas de cangrejos de río y una docena de cigalas. Trituraba las cáscaras con la batidora de vaso, ponía en una sartén el emplasto sobre doscientos gramos de buena mantequilla sin sal. Sofreía ese puré de cáscaras y una vez enrojecido añadía media copa de jerez y media de vino blanco, daba un hervor de diez minutos y colaba el resultado, dejaba enfriar y retiraba esa mantequilla solidificada anaranjada de encima del caldillo.
A parte salteaban un pollo troceado, salpimentado y sin piel y cuando estaba dorado retiraba la carne y añadía al aceite un poco de cebolla, ajo, zanahoria y pimiento rojo picado en juliana, tras pochar la verdura añadía de nuevo el pollo, el caldo filtrado de las cáscaras (la mantequilla a parte) y medio litro de caldo de pollo. Dejaba cocer a fuego lento hasta que se consumía prácticamente el caldo. Entonces añadía la mantequilla y dejaba cocer de nuevo diez minutos. Por fin añadía las colas crudas de los cangrejos y las cigalas, removía y tapaba a fuego lento cinco minutos más y al retirarlo del fuego y volver a remover el guisote para que se empapase bien de la rica grasa cangrejera salpicaba el plato con ralladura de un minúsculo trozo de trufa.

Ahora por fin vuelve a haber buenos pollos de corral pero los buenos cangrejos se han extinguido. El “señal” vale para el guiso y las cigalas le dan ese punto de sabor intenso que el cangrejo americano no tiene. Lo más caro del plato es la trufa, pero un día es un día y sin trufa también es comestible. El siglo XIX tiene estas cosas, ¡viva la burguesía y su discreto encanto!

viernes, 6 de octubre de 2017

SOPA DE TOMATE Y LAMBRETTA

Foto de: http://cocinandosoyfeliz.blogspot.com.es
Acelera la Lambretta. Coge las curvas desafiando ese asfalto tan escaso, tan lleno de baches y gravilla. Su cabello tan moreno al viento, los ojos brillando tras las gafas, la chaqueta de lana cerrada sobre el jersey y bien colocadas, bajo la camisa más gruesa que tiene, las hojas del periódico de ayer. Siente el aguijón del frío de noviembre pero no le importa, vuela, tararea una canción, sonríe. El amor tiene esa valentía o ese misterioso derroche. En verano ha ido a Roma y a Pisa en la moto. Las endemoniadas carreteras españolas hasta llegar a la frontera, después Francia, luego Italia, le han dado mucha experiencia para poder ir rápido y sin miedo por esa carreterucha que hasta hace pocos años era apenas un camino de herradura. La tarde, la noche ya, es muy oscura en España. Tendrán que pasar muchos años para cambie la vida, la luz, el presente. Entonces en los pueblos apenas hay unas pocas bombillas mortecinas, que muchas veces se apagan. Otros jóvenes se preparan en París para hacer una revolución, el progreso va inundando toda Europa, pero él y ella no saben nada de eso, sólo saben que tienen que llegar a las siete a las afueras del pequeño pueblo. Allí quedan para verse todos los días. Él siempre llega a tiempo a ese lugar inhóspito, casi a oscuras, junto a un pequeño crucero de piedra.

También la veo a ella, tan delgada, tan morena, con una sonrisa siempre tímida, acelerando el paso por las calles de tierra y cantos rodados. Guapa y segura de que él llegará siempre. Ágil y llena de vida, vestida con un jersey de lana blanco de cuello alto, un tres cuartos de moutón y una falda más corta de lo que recomienda la voz inquisitorial del rancio cura. Este es su primer destino de maestra y en la casa en la que se queda de pensión durante toda la semana, hasta hace pocos meses, no había aseo sino una cuadra llena de paja. Hasta hace nada no había una cocina moderna sino un fuego de chimenea al que arrimar una cazuela en la que se hacen despacio unas sopas de patata y tomate. Eso te contará ella muchos años después, y a ti te parecerán esas historias casi un cuento, formas de vida propias de un exótico y remoto país desconocido, como si ella hubiera venido de muy lejos, de una lejana y dura tierra que en nada se parece a la que pisas.

Todo va con retraso en España y aún más retraso si piensas que apenas han comenzado los sesenta y todo esto sucede en un pequeño pueblo de Extremadura. Pero no quieres ver ese momento con la distancia arrogante del presente sino con los ojos de esa noche en la que él acelera un poco más la moto en la única recta que tiene su camino. El foco apenas ilumina unos metros de asfalto pero se sabe la carretera de memoria, casi podría conducir con los ojos cerrados. Ya llega él, ya llega ella, casi a la vez al lugar del encuentro, porque el amor tiene eso, esas pequeñas armonías, ese delicado azar que le permite a él llegar siempre a salvo, temblando de frío, pero nunca le importa porque ella le calienta las manos con su manos, con su voz, con la vida por venir que en ese momento comienzan a nombrar.

A veces vuelvo a esa carretera y a ese pueblo que en nada se parece al de aquel tiempo. A veces acelero con mi moto y siento frío, el mismo frío que sentía él abrigado con las hojas de un diario atrasado. A veces guiso esa misma sopa de patatas y tomate, con cominos y pimentón, algo de pan asentado, ajo frito, un poco de aceite, y un pimiento verde en vinagre para acompañar, que ella cocinaba al rescoldo de un fuego primitivo. Porque de ellos vengo yo, de dos jóvenes enamorados que se citaban a la salida de un pequeño pueblo hace más de cincuenta años. 

El tiempo siempre es mucho más rápido que aquella Lambretta, más rápido que el viento helado de Octubre, más rápido que la vida que somos, la que nos hizo posible o la que luego damos. Sin embargo para mi siguen estando ahí, tan jóvenes, tan enamorados, tan delgados, tan guapos, tan ajenos a ese tiempo destructivo que entonces parecía no tocarles.  Para eso también tengo las palabras.


miércoles, 4 de octubre de 2017

ARROZ CON CONEJO Y CARACOLES II



Dijo: somos un pueblo de emigrantes, de gentes con poco. Ayer cazamos un conejo y un puñado de los últimos caracoles de tierra del otoño, mañana quién sabe, tenemos el mar. Dorado el conejo y bien salpimentado, añades el alma del sofrito: cebolla, pimiento, tomates, ajo. Después el vino rancio y las hierbas: laurel, tomillo, romero, luego un poco de agua caliente. Retiras el hígado del guiso para machacarlo a parte en el almirez con piñones, un diente de ajo, un pimiento asado y una rebanada de pan frito. Cuando el conejo está tierno añades los caracoles ya cocidos y el machado para que espese el caldo.

Somos un pueblo de emigrantes, una tribu mestiza con poco que cargar salvo la memoria y el optimismo. Durante generaciones recorrimos el mundo de punta a punta comerciando con sedas y nueces, libros y pimienta, perfumes y vino, música y nada. Al principio teníamos la piel oscura y el cuerpo flaco pero luego la tez se fue aclarando y hasta pudimos tocar el privilegio de las redondeces bajo la ropa. Un día nos cansamos de encender lamparillas de aceite a los dioses, de quemar corderos, de invocar con miedo palabras vacías. A veces nos quedamos a vivir para siempre en un lugar y otras, para siempre, viajamos inquietos, envenenados por el secreto que nos contó un vagabundo o un naufrago o un mapa apenas mal dibujado en un pergamino o un papel. Un día entendimos por qué y de esa respuesta tiramos del hilo e hicimos las preguntas más difíciles, más grandes y más complicadas. Y así hasta hoy. Tú conoces también esa historia.

El camino es siempre muy largo y siempre tan corto. Arrímate al fuego viajero, que vas a enfriarte. Toma, prueba este guiso, come de él lo que gustes, no es nada, apenas te quitarán el hambre estas carnes tan magras. Es lo que hay, amigo. No me has dicho tu nombre, pero sé que también eres de mi pueblo, de mi tribu, de esta isla, de los nuestros, humano. Y ahora, para hacernos la noche más distraída, cuéntanos tu historia si quieres, nos gusta escuchar.

Y eso hice. (Escrito en Lefki, isla de Itháki, 17 de Octubre de 1999)

PD: El domingo, por hacer fiesta con toda mi primada (primas, primos, consortes y descendencias, reunidos una vez al año para festejar la vida) volví a los guisos de Conill amb cargols, arroz con conejo y caracoles, que es un plato catalán, extremeño, griego y quién sabe, es decir, de nadie, porque sólo lo que es de nadie tiene de verdad valor.