lunes, 28 de diciembre de 2020

TOCINACO

Me gusta el tocino. Los humanos europeos sobrevivimos a hambrunas y glaciaciones gracias al tocino y al ingenio. Hoy es el diablo o algo peor, un delincuente alimentario atascador de arterias, abultador de barrigas y culos, alimento infame de épocas atroces y por fortuna extintas. Pero a mi me encanta. De la panceta al ántima, del tocino de cocido a la veta blanca del buen jamón. El tocino toca algo ancestral del paladar si está bien guisado y salado en su punto. Una curiosa “prueba del nueve” os la dará un niño pequeño cuando ya tiene algunos dientes y puede masticar. Colocad en un plato pequeños dados de tocino y en otro pequeños dados de buena carne y azucarillos, el cachorro humano, ya sea inuit o san, europeo o cherokee preferirá siempre el tocino. Paladar instintivo, se llama.

En China degustan el hong shao rou plato venerado por el glotón y cabrón de Mao, pero en una aldea del norte de Zamora probé una vez un guiso semejante que me pareció exquisito. Andaba de zascandil buscando una ruinosa ermita troglodita que no encontraba cuando me topé con una casucha de pastor en medio de la nada junto a un enorme nogal que parecía sacado de un cuento de los Grimm. Fuera hacía muchos grados bajo cero, neviscaba aunque era abril y al empujar la puerta me encontré con un hombre amable de edad indefinida, entre los cincuenta y los ochenta, afanado en las brasas de una buena chimenea, los mastinacos que le acompañaban apenas levantaron las orejas cuando dije buenas tardes. Yo puse la bota, pan reciente y mandarinas, él me ofreció aquella delicada vianda, tocino de cocido, cortado en lonchas regulares y dorado apenas en la sartén con un chorro de vino dulce, comino y azúcar. El tío era un gourmet avant la lettre. Sobre el pan de tahona comprado recién hecho esa mañana aquel tocino tostado y agridulce que se deshacía en la boca fue un manjar. Después, gracias a las indicaciones del pastor, encontré las ruinas de la ermita y a otra cosa.
A veces, con las sobras tocineras de un cocido, hago este bocadillo contra las glaciaciones por venir. Sabe mejor en invierno y en el campo, tras una larga caminata, apoyado con vino en bota, mirando un horizonte de montañas con nieves recién hechas.
 

 

viernes, 11 de diciembre de 2020

FOIE Y VACÍO (Dedicado a nuestro amigo Philippe Albert)


No hay nadie. Comienzan a brillar por el cielo las ristras de satélites de Musk o de Xi Jinping que mantienen el ruido y la furia del mundo, la estela de algún avión de Ryanair que atravesará luego el Atlántico por un módico precio, el silbido de los primeros zorzales que vuelven de Siberia y vuelan hacia el sur y el trompeteo de los ánsares caretos que hibernan en los barbechos junto al río.

 

Aquí no hay nadie. Huyeron todos. Murió el disputado voto del señor Cayo y los últimos ancianos resistentes se fueron a la capital cuando acabaron de perder la memoria y sus nietos pudieron vender el tractor fosilizado en el corral y los trozos de páramo donde nacía antes buen cereal y malas lentejas, lebratos invisibles y codornices veraniegas. Hasta que llegaste tú, que te negaste a vender y que volviste.

 

Las aves migratorias se preparan. Se vuelven obesas para aguantar el invierno. Se atiborran de higos y uvas, semillas e insectos antes de que lleguen las heladas. Bajo la piel de sus pechugas, el estómago y la espalda se acumula una buena capa de grasa, y también en el hígado. Descubrieron estas gorduras tus antepasados y gracias a esos milagros de los metabolismos salvajes y la tradición culinaria que te enseñó tu abuela, guardas en la despensa confits y rillettes, grasa de pato y conservas de foie por si llega mañana o pasado mañana el apocalipsis, el colapso, el fin de los tiempos, la segura y definitiva crisis climática que derrita los polos y convierta por fin esta estepa en un nuevo mar de Tēthýs o tal vez en una isla deserta con dos náufragos perplejos y glotones. Tú y yo.

 

Me llamaste y me invitaste a cenar: “tengo níscalos peras y foie asado, huevos fritos y pan tostado, castañas dulces”. También acabó por decidirme la promesa de cierto Cariñena que aún recordaba. Me hice los trescientos kilómetros recordando tu olor. Me invitaste a ver tu nueva casa, a conocer aquel pueblo donde ya no vivía nadie. Y luego a dormir. Los romanos cebaban las aves con higos, después el maíz colombino sustituyó los antiguos engordes. “Solo por ese foie me hice afrancesada, también por esas tres palabras malsonantes, libertad, igualdad, fraternidad, por el pecho desnudo de la chica de Delacroix, por Baudelaire y por Dumas, por su orgullo y su arrogancia culinaria, sus Burdeos oscuros, sus ostras de Normandía y algunas joyas más que ya te iré nombrando cuando se vaya la luz de esta tarde de lluvia”. Eso me dijiste entonces y yo suelo repetirlo como si fuera mío.

 

Pero cómo no ir a vivir allí, en medio de la estepa y la nada y reconstruir el horno de pan, el pajar de atrás, la ermita con virgen negra, el balcón que da a la solana donde secamos los higos, la chimenea grande de la cocina, el lagar romano, la cama de madera de raíz castaño donde han debido de nacer diez generaciones y de morir doce sabios o trece, los cercados y refugios donde ahora engordas a los patos y este techo en el que cada teja ha servido para proteger el hogar desde los tiempos de Teudis o Luiva o quién sabe. Cómo no ir a estar contigo y reconstruir un rincón de esta España delmolinonamente vacía y desafiar al cemento y al asfalto. Despertarme por la noche cuando el viento helador estremece la casa y sentirme abrigado por tu abrazo en mi espalda. Pasear por el páramo pisando la escarcha. Bañarnos en el río el primer día de abril y repetir de cuando en cuando la cena de aquel día, un hígado entero de pato que abriste en dos y asaste sobre la chimenea en una parrilla que debió ser fenicia cuando nueva. Luego rociaste la víscera tostada al oro viejo con una lluvia de flor de sal de Mallorca y fuiste cortando bocados gruesos de foie que me servías sobre el pan recién tostado. Alternábamos aquello con el pringue anaranjado de los huevos y unos buenos tragos de ese tinto aragonés que predispone la piel a cualquier riesgo, deseo o agonía.

 

Tal vez ya no haya nadie allá lejos, en todas esas ciudades que abandoné para siempre, que se haya acabado por fin el mundo, aunque me temo que aún queda alguno porque cada semana llega la furgoneta a recoger tus conservas de foie micuit, de rillettes y confits. Algunos glotones felices deben de quedar por allí, en los confines urbanícolas. dices, “los demás no me importan, creen que el mundo sigue cabalgando encima de la flecha del progreso, que mañana podrán meter su alma consciente en un ordenador y vivir para siempre, que colonizarán Marte y plantarán allí achicorias y lirios. Aún no se han dado cuenta que eso no vale”. y yo repito aquí tus palabras como si fueran mías.

 

Nosotros, por fortuna, pertenecemos a aquella estirpe que nombró una vez nuestro amigo Manu Lequineche, al raro club de “los faltos de cariño”. Por eso nos buscamos aquí, en medio del páramo desierto y en este pueblo que hoy tiene de nuevo habitantes, por eso hemos reconstruido esta civilización antigua, rara, casi extinta, la de aquellos que saben hacer fiesta sin más gastos que dos cuerpos desnudos, unos vasos de vino, carne y pan, higos y fuego, trabajo y silencio, viento y río. La de aquellos que han vuelto a los pueblos abandonados para saborear el tiempo, para olerlo. Para mí tiene tu olor, que es el olor del universo cuando todo era bueno, mucho antes de Adán y de Eva, del Sputnik y el Mac, del bigbang y de dios. El olor de aquel día, el primero del mundo, tras aquella cena con foie, pan, huevos y vino, antes de amanecer, cuando me desperté en aquel camastrón centenario y tú estabas allí.

 


 

miércoles, 14 de octubre de 2020

RIGATONI LLENOS PARA LEE MILLER

Lee Miller, botas y uniforme fuera, en la bañera que perteneció a Hitler. Con aquel baño, dijo ella, se sacaba “el polvo que traía de Dachau”. Era su venganza poética contra el régimen nazi, al que odiaba visceralmente
Si la fritanga está en nuestro código genético también lo está la pasta. Hay vida más allá de la boloñesa, el pesto y la carbonara. Me gustan los rigatoni gordos rellenos de verdura y salsa de queso de Torta del Casar. Es un plato sencillo y rico, consistente y ligero, untuoso y sutil. Hay quien prefiere “pasta de sobre” a esta pasta sublime, hay quién prefiere el amor con tarjeta de fidelización y puntos acumulables antes que el amor imperfecto del poeta silencioso, hay quién prefiere el exótico confort de un hotel cinco estrellas antes que el precario confort de unos besos en el banco de un parque. Para gustos la vida y sus colores. Pero nada como un beso tumbados en la hierba de abril y nada como unos rigatoni rellenos de verdura.

Pico una cebolla, dos calabacines pequeños y rallo una zanahoria grande, sofrío despacio en un poco de aceite todo esto y cuando está blandito añado un manojo de espárragos trigueros y unas sitake también muy picaditas, corrijo la sal y añado unas briznas de tomillo fresco. Con esta farsa relleno los rigatoni previamente cocidos al dente y los baño con una salsa hecha con medio vaso de nata, cinco cucharadas grandes de Torta del Casar y un poco de vino sauternes.

Los rigatoni tienen la “carne” consistente, gruesa, masticable  y las verduras con la salsa de queso saben de verdad a primavera. Es un plato de tenedor y cuchillo, un guiso a la vez barato y de fiesta.

Guiso dedicado a Elizabeth "Lee" Miller fotógrafa excepcional, reportera, escritora y cocinera. 

Cubierta de "the biography Lives of Lee Miller" de Antony Penrose.


martes, 21 de abril de 2020

ROSAS DE SARTÉN


Según tengo rastreado, las rosas de sartén son un dulce de origen “morisco”. Recuerdo hoy la receta de mi madre de estas “rosas fritas” que tanto me gusta hacer con ella. Ojo, en los postres sí hay que ser meticuloso con pesos y medidas: dos huevos, un cuarto de litro de leche en la cocemos un cuarto de flor de vainilla, una cucharada sopera de anís seco, más ciento setenta gramos de flor de harina y lo batimos todo. Luego sumergimos el extraño hierro en el aceite caliente (el utensilio parece un arma alienígena que disparará, si apretamos el mango, algún rayo fluorescente y fatal) y entonces comenzamos la danza de hundir el hierro en la masa líquida y de inmediato al aceite. La rosa o flor de sartén se desprende en segundos y nada burbujeante, se hace sólida, se dora, la sacamos al papel secante y cuando la vamos a comer la pintamos con unos hilitos de miel tibia. El hierro se puede comprar en cualquier mercadillo, cuando la vida vuelva a la calle.

La última expulsión de los españoles moriscos, repito de nuevo: “españoles-moriscos”, fue ordenada por el h.p. (sí, las letritas significan lo que piensas) rey Felipe III entre 1609 y 1613. Se estima que fueron desterradas unas 300 000 personas que tuvieron que irse de su país, de su pueblo, de su casa, de sus vidas tranquilas para siempre, casi con lo puesto, malvendiendo sus posesiones, siendo muchas veces robados por el camino.
Pero algunos pueblos lucharon contra esta infamia. Me produce especial emoción la historia un pequeño pueblo llamado Villarubia de los Ojos, que está junto a las Tablas de Daimiel. Se llama “de los Ojos” porque está muy cerca de “los Ojos del Guadiana” un paraje donde antes surgía como de la nada el precioso río Guadiana (hoy ya no es tan precioso, ni surge). Es curioso que la palabra "ojos" venga precisamente de un confusión etimológica de árabe ʕayn ( ﻋﻴﻦ , plural ʕuyūn ﻋﻴﻮﻥ) que significa tanto "ojo" como "fuente y manantial".

El pueblo de Villarubia tenía casi un 40% de población morisca. Y estos españoles-moriscos, tras ser expulsados, volvieron a escondidas a sus casas (o hicieron como que se iban pero no se fueron) y luego la totalidad de sus vecinos, del más noble al más plebeyo, les encubrieron e hicieron todas las trampas legales e ilegales, posibles e imposibles para que no fueran de nuevo expulsados. Y allí se quedaron.

Cuando por casualidad visité en el 1992 el pueblo, ese año de fiestas de “descubrimientos” pero también de memorias menos rememorada por otras tristes expulsiones, en la calle principal, en una anodina tienda de pan, miel y chucherías, vi que vendían muchas cajas con dulces fritos y también estas rosas deliciosas que inventaron los españoles moriscos y que también hacíamos nosotros en Extremadura; todos españoles mil leches si rascamos la seca tierra de la historia, o mil leches a secas, sin trapillo.

Villarubia de los Ojos, se llama el pueblín, y es de esos pueblos que a uno le llena de “orgullo y satisfacción” haber visitado y saber su secreto. https://www.rtve.es/…/otros-documentales-expulsion…/4002920/

miércoles, 1 de enero de 2020

EMI & BENI

Me dices que quieres ostras y yo recuerdo a Botticelli, aunque la concha de su venus fuera otra y me viene a la cabeza también doña Emilia Pardo Bazán, no porque perdiera como tú las bragas por la ventana de su carruaje en uno de sus cariños con Galdos, sino porque me gusta mucho su receta de ostras escabechadas.

Te recuerdo que los yacimientos ostreros de épocas paleolíticas y neolíticas suponen gigantes montañas de millones de conchas y muchos metros de profundidad. Comer ostras era siempre más fácil que pinchar a un mamut con un palito afilado o perseguir a un uro cabreado o cazar a una ardilla de una pedrada. Éramos cazadores, pero sobre todo recolectores de aquellos alimentos que eran fáciles de encontrar y atrapar. Las costas estaban llenas de abundante marisco: caracoles, almejas, lapas, ostras cuyo cocinado no requería tener un título del Cordón Bleu sino un puñal de sílex, quizá unas brasas y sobre todo hambre. Luego leemos los empachos de Brillat-Savarin y sus colegas, las docenas y docenas de ostras que se jincaban para desayunar y nos asombra su facilidad devoradora pero es que la afición ya venía de largo.

Se abren unas ostras grandes, mejor quince o veinte o treinta. Ya que se pone uno, la práctica lo es todo y abrir sus conchas siempre tiene cierto peligro de morir desangrado por un desliz del cuchillo. Yo tengo una Opinel diseñada para este arte, pero vale cualquier cuchillo corto, con punta y buen mango. Secamos los cuerpecillos con un paño, las rebozamos con una buena harina de maíz y las freímos en abundante y caliente aceite en el que antes hemos dorado unos dientes de ajo fileteados. Con un minuto vale.

Te cuento que hasta entonces, en los lugares donde se recolectaban, las ostras eran baratas, otra cosa era querer llevarlas hasta Yuste, de pozo de hielo en pozo de hielo y por la noche, para que el pirado de Carlos I se consolase tragando unas docenas con cerveza caliente. O que en ciudades alejadas de la costa llegasen vivas y no convertidas ya en una bomba podrida e intoxicante. Luego el transporte fue mejorando, se convirtieron en una moda aristocrática por el burdo rumor de suponerse afrodisiacas, la burguesía o la plebe con posibles quiso imitar el gusto, el erotismo venusino y se disparó su precio. Pero la demanda de ese nuevo mercado o moda y las enormes salinas abandonadas disponibles propiciaron el crecimiento de la ostricultura en el siglo XVIII. Y así hasta hoy, que comer ostras es casi asequible en cualquier parte del mundo. Pero antes de los aviones, las cámaras frigoríficas y el master chef, había gente aficionada al bicho tierra adentro o momentos en los que a uno no le apetecía andar a la intemperie en invierno y con alta marejada, con el culo al aire, para rapiñar unas cuantas ostras en un acantilado peligroso, así que inventamos como conservarlas, ya sabes, el bendito escabeche. Con esa maravilla vinagrosa y milagrosa se pueden conservar unos barbos de río, unas perdices quijotescas, tres cuñados pesados y unas ostras gallegas o normandas como las que tengo ahí.

Doña Emilia era una mujer admirable, una escritora estupenda y una cocinera fina que además escribió dos libracos de cocina que tengo en esa librería y uso mucho. Se titula uno “la cocina española moderna” y el otro “la cocina española antigua”, para qué andarse con rodeos. Los gilipollas de la Academia de la Lengua de entonces no quisieron admitirla y hasta uno la insultó diciendo que su culo gordo no cabría en el sillón letrado. Alguien que no sepa apreciar el culo generoso de una señora o es un simple o un imbécil. Por suerte su amigo Benito siempre supo apreciar su anatomía y aún más su inteligencia. Leer su correspondencia erótica nos enseña mucho de todo eso del deseo y sus placeres en tiempos del satisfyer y el porno online. Galdós y la Bazán se amaban, se admiraban y eran capaces de comerse dos docenas de ostras escabechadas y luego echar un polvo en uno de esos simones capotados saltando por el imposible adoquinado del Madrid del XIX. Los admiro.

Tras sacar las ostras de la sartén pasamos el aceite por una manga de tela para limpiarlo de grumillos harineros y pochamos en esa grasa una cebolla, un puerro y dos zanahorias cortados en juliana, un puñadín de pimienta negra en grano y dos hojas de laurel. Añadimos entonces un vaso de vino blanco y otro vaso de vinagre suave, dejamos cocer a fuego lento hasta que se evapore el alcohol, probamos el punto de sal, acidez y al gusto podemos suavizar este escabeche con una cucharada de azúcar. Añadimos entonces las ostras, los ajos fritos y las dejamos infusionar ahí, a fuego lentísimo cinco minutos, retiramos la sartén del fuego y las dejamos enfriar ahí sumergidas. La receta de Doña Emilia es algo diferente pero esta es la mía. Además voy a abrir ese champán tan bueno que me has traído, las cosas buenas es mejor saborearlas todas justas no sea que mañana sea el apocalipsis o cualquier cosa peor. Abre la boca y cierra los ojos. Estas las hice ayer. Sabían que te iban a gustar mucho más que las crudas de siempre con la maldita gota de limón. Luego te leo una de las cartas de amor de doña Emilia e intentamos una versión a nuestro modo. Ya sabes que en el gusto por el sexo, las ostras y las grandes novelas debemos aprender mucho del refinamiento bruto de nuestros abuelitos. Sobre todo de Benito y de Emilia.