viernes, 27 de julio de 2018

JUDIONES CON LANGOSTA


¿Como nos llamamos los amantes de las legumbres?¿legumbrefilos?¿legumbrívoros?

En especial te gustaban los judías, sin despreciar  a las bíblicas lentejas o a los proletarios garbanzos. Te relamías por la conservadora fabada, las radicales fabes con almejas, las extremistas judías con liebre o mis refinados judiones con langosta. ¿Cómo no enamorarse de ti si además te sabías de memoria versos de Sexton y nunca dejabas la botella de vino a medias? ¿Cómo no amarte sin remedio si conocías los treinta y siete nombres con los que llamamos los españoles a las judías y hacías el amor de treinta y ocho formas diferentes?

No tenía gran misterio mi guiso. Bastaba cocer de forma ortodoxa unas buenas judías del Barco o de la Granja en un buen caldo de morralla, cebolla, zanahoria y laurel, más un fondo hecho con media docena de cangrejos triturados y colada su sustancia por el chino. Luego, en el último chup, añadía el puñadito de cilantro y las dos langostas crudas y troceadas vivas con la crueldad conveniente. No había en el potente guisote nada de trampa, atrezzo, cartón, ni disimulo.

No sé si me gustaba más verte comer o comerte, ver como rebañabas los caparazones de los bichos o rebañar yo mismo los jugos de tu cuerpo. Cuando hacía las judías con liebre había fiesta, cuando las hacía con almejas orgía, cuando las guisaba con los despojos del puerco había sesudas discusiones sobre el origen de la cultura legumbril española y después una búsqueda poco escrupulosa de todos los puntos G, K, Y, Z…

Pero después, a pesar de amansar con buen vino las fermentaciones, eran inevitables los gases. Ya lo decía Quevedo, con  seriedad, conocimiento y fervor legumbrófilo: “ Y es probable que llega a tanto el valor de un pedo, que es prueba de amor; pues hasta que dos se han peído en la cama, no tengo por acertado el amancebamiento”

Pintura de Arthur Berzinsh

jueves, 26 de julio de 2018

GUISO PARA GERDA Y CAPA


Gerda murió un día como hoy del 37. Y hoy, en memoria de tantos españoles que se exiliaron en América , cocinas tiras de secreto ibérico con salsa cajún. Para la salsa: ajo machado, cebolla machada, pimienta negra, blanca, tomillo, orégano, pimentón dulce, ají picante, vino blanco seco, un poco de aceite de oliva, una cucharada de miel de romero, un puñado de cacahuetes triturados. Mantienes en esa salsa la carne durante unas horas y luego asas las tiras sobre una plancha de hierro muy caliente. Esta cocina cajún tan de crisol, medio española, francesa, africana, piel roja, tan sencilla, campesina, rotunda, intensa, elegante... La acompañas con una ensalada de pimientos asados con cebollas tiernas. Seguro que el guiso le gustaría a Gerda.

Se amaron como se aman esas raras parejas que son muy afines y también muy distintas. Gerda Taro y Andrei Friedmann. Los dos eran Robert Capa, fotógrafos, amigos, compañeros, amantes, socios. Capa no hubiera existido sin ella. Mucho se ha escrito de Robert y muy poco de Gerda, apenas dos cortas biografías de una gran fotógrafa de guerra, ¿la primera?. Ahora por fin reconocida, recuperados muchos de sus negativos en esa famosa “maleta mexicana”. http://www.maletamexicana.com/spanish/

Sin embargo hoy la traicionas porque son unas fotos de Andrei Friedmann las que muestras y no de ella. Y unas fotos que no denuncian ninguna guerra sino que sólo expresan, con una ternura y una delicadeza infinitas, el amor. Gerda murió atropellada por un tanque, Andrei-Capa mucho años después al pisar una mina. Pero esta es otra historia. Él era bronco, bruto, inconsciente, dicharachero, mujeriego, vividor. Pero ahí, en esta imagen, intentó meter todo su amor por Gerda. Y lo logró.

Hoy te ha estremecido el azar de encontrar esta imagen de Gerda, abandonada al sueño, en esa cama pequeña y desmadejada que comparten, ojerosa, muy cansada, abrigada por ese pijama de hombre que es el de él. Y él allí, detrás, conmovido, admirado, mirando su cuerpo y su sueño durante mucho tiempo hasta que coge la Leica para que su mirada de enamorado no desaparezca nunca. Clic.

Hay muchas fotos de besos, abrazos, caricias o cuerpos desnudos que intentan mostrar de forma explícita el amor y el deseo. Pero prefieres esta. Gerda dormida.


lunes, 23 de julio de 2018

FIDEUÁ VELOZ


Foto de: Waclaw Wantuch

¿Lentitud? A veces de verdad el tiempo es oro, no por lo que valga en los tristes mercados laborales o porque nos duela perderlo por los sumideros de todas las rutinas.
Deben ser las cuatro de la tarde. Te despertaste a eso de las doce. Ayer hubo ginebra Nordés, tónica helada, pedruscos de hielo de la Antártida, pedazos de regaliz nadando por las copas, no lo sé. Hay un punto de la embriaguez en la que todo puede irse rodando al barrizal o subir alto y nadar mucho rato sin cansarte sobre el cuerpo mojado de una nadadora. El filo es delicado, requiere de un lento aprendizaje, caer al barro o al mar. Caíste al mar, te lo bebiste entero, incluidos los moluscos y los peces, las mareas y las algas de lugares profundos, abisales. Esta mañana el sol mordía tus ojos. Bastó de nuevo volver a la marea bajo la sábana, no importa la resaca. Beber con sed hasta la sal del cuerpo que te abraza. 

Deben de ser las cuatro o las cinco de la tarde. No habéis comido, tan solo el uno al otro y eso, siento decirlo, es siempre poco alimenticio. Para esos momentos tienes la solución, escondes un secreto, has copiado la fórmula precisa para guisar en cinco minutos una potente golosina caliente que os llenará de fuerzas y de ganas para seguir jugando a las ballenas. Guardas un buen caldo de morralla congelado en el que además escondiste pedazos crudos de sirena o bogavante, da igual, y su sofrito. Lo pones a calentar en la paella, añades fideos gordos y en seis minutos tienes el festín. Imprescindible vino, blanco, bueno.

¿Lentitud? A veces, las menos, hay mucha prisa para seguir nadando y no puede uno o una, demorarse en largos cocimientos, aliños delicados, preparaciones largas, estrechas y de libro. La fideuá no viene en los bonitos libros de cocina afrodisíaca, pero hazme caso, borrará tu hambre más no tu apetito de sirena o de mar de los sargazos.

martes, 17 de julio de 2018

FLORES DE CALABACÍN



El olor, en la cocina, en el amor, lo es casi todo porque de él va a depender que sigamos probando el plato –y el cuerpo–. Abrazamos para no esconder nada, para decir, "mira, esto soy, no hay más, ni trampa ni cartón, ni máscara ni afeite”. Luego el sabor nos dice la verdad...

Hacemos hoy un montón de flores de calabacín fritas en tempura rellenas de una pizca de queso de cabra y de unas hilas de jamón. Tan fáciles, tan ricas, con ese sabor tan peculiar. Hacemos el rebozado con la harina de tempura, metemos dentro de la flor una cucharadita de queso de cabra (a mi me gusta el quesuco de La Vera) y unas briznas de jamón encima a modo de pistilos carnívoros. Rebozamos la flor, escurrimos y la freímos en aceite caliente. Son crujientes, tiernas, blandas, llenan la boca entera de sabor. 
La calabaza, los calabacines, son una de las elecciones de domesticación de un vegetal más inteligentes que hicieron los humanos hace miles de años porque puede comerse la flor, los frutos inmaduros, los frutos ya maduros y el fruto seco (las semillas). Como tantos otros alimentos, las calabazas y calabacines son otra deuda con América.

Un abrazo o una flor frita siempre nos salvan de la tristeza.









domingo, 1 de julio de 2018

SOBRAS JUNTO AL MAR

 
Foto: Saul Leiter

Ella pensaba que estaba demasiado delgada. Se levantó de la cama y se tapó en un segundo con el viejo albornoz como si aún le pesase el pudor de una adolescencia ya remota. Él imaginó un par de frases para explicar lo mucho que le gustaba su culo, pero no dijo nada. Se hizo el dormido mientras ella trasteaba en la cocina y colocaba algunas piñas secas y troncos en la chimenea. Dijo entonces las frases y después buenos días aunque ya eran las cuatro de la tarde.

Había hecho garato de palometa, una receta sefardí antigua como la sal. Los dos filetes limpios de piel y de espinas reposaron dos días bajo una capa de sal con pimienta. Se levantó de la cama y preparó en la cocina los alimentos. Lavó el pescado de sal y tras secarlo bien, cortó lonchas casi traslúcidas con un viejo cuchillo y aliñó esa mojama con buen aceite y limón. Preparó también pa amb tomàquet, queso en aceite y una ensalada de escarola macerada en zumo de granada.

El fuego comenzó a arder con fuerza. Había bastado revolver las brasas de la noche y colocar sobre ellas unos tocones de encina. Ella volvió a la cama corriendo y dejó el albornoz azul tirado en el suelo antes de esconderse bajo el fino edredón y llamarle.  Llevó la comida hasta la mesa que había junto a la chimenea y amontonó las tres almohadas haciendo una suave pirámide sobre la que ella colocó su vientre. Agarró sus caderas como quién se dispone a entrar en la tormenta. A él le gustaba una delgadez que nada tenía que ver con ningún hambre. Comieron el garato y el resto de alimentos descubriendo que la desaparición del amor sería irreparable. Volvieron luego de nuevo al arrecife blando de la cama. Se dejó hacer y deshacer. Igualdad. Ya no había allí ningún pudor adolescente. Se sentían y eran iguales. 


Con las sobras de la liebre royal de antes de ayer hace unas empanadillas que luego dora en la sartén. Las sobras de un guiso de royal no son sobras sino un soberbio plato para las nobles mesas de los señores de Aquitania. Abre con cuidado el Peyre Rose Syrah Leone de diez años que ella ha traído, saltea unos higaditos de conejo con ají picante y cebolla confitada. Ella ha salido a la terraza, está tumbada en la hamaca bajo el pequeño mandarino leyendo el libro de Salter que le regaló ayer. “Quemar los días”. No sabe qué es quemar los días. Los quemamos siempre, sin darnos cuenta. Piensa que es bueno quemarlos, así dan calor y se puede cocinar sobre ellos. De nada sirve atesorarlos o guardarlos por ahí en una caja porque luego ya no son ni ceniza, son menos que humo. Quemar los días nos deja cicatrices, es la caligrafía que explica lo que hicimos, pensamos y soñamos.

Cuando la conoció tenía veinte años y un cuerpo para desmayarse en cuanto le ponía un dedo encima, como si a través de su piel hubiera recibido diez mil voltios. Ayer cumplió cincuenta y en cuanto le pone la mano en la espalda y luego baja hasta su culo la descarga que siente es de diez mil doscientos. No sabría decir en cual de los días quemados hubo o hay más placer, si en aquellos o en estos.  ¿Su cuerpo es otro? El cuerpo que desea está en el brillo de sus ojos al ver estas empanadillas, en las palabras guarras que le susurra al odio, en su voz leyéndole en voz alta una de las páginas de Salter, en sus dedos metidos en su cuerpo buscando ese calor que tenemos dentro cuando estamos vivos y quién nos mira sonríe porque se siente y se sabe igual.
 
Foto Jade Beall
Se levanta con cara de orco. Aún no se atreve a mirar ningún espejo de la casa. La resaca le hace sentir la cabeza llena de arena y barro. La boca está seca como si se hubiera dormido con ella llena de trozos de papel de periódico y zumo de alcantarilla. El cuerpo se mueve igual que el esqueleto de una marioneta checa que ha pasado demasiado tiempo a la intemperie. Sale despacio de la cama para no despertar a la sílfide.
Se mete un buen rato en la bañera con el agua a punto de ebullición, los ojos cerrados y un té verde y frío entre las manos. Va recordando, restaurando en su memoria llena de cemento las risas de la cena, el rodaballo al horno compartido, el vino que bebieron cada vez con más ganas de llegar otra vez a la cama y todas las cosas que se hicieron y que no recordaba haber hecho con nadie en ningún otro sitio. Luego los gintonic y después, ya bastante borrachos, siguieron rechupándose hasta que les pudo el sueño.

Con el alma medio reconstruida y el cuerpo aún perjudicado vuelve a la cama con un zumo de naranja, café sólo y un ibuprofeno para doña sílfide o doña medusa. Sonríe al escucharla roncar como un ogro, sin embargo sonríe con los ojos, y las ojeras, aún cerrados. Reguñe, se da la vuelta, se desarropa, sale tambaleándose en dirección al baño. Escucha como se mete en el agua caliente. La resaca es lo peor, el castigo de la divinidad por abusar de todos los placeres. Está a punto de volver a dormirse cuando ella se mete en la cama, mojada, caliente, con ganas de dormirse un buen rato abrazado a don orco.

Deben ser las tres cuando se despierta. La resaca no se ha ido, pero ahora solo tiene forma de cansancio, de agujetas, de hambre, de dulce dejadez. Abandona su abrazo y vuelve a la cocina. Mezcla los despojos o las sobras de carne de una liebre a la royal devorada antes de ayer con un poco de bechamel con su mucho de nuez moscada recién rallada y unos dados de foie. Cuando se enfría la masa en la nevera reboza porciones en forma de croqueta en huevo y luego en pan rallado. Además de estas croquetas lujuriosas prepara un agua de tomate con albahaca y unos espárragos a la plancha. Abre otra botella de vino, lleva el tentempié a la cama. El cielo barrunta tormenta. Comer y follar y leer. Hablar a ratos. Soberanos otra vez de la gran Aquitania, conquistadores de un mundo perdido, exploradores de todas esas selvas, desiertos y ríos que sólo propone la piel.

HUELE A CAFÉ



Hacía más de diez años que no pisaba esa casa. Les enseñé a los visitantes los devanes ahora vacíos, las alcobas de nadie, los sótanos desolados. Mientras deambulaban un rato solos, admirando los muebles centenarios y los suelos de piedra lavada, recogí un pequeño libro que había en la repisa de un aparador y salí al patio. Me senté bajo la parra llena de racimos que nadie recogería. Hojeé este libro de bolsillo, barato, editado en años veinte, con las hojas aún sin rasgar.  De entre las páginas cayó al suelo un pequeño pedazo de papel traslúcido en el que había escritas unas pocas palabras a lápiz.

Te oigo cacharrear en la cocina. Huele a café, a pan tostado, a chimenea recién despertada.  Pienso, unas manos que saben hacer pan y saben hacer la vida ¿quién ambiciona más? Ahora no sé la edad que tengo, ni el día que es hoy, ni dónde estoy, sigo nadando sobre esta cama tibia, huelo en ella la sal de tu cuerpo.

Ni el libro, ni la nota tenían firma pero supe quién lo había escrito. Hace casi cien años. Parecían palabras de ayer mismo o de mañana. Me llevé de la casa abandonada el viejo libro que aún nadie había leído.