miércoles, 1 de enero de 2020

EMI & BENI

Me dices que quieres ostras y yo recuerdo a Botticelli, aunque la concha de su venus fuera otra y me viene a la cabeza también doña Emilia Pardo Bazán, no porque perdiera como tú las bragas por la ventana de su carruaje en uno de sus cariños con Galdos, sino porque me gusta mucho su receta de ostras escabechadas.

Te recuerdo que los yacimientos ostreros de épocas paleolíticas y neolíticas suponen gigantes montañas de millones de conchas y muchos metros de profundidad. Comer ostras era siempre más fácil que pinchar a un mamut con un palito afilado o perseguir a un uro cabreado o cazar a una ardilla de una pedrada. Éramos cazadores, pero sobre todo recolectores de aquellos alimentos que eran fáciles de encontrar y atrapar. Las costas estaban llenas de abundante marisco: caracoles, almejas, lapas, ostras cuyo cocinado no requería tener un título del Cordón Bleu sino un puñal de sílex, quizá unas brasas y sobre todo hambre. Luego leemos los empachos de Brillat-Savarin y sus colegas, las docenas y docenas de ostras que se jincaban para desayunar y nos asombra su facilidad devoradora pero es que la afición ya venía de largo.

Se abren unas ostras grandes, mejor quince o veinte o treinta. Ya que se pone uno, la práctica lo es todo y abrir sus conchas siempre tiene cierto peligro de morir desangrado por un desliz del cuchillo. Yo tengo una Opinel diseñada para este arte, pero vale cualquier cuchillo corto, con punta y buen mango. Secamos los cuerpecillos con un paño, las rebozamos con una buena harina de maíz y las freímos en abundante y caliente aceite en el que antes hemos dorado unos dientes de ajo fileteados. Con un minuto vale.

Te cuento que hasta entonces, en los lugares donde se recolectaban, las ostras eran baratas, otra cosa era querer llevarlas hasta Yuste, de pozo de hielo en pozo de hielo y por la noche, para que el pirado de Carlos I se consolase tragando unas docenas con cerveza caliente. O que en ciudades alejadas de la costa llegasen vivas y no convertidas ya en una bomba podrida e intoxicante. Luego el transporte fue mejorando, se convirtieron en una moda aristocrática por el burdo rumor de suponerse afrodisiacas, la burguesía o la plebe con posibles quiso imitar el gusto, el erotismo venusino y se disparó su precio. Pero la demanda de ese nuevo mercado o moda y las enormes salinas abandonadas disponibles propiciaron el crecimiento de la ostricultura en el siglo XVIII. Y así hasta hoy, que comer ostras es casi asequible en cualquier parte del mundo. Pero antes de los aviones, las cámaras frigoríficas y el master chef, había gente aficionada al bicho tierra adentro o momentos en los que a uno no le apetecía andar a la intemperie en invierno y con alta marejada, con el culo al aire, para rapiñar unas cuantas ostras en un acantilado peligroso, así que inventamos como conservarlas, ya sabes, el bendito escabeche. Con esa maravilla vinagrosa y milagrosa se pueden conservar unos barbos de río, unas perdices quijotescas, tres cuñados pesados y unas ostras gallegas o normandas como las que tengo ahí.

Doña Emilia era una mujer admirable, una escritora estupenda y una cocinera fina que además escribió dos libracos de cocina que tengo en esa librería y uso mucho. Se titula uno “la cocina española moderna” y el otro “la cocina española antigua”, para qué andarse con rodeos. Los gilipollas de la Academia de la Lengua de entonces no quisieron admitirla y hasta uno la insultó diciendo que su culo gordo no cabría en el sillón letrado. Alguien que no sepa apreciar el culo generoso de una señora o es un simple o un imbécil. Por suerte su amigo Benito siempre supo apreciar su anatomía y aún más su inteligencia. Leer su correspondencia erótica nos enseña mucho de todo eso del deseo y sus placeres en tiempos del satisfyer y el porno online. Galdós y la Bazán se amaban, se admiraban y eran capaces de comerse dos docenas de ostras escabechadas y luego echar un polvo en uno de esos simones capotados saltando por el imposible adoquinado del Madrid del XIX. Los admiro.

Tras sacar las ostras de la sartén pasamos el aceite por una manga de tela para limpiarlo de grumillos harineros y pochamos en esa grasa una cebolla, un puerro y dos zanahorias cortados en juliana, un puñadín de pimienta negra en grano y dos hojas de laurel. Añadimos entonces un vaso de vino blanco y otro vaso de vinagre suave, dejamos cocer a fuego lento hasta que se evapore el alcohol, probamos el punto de sal, acidez y al gusto podemos suavizar este escabeche con una cucharada de azúcar. Añadimos entonces las ostras, los ajos fritos y las dejamos infusionar ahí, a fuego lentísimo cinco minutos, retiramos la sartén del fuego y las dejamos enfriar ahí sumergidas. La receta de Doña Emilia es algo diferente pero esta es la mía. Además voy a abrir ese champán tan bueno que me has traído, las cosas buenas es mejor saborearlas todas justas no sea que mañana sea el apocalipsis o cualquier cosa peor. Abre la boca y cierra los ojos. Estas las hice ayer. Sabían que te iban a gustar mucho más que las crudas de siempre con la maldita gota de limón. Luego te leo una de las cartas de amor de doña Emilia e intentamos una versión a nuestro modo. Ya sabes que en el gusto por el sexo, las ostras y las grandes novelas debemos aprender mucho del refinamiento bruto de nuestros abuelitos. Sobre todo de Benito y de Emilia.