Reinventar, fabular la cocina, huir de
lo anticuado. Esa palabra que repele tanto al español “modelno” y que se
confunde con: pasado, viejo, carca, conservador, estofados pardos… Pero a mi lo
“anticuado” es lo que más me gusta hoy. El anticuado beso de deseo, el
anticuado sexo bien despacio, al anticuado guiso sin sorpresa, una anticuada
tortilla de patata o la anticuada sopa o la anticuada momia de bacalao o un
anticuado verso.
La cocina anticuada, ya arqueológica, me
gusta, me hace feliz. Nada más actual, joven, innovador, rabioso de futuro que
la cocina anticuada o ese amor anticuado que no busca convertir en espuma un
potaje ni hacer malabarismos o terapia sexual con la entrepierna, que no quiere
un cocido minimalista zen ni un ligue apropiado y saludable. De ahí mi interés
estos días por el mundo de la fritanga y sus fronteras. La patria del aceite de
oliva caliente, tan anticuado y tan mágico. Algunos cabrones, dietólogos,
astrólogos, vendemotos, charlatanes, matasanos dicen que el aceite, que los
fritos, engordan, no te jode, que novedad, es una grasa, no va a ser
adelgazante. Pero la fritanga es una ideología potente, viva, contumaz, nos
tatuaron la adicción seguramente antes de soltar la teta de nuestra madre y es
imposible ser ex-fritívoro sin caer en la melancolía o, peor, en la tristeza.
Hoy me voy a hacer unas patatas fritas.
Las corto en juliana gorda, las lavo bien en agua, las seco con un paño. Las
hago nadar en la sartén con aceite caliente abundante, pero no demasiado
caliente, después, cuando ya están blandas, subo el fuego para que se doren y
crujan y añado dos dientes de ajo muy picado el último minuto. Las saco de la
sartén sobre papel de cocina y derramo una lluvia de sal. Acompaño la fritanga
de patatas con un salmorejo suave, un poco de mahonesa, mojo rojo y pesto
casero. Voy pringando en una u otra salsa y sintiendo como el aceite me engrasa
los gorces del alma y la entrepierna.
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