Ella pensaba que estaba demasiado delgada. Se levantó de la cama y se tapó
en un segundo con el viejo albornoz como si aún le pesase el pudor de una
adolescencia ya remota. Él imaginó un par de frases para explicar lo mucho que
le gustaba su culo, pero no dijo nada. Se hizo el dormido mientras ella
trasteaba en la cocina y colocaba algunas piñas secas y troncos en la chimenea.
Dijo entonces las frases y después buenos días aunque ya eran las cuatro de la
tarde.
Había hecho garato de palometa, una receta sefardí antigua como la sal. Los
dos filetes limpios de piel y de espinas reposaron dos días bajo una
capa de sal con pimienta. Se levantó de la cama y preparó en la cocina los
alimentos. Lavó el pescado de sal y tras secarlo bien, cortó lonchas casi
traslúcidas con un viejo cuchillo y aliñó esa mojama con buen aceite y limón. Preparó
también pa amb tomàquet, queso en aceite y una ensalada de escarola macerada en zumo
de granada.
El fuego comenzó a arder con fuerza. Había bastado revolver las brasas de
la noche y colocar sobre ellas unos tocones de encina. Ella volvió a la cama
corriendo y dejó el albornoz azul tirado en el suelo antes de esconderse bajo
el fino edredón y llamarle. Llevó la comida hasta la mesa que había junto a la
chimenea y amontonó las tres almohadas haciendo una suave pirámide sobre la que
ella colocó su vientre. Agarró sus caderas como quién se dispone a entrar en la
tormenta. A él le gustaba una delgadez que nada tenía que ver con ningún hambre.
Comieron el garato y el resto de alimentos descubriendo que la desaparición del
amor sería irreparable. Volvieron luego de nuevo al arrecife blando de la cama.
Se dejó hacer y deshacer. Igualdad. Ya no había allí ningún pudor adolescente. Se sentían
y eran iguales.
Con las sobras de la liebre royal de
antes de ayer hace unas empanadillas que luego dora en la sartén. Las sobras de
un guiso de royal no son sobras sino un soberbio plato para las nobles mesas de
los señores de Aquitania. Abre con cuidado el Peyre Rose Syrah Leone de diez
años que ella ha traído, saltea unos higaditos de conejo con ají picante y
cebolla confitada. Ella ha salido a la terraza, está tumbada en la hamaca bajo
el pequeño mandarino leyendo el libro de Salter que le regaló ayer. “Quemar los
días”. No sabe qué es quemar los días. Los quemamos siempre, sin darnos cuenta.
Piensa que es bueno quemarlos, así dan calor y se puede cocinar sobre ellos. De
nada sirve atesorarlos o guardarlos por ahí en una caja porque luego ya no
son ni ceniza, son menos que humo. Quemar los días nos deja cicatrices, es la
caligrafía que explica lo que hicimos, pensamos y soñamos.
Cuando la conoció tenía veinte años y un
cuerpo para desmayarse en cuanto le ponía un dedo encima, como si a través de
su piel hubiera recibido diez mil voltios. Ayer cumplió cincuenta y en cuanto
le pone la mano en la espalda y luego baja hasta su culo la descarga que siente
es de diez mil doscientos. No sabría decir en cual de los días quemados hubo o
hay más placer, si en aquellos o en estos.
¿Su cuerpo es otro? El cuerpo que desea está en el brillo de sus ojos al
ver estas empanadillas, en las palabras guarras que le susurra al odio, en su
voz leyéndole en voz alta una de las páginas de Salter, en sus dedos metidos en
su cuerpo buscando ese calor que tenemos dentro cuando estamos vivos y quién
nos mira sonríe porque se siente y se sabe igual.
Se levanta con cara de orco. Aún no se
atreve a mirar ningún espejo de la casa. La resaca le hace sentir la cabeza
llena de arena y barro. La boca está seca como si se hubiera dormido con ella
llena de trozos de papel de periódico y zumo de alcantarilla. El cuerpo se
mueve igual que el esqueleto de una marioneta checa que ha pasado demasiado
tiempo a la intemperie. Sale despacio de la cama para no despertar a la
sílfide.
Se mete un buen rato en la bañera con el
agua a punto de ebullición, los ojos cerrados y un té verde y frío entre las
manos. Va recordando, restaurando en su memoria llena de cemento las risas de
la cena, el rodaballo al horno compartido, el vino que bebieron cada vez con
más ganas de llegar otra vez a la cama y todas las cosas que se hicieron y que no
recordaba haber hecho con nadie en ningún otro sitio. Luego los gintonic y después,
ya bastante borrachos, siguieron rechupándose hasta que les pudo el sueño.
Con el alma medio reconstruida y el
cuerpo aún perjudicado vuelve a la cama con un zumo de naranja, café sólo y un
ibuprofeno para doña sílfide o doña medusa. Sonríe al escucharla roncar como un
ogro, sin embargo sonríe con los ojos, y las ojeras, aún cerrados. Reguñe, se
da la vuelta, se desarropa, sale tambaleándose en dirección al baño. Escucha
como se mete en el agua caliente. La resaca es lo peor, el castigo de la
divinidad por abusar de todos los placeres. Está a punto de volver a dormirse
cuando ella se mete en la cama, mojada, caliente, con ganas de dormirse un buen
rato abrazado a don orco.
Deben ser las tres cuando se despierta.
La resaca no se ha ido, pero ahora solo tiene forma de cansancio, de agujetas,
de hambre, de dulce dejadez. Abandona su abrazo y vuelve a la cocina. Mezcla
los despojos o las sobras de carne de una liebre a la royal devorada antes de
ayer con un poco de bechamel con su mucho de nuez moscada recién rallada y unos
dados de foie. Cuando se enfría la masa en la nevera reboza porciones en forma
de croqueta en huevo y luego en pan rallado. Además de estas croquetas
lujuriosas prepara un agua de tomate con albahaca y unos espárragos a la
plancha. Abre otra botella de vino, lleva el tentempié a la cama. El cielo barrunta tormenta. Comer y follar y leer. Hablar a ratos. Soberanos otra vez de la gran Aquitania, conquistadores de un mundo perdido, exploradores de todas esas selvas, desiertos y ríos que sólo propone la piel.
ERES UNO DE MIS GENIOS FAVORITOS... ESCRIBES COMO LOS DIOSES...
ResponderEliminarTIENES ESE AAARTE DE DEJAR AL LECTOR METERSE EN EL TEXTO PARA VIVIRLO, cualidad rara en los que escriben hoy y te asfixian a base de "YO"... "YOO"..."YOOOO"...
Un ABRAZOTE,
Lola.
No sé si es casualidad (no lo creo), pero de hecho, el estilo de estos párrafos me ha hecho pensar en Salter.
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