lunes, 29 de febrero de 2016

SANDÍA CON LAS MANOS


Pintura de: Charles Ethan Porter (1890)
Escondidos, quién sabe de qué persecuciones o de qué memoria o de que jaurías. Juegan sin saber, sin demostrar que saben, sin recordar lo que aprendieron antes o con quién. Tampoco las palabras significan mucho, se divierten diciendo y no diciendo, sin miedo a vulnerar ninguna prevención, sin obligarse a decir verdad, sin inventar fabulaciones para sentirse bien tan juntos. Se comieron ayer, con las manos como único cubierto, un pollo asado grande y varias botellas de sidra helada compartidas a morro. De postre una sandía y desde entonces nada. Se han pasado la noche hablando y follando sin saber ahora muy bien si hubo separación entre ambas dichas o fue todo un fluir del que no se han cansado por ahora. Tal vez porque ya se conocían, de tantos años juntos viviendo en paralelo sin tocarse, viendo como cada cual enlazaba amores y cambios de maleta, errores y equívocos, cortes de pelo y canas, todo lo que alguien se atrevió una vez a llamar experiencia y sólo es humo. Ella salió después a correr durante largo rato y él preparó zumo de papaya, naranja y menta, ensalada de escarola con queso, nueces picadas y vinagreta dulce. Cuando llegó, con la piel caliente y brillante de sudor no quiso borrar con una ducha su sabor, ni él tampoco. Allí siguen escondidos, emboscados, a salvo, en un tiempo remoto que no corre parejo a este febrero que acaba, al margen, donde sólo los valientes se atreven a vivir. 

jueves, 18 de febrero de 2016

CENA CON COLETTE


(el capullo de su primer marido firmaba sus primeras obras cuyos derechos tardó muchos años en recuperar)
Releo “Claudine en la Escuela” de la escritora Colette. La novelita se editó en la fecha redonda de 1900. Su vida fue larga, divertida, libre, dura, luego gloriosa…
Saboreo en sus aventuras el perfume de la libertad, el salvajismo, el deseo, el libertinaje, la frescura de una mujer de 27 años que viviría los mejores años de París. Ese París que nos pinta con ternura Woody Allen en “Midnight in Paris”. Colette era pequeña, regordeta, glotona. Ya muy mayor, al cumplir los ochenta, el gran chef Raymond Oliver la invitó a ella y a su amigo Curnonsky, de su misma edad, a una liebre royale. El chef se esmeró y preparó un “puré de liebre” delicioso, guisado con Burdeos y Sauternes, vinos que luego acompañaron el festín y que degustaron ambos, felices, alternando las copas, brindando por la vida, la memoria, la amistad. Igual de seductora y magnética con veintisiete que con cincuenta u ochenta años, igual de vital, optimista, hambrienta de vida. Eso escribieron quienes la conocieron.
He guisado alguna liebre royal pero nunca he utilizado el rico Sauternes en la preparación. Disfrutarán “Midnight in Paris” sobre todo los lectores que consideramos los libros “el amor de nuestra vida” y de “Claudine” y de la liebre royal los glotones de vida, lo que no se conforman, los que sueñan y sonríen y tienen ganas de amor, carne, caricias con veinte y con ochenta años.
Ayer guisé tallarines chinos con ostras, pollo, cebolla y calabacín. Le pido los tallarines sin nada al cocinero de un pequeño restaurante de mi barrio y luego hago yo el comistrajo en mi casa. Casi lo mejor del plato son los sencillos tallarines que el cocinero golpea y estira a la vista. No es tiempo de liebres ya, pero la primera que cace el otoño que viene seguiré la receta del excelso Raymond y derrocharé Burdeos y Sauternes. Lástima no poder invitar a Colette.

lunes, 8 de febrero de 2016

AMOR A... LA FRITANGA IV


Reinventar, fabular la cocina, huir de lo anticuado. Esa palabra que repele tanto al español “modelno” y que se confunde con: pasado, viejo, carca, conservador, estofados pardos… Pero a mi lo “anticuado” es lo que más me gusta hoy. El anticuado beso de deseo, el anticuado sexo bien despacio, al anticuado guiso sin sorpresa, una anticuada tortilla de patata o la anticuada sopa o la anticuada momia de bacalao o un anticuado verso.

La cocina anticuada, ya arqueológica, me gusta, me hace feliz. Nada más actual, joven, innovador, rabioso de futuro que la cocina anticuada o ese amor anticuado que no busca convertir en espuma un potaje ni hacer malabarismos o terapia sexual con la entrepierna, que no quiere un cocido minimalista zen ni un ligue apropiado y saludable. De ahí mi interés estos días por el mundo de la fritanga y sus fronteras. La patria del aceite de oliva caliente, tan anticuado y tan mágico. Algunos cabrones, dietólogos, astrólogos, vendemotos, charlatanes, matasanos dicen que el aceite, que los fritos, engordan, no te jode, que novedad, es una grasa, no va a ser adelgazante. Pero la fritanga es una ideología potente, viva, contumaz, nos tatuaron la adicción seguramente antes de soltar la teta de nuestra madre y es imposible ser ex-fritívoro sin caer en la melancolía o, peor, en la tristeza.

Hoy me voy a hacer unas patatas fritas. Las corto en juliana gorda, las lavo bien en agua, las seco con un paño. Las hago nadar en la sartén con aceite caliente abundante, pero no demasiado caliente, después, cuando ya están blandas, subo el fuego para que se doren y crujan y añado dos dientes de ajo muy picado el último minuto. Las saco de la sartén sobre papel de cocina y derramo una lluvia de sal. Acompaño la fritanga de patatas con un salmorejo suave, un poco de mahonesa, mojo rojo y pesto casero. Voy pringando en una u otra salsa y sintiendo como el aceite me engrasa los gorces del alma y la entrepierna.

jueves, 4 de febrero de 2016

PALOMETA EN PISTO


Se quedo allí sentado esperando, y no volvió nunca. Durante años había construido un hogar, un refugio, un lugar donde nunca les tocase la intemperie, con ventanas al oeste, chimenea, libros para arrumbar el miedo en las noches en las que no nos vence el sueño, guisos para alegrar la piel y la compañía. Pero no fue suficiente. Descubrió entonces que hablaban idiomas distintos y que distintas eran sus edades y dichas.

De todo aquello no queda casi nada, un rumor de olas o de hojas, un olor a veces, una caja de cartón llena de momentos que ya no abrirá. Nombra todo eso sin mover los labios mientras corta los pimientos, pela los tomates y los calabacines, trocea las setas y contempla como se van dorando los ajos en la sartén grande. No se siente viejo, ni cansado, ni derrotado pero de toda aquella vida solo le queda cocinar este pisto con el que luego cubrirá los lomos limpios y desespinados de una palometa que dejará en el fuego apenas cinco minutos. El aroma del guiso se extiende por el jardín. La mata grande de adelfas rojas, la buganvilla enredadora que no soportaba las heladas, la higuera dormida, la parra, los jazmines. Lo cuidaba todo pero nada de esa belleza la sentía tuya. Él prefirió siempre el campo común y descuidado, las riveras de las gargantas, los alcornoques sin dueño.

Hoy el pescado más barato y las verduras más sencillas son ese hogar. Sobre una fuente pequeña y antigua del ajuar de Ángela ha servido el guiso. Moja pan en el pisto y se mete en la boca un pedazo, muy caliente aún, de palometa. Jugosa y consistente, dulce y frutal por la acidez del pisto. El sabor es idéntico a como lo recordaba.  

Todo a su alrededor esta quemado. Y también dentro. Quemado y dormido. Hace mucho frío, pero ha querido salir al jardín destruido y comer ahí, en la mesa de piedra, en compañía del sol y nada más, esta palometa con pisto. El fuego lo arrasó casi todo pero a él no le importan las cenizas, aunque duelan. Después de comer cuelga la hamaca brasileña y cierra los ojos. El frío no le toca. Suena el río no muy lejos, donde ha sido intensamente feliz muchas veces. No había vuelto a cocinar palometa con tomate desde entonces.

Luego se viste de pescador y se pierde río arriba. Y yo escribo lo que piensa: Tal vez ya sea tiempo de encender de nuevo un hogar.