martes, 28 de noviembre de 2017

CODORNICES RELLENAS DE OSTRAS


Me dijiste que tu bisabuelo fue uno de los cocineros del último emperador Aisin-Gioro Pu Yi  y que, ya muy anciano, también cocinó para Mao uno de esos platos grasientos de panceta guisada con anís estrellado y salsa de soja que tanto le gustaban al tirano.

Tú también eres cocinera. Lo afirmas con orgullo de estirpe, tras aquel bisabuelo cuyo nombre era Linh, también lo fue tu abuelo, tu madre y ahora tú, aunque ejerzas el oficio luchando contra los wok en uno de estos extraños restaurantes “orientales” de buffet libre que comienzan a proliferar en la ciudad.
Cuando sales de allí, tras una extenuante jornada de diez horas por seiscientos euros que incluye preparar las viandas, atender a los fuegos en las horas de comidas y limpiar luego todo el cacharrerío, me llevas a una cervecería de la parte vieja de la ciudad para beber unas jarras heladas y morder unas anchoas.

Viniste de lejos, tu madre se embarcó en Hong Kong por error en un carguero español huyendo de todos los dragones sangrientos que ha engordado en China durante tantos siglos, tú tenías cinco años. Hoy eres española y apenas sabes unas pocas palabras de Wu. El mecánico del barco, quién sabe por qué oscuros vericuetos del corazón de un hombre, se apiadó de tu jovencísima madre y luego, en los días de trayecto, se enamoró de ella. Los casó el capitán, no pudieron esperar a entenderse en un idioma distinto al del amor. Quién sabe por qué extraños acertijos del corazón de un hombre la quiso con cariño y respetó su vida entera, a pesar de las muecas familiares y la extrañeza de los vecinos de aquel pequeñísimo pueblo cercano a Vigo. Quién sabe por qué extraños laberintos de la memoria de un hombre para él no hubo otra desde entonces, aunque en todos los puertos del mundo donde recalaba el enorme barco había sirenas, venus y medusas bellísimas. Quién sabe por qué extraños caminos del corazón de un hombre tu fuiste su hija desde siempre, en tus recuerdos de niña, de adolescente, de joven, vive un hombretón gigante como un armario que arreglaba motores de dos mil toneladas y varios pisos de altura y que te amaba como nadie amó nunca a ninguna emperatriz oriental en toda la historia de China.


Hoy estudias lejos de ellos ingeniería mecánica por comenzar una nueva saga profesional. Con apenas veinte años te has emancipado ya gracias a que tu madre te enseñó a cocinar y que tus rasgos orientales pegan con la imagen de marca de ese infame restaurante. Pero hoy en tu casa cocinas para mi uno de esos delicados platillos preferidos del último emperador Puyi cuyo secreto ha pasado por los tuyos durante cuatro generaciones. Rellenas las codornices salvajes que volaron desde África para hacerse la corte en los secarrales castellanos con un atado de hierbas tiernas en el que distingo los berros, el cilantro, el tomillo y la salvia y junto a las hierbas introduces en el vientre del ave tres hermosas ostras crudas. Me cuentas entonces parte del secreto. Antes has mantenido las avecillas varios días en un marinado de vino de arroz, zanahoria, puerros, pimienta de Sichuan tostada, aceite de ajonjolí y una cucharada de salsa de ostras. Bien escurridas y tras el relleno, has albardado los pájaros con una finísima loncha de tocino especiado con misterioso polvillos y las has horneado a fuego fuerte apenas quince minutos.
Sobre una cama de arroz, también salvaje, para hace honor a las codornices, has colocado sus cuerpecillos dorados que ahora comemos sin palillos, con los dedos, rechupeteando cada huesecillo y rebuscado en sus entrañas quién sabe qué delicias. Dices: Así las comía Puyi  de niño, antes de caer en desgracia, cuando se escapaba de la corte y se perdía en las gigantescas cocinas de palacio. Así las comemos hoy en esta pequeña buhardilla de Lavapiés mientras abajo, en la calle, tal vez comienza a caer un nuevo imperio.


domingo, 26 de noviembre de 2017

FILETE RUSO DE PERDIZ EN BOCADILLO



A veces no me fío de las formas, los colores o la armonía visual de los guisos. Mi tío abuelo Víctor era ciego así que de niños jugábamos a veces a taparnos los ojos y descubrir como era el mundo sin luz. Por eso muchas veces cuando beso o cuando me como algo cierro los ojos. Intento borrar todas las distracciones, concentrarme en el tacto y el sabor.

La sociedad del siglo XXI es la más visual de la historia, el resto de sentidos, aunque importantes, son valorados muy por detrás de lo que vemos. Pero yo, para saber de verdad si algo está rico cierro los ojos y lo saboreo despacio, ya sean unos labios o un alimento. “Hay que estar ciego para no darse cuenta” de cómo nos engañan con tintes, trampantojos y disfraces, de cómo nos reeducan el gusto o lo que hemos de considerar como belleza “entrando por los ojos”.

Deshueso y desmenuzo con cuidado la carne de dos perdices estofadas y escabechadas con el vinagre justo, mucho tomillo, ajo y dos días de reposo. Añado a esta carne un poco de cebolla triturada que ha nadado con ella estos días en la cazuela, pimienta, pizca de pimentón, un huevo batido, un poco de harina y la pasta de una anchoa. Amaso la mezcla y hago con ella pequeños filetes rusos que rebozo en pan rallado y doro en la sartén. Añado a cada filete una cucharada de ketchup que he fabricado con tomates secos rehidratados y tomates maduros pelados, un poco de miel, otro poco de ají picante y aceite de oliva.

Me como en bocadillo este guiso de caza otoñal, con los ojos cerrados y la memoria atenta. Remojo el paladar en tintorro y me pregunto en qué lugar se esconde la belleza invisible, esa que disfrutamos al despertar en la hora de la noche más oscura jugando con otro cuerpo, cuando la luz de las cosas está dentro y sólo contamos con los dedos y el paladar para sentir el sabor de la verdad.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

PATÉ PARA LA NOCHE BOCA ARRIBA


Nada era digital entonces y la prisa no tenía ese gusto metálico y siniestro. Pero ya sabías que el tiempo era ese vertedero lleno de diamantes por el que pasamos cada día sin agacharnos a coger lo que era de nadie y es tan nuestro, tan íntimo. Tal vez hacer un buen paté y hacer el amor fueran entonces cosas bien distintas. Más para saborear ambos era necesario tener hambres idénticas y similar libertad para investigar sabores. "Mezclar, confundir las substancias, unir lo distinto, conseguir que cada sabor permanezca y que todos juntos suenen o sepan diferentes sobre la lengua".

Ponías a remojo con un poco de agua y ron las tropetas de la muerte. Cocías despacio la lengua de ternera y la liebre con su ramillete de hierbas y su botellón de vino tinto. Cuando estaba tierna la lengua y la caza deshuesabas bien su cuerpo y picabas la carne de sus muslos en trozos regulares. Hacías también unos dados con la lengua. Añadías un poco jamón, otro poco de tocino ibérico y de foie crudo. Pasabas por el chino el hígado de cerdo triturado, añadías un poco de gelatina neutra, media copita de Pedro Jiménez, salpimentabas de forma generosa  y amasabas todos los ingredientes antes de verter la farsa en el molde. Falta la media hora larga de baño María y hacer las dos salsas que le acompañaban. Una muy verde con aceitunas, anchoas, berros y aceite. Otra muy dorada con cebolla confitada, manzana reineta asada, zumo de naranja y un punto de Cointreau.

Comíais el paté con cuchillo y tenedor, con vino y pan, con hambre y con deseo. Era un guiso canalla y antiguo, conservador y barroco, sólo apto para paladares maduros y deseos sin prejuicios o religiones que condicionasen saborear con ganas y malicia la vianda. Una comida sólo apta para vampiros y vampiresas de cualquier edad que sabían vivir la noche boca arriba. Al menos no hacía falta tener los colmillos afilados ya que el paté estaba blandito. "Mezclar, unir lo distinto, conseguir que cada sabor permanezca y que todos juntos suenen diferentes sobre la lengua"

Tras la fotografía de la casa, ya en ruinas, apuntaste la receta del paté como quien escribe el mensaje del naufrago. Ya no quedaba nada. Tan sólo su enorme caparazón de tortuga prehistórica. Luego caminaste despacio entre los naranjos y los mandarinos abandonados. Dejaste allí las fotos. Sólo las de papel.


lunes, 13 de noviembre de 2017

LASAÑA DE MANZANA CON LOPE



Entonces descubrió cuál era la mejor forma de saber si era "amor". Tenían por delante varios días sin otra ocupación que follar, comer y dormir, así que en algún momento el cuerpo se quedó atrás. Agotados, satisfechos, sin embargo en su cabeza querían más, no dejar de tocarse, seguir curioseando en las caricias. Conversar,  indagar de nuevo en la historia de Asja Lacis y Benjamin, reconocerse en ellos, entender que iban de la mano al mismo paso por esa intimidad, que los dos tenían el mismo empeño glotón de seguir chupando, besando, mordiendo a la espera de que los cuerpos volvieran a tener fuerzas y más ganas.

Se levantó a cocinar algo rápido. Se le hacía insoportable estar en los fogones, tan lejos, y no allí, en el revoltijo sudado de su cama, pegado a su olor. Recordó una receta de hace siglos. Repartió en la pequeña fuente, por capas, finas láminas de manzana reineta y una farsa de migas de bacalao desalado, cebolla confitada y un poco de guindilla, cubrió la lasaña con una bechamel cargada de nuez moscada y la metió al horno. Volvió corriendo con ella. Aguardaron con impaciencia unos veinte minutos. Detrás de la cristalera comenzó una lluvia furiosa o celosa que les escondió el mar. 

Asja, tras volver de Siberia, visitó a Brecht en Berlin. Fue él quién le contó el final de Benjamin. De vuelta a Moscú recordó aquellos días y volvieron a sus labios "lo que había en ella que había sido él".

Si cuando no queda ni rastro de deseo en tu cuerpo sigues queriendo más, si teniendo un trozo de paraíso fuera de la casa prefieres el horizonte de su culo, si hablar de cualquier cosa ya es una fiesta emocionante, si comienzas a comer la lasaña soplando sin esperar a que su calor deje de quemar los labios. "Eso es amor, quien lo probó lo sabe".
(de: “El Barco Caníbal”. Fragmentos desechados)

jueves, 2 de noviembre de 2017

(Notas de viaje, octubre 2001) RICOS MELINDRES, PATRIAS ADOPTIVAS.

Voy un par de mañanas a los mercados de Chinatowm y la Pequeña Italia y me siento transportado a cualquier ciudad mítica del remoto Oriente. Los carteles, los gestos, las mercancías, el ajetreo mañanero de la gente comprando la comida en los puestos al aire libre son los de allí, no los de yanquilandia, además compruebo y reitero con asombro y sorpresa que los dependientes no entienden el inglés y tienen que llamar a alguien de la tienda que medio lo chapurrea para que me atienda. Hay frutas y verduras extrañas que jamás he visto, mil clases de peces y mariscos que se venden vivos y se exponen en acuarios y cubos con agua, galápagos, ranas inmensas, anguilas, tilapias, carpas boqueantes, patas de gallina, crestas, vísceras de todos los colores y formas de animales casi mitológicos o sin casi. Intuyo que por estas calles, en estos mercados no vienen los guiris a comprar o a comer, sin embargo siento una extraña familiaridad en esta forma de vender y de regatear, en esos alimentos descubro que los extremeños tenemos algo de chinos o los chinos de extremeños, debe ser la necesidad, la cultura de la carencia, el ingenio del hambre porque también nuestra cocina está o estaba llena de platillos exquisitos con vísceras, lagartos y ranas, extrañas yerbas del campo, suculentos alimentos de nombres sospechosos que hacen arrugar el entrecejo a más de un turista despistado. Entramos en un sitio a comer, la dependienta ni jota de inglés de nuevo, viene el dueño que medio entiende y pedimos unos cuantos melindres innombrables, nos ponemos a comer mezclados con la gente que mira como diciendo "estos guiris tontinacos no saben dónde se han metido", pero apiolo con gusto y normal habilidad de palillos los alimentos y comento en español que está todo muy rico, para chuparse los dedos, entonces cada cual vuelve a lo suyo y dejan de mirarnos, han descubierto que no somos yankis despistados, tal vez no sepan de donde demonios somos, pero no importa, han visto que me gusta mucho su comida y eso, en todas partes, en todas las ciudades, para todas las culturas que conozco es lo que importa, es un intuitivo signo de respeto, aprecio y de complicidad.