Tras dos horas de camino por una senda perdida, apenas adivinada entre los
brezos, los tomillos y las jaras, llegamos al chozo grande. Me contaste que era
antiguo. Lo habían reconstruido tus abuelos y antes los suyos y antes quien
sabe, junto al arroyo Torvisco, aprovechando un pequeño hueco que en invierno
tocaba la solana y en verano era un sestil fresco. En las piedras grandes de la
entrada tocaste con tus dedos palabras latinas desgastadas o símbolos iberos,
apenas sombras de letras cubiertas de liquen gris que no supe leer. Semanas
antes subiste sola a restaurar la techumbre con nuevas retamas verdes, limpiado
el interior y preparado fuera una buena carga de leña junto a la zahúrda y la
majada desmoronada, ahora totalmente llenas de zarzas y helechos secos. Habían
parado por allí nómadas de antes de inventarse la historia, peregrinos del
norte, ganados trashumantes a los que pillaba la primera ventisca,
contrabandistas de café con Portugal, maquis perdidos y huidos de cualquier
guerra o de cualquier paz. Encendiste el fuego y las velas. Extendiste el gran
saco americano de plumas sobre las pieles de cabra. Ordenaste sobre la mesa
tocinera, taraceada por mil cicatrices, las mismas viandas del festín de hace
cien años: queso de oveja de Trujillo, pimientos encurtidos, tasajo de montés,
una ensalada de corujas que habías recolectado en el arroyo y que aliñaste en
un viejo cucharro, pan del Guijo, el mejor vino que encontraste, licor de café casero,
perrunillas, higos secos preñados con nueces y el diario. Un buen Panamá de
Smythson con un 1920 grabado en oro sobre el cuero. Bebimos, casi de un trago,
un vaso de vino, tapaste la entrada con las mantas muleras, se templó el
habitáculo y comenzaste a leer:
"Encendí yo el fuego, tú aún no
sabías. Aulló no muy lejos un lobo joven, sonreíste, no sabría decir si por
timidez o con un poco de temor. Un chico de ciudad. Una chica de pueblo. Aunque
yo sabía hacer una hoguera con yesca y pedernal, había vivido sola en París
tres años, sabía tirar con rifle y leía a Keats o a Chéjov en sus idiomas y tú
apenas habías salido de Tetuán de las Victorias. Luego aprendiste todo en el
otro Tetuán, pero entonces, allí, en ese confín remoto de Gredos, todo era nuevo
y distinto para ti. Nos habíamos amado ya otras veces, las suficientes para
saber cómo rozar, donde morder o en que momento esperar, pero siempre sobre las
civilizadas camas del Hotel Inglés, tras delicadas cenas en Lhardy o el Alberto
hablando del inútil de Dato o de la última de Martínez Sierra o del baile en el
Bellas Artes en donde nos conocimos, nunca de la guerra de Europa o del
polvorín del Rif a punto de estallar o los disturbios de Barcelona en los que
había estado con mi padre o de la extraña gripe que se había llevado en unas
pocas semanas a los nuestros. Nunca del todo desnudos como esa última noche del
año mil novecientos veinte al veintiuno. Esa noche fue muy diferente".
Dejaste de leer. Te desnudaste. Nos metimos en el saco. El fuego aún ahumaba
el habitáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que íbamos a entrar en
el año dos mil veintiuno, y que allí, hace un siglo, otros se estaban
escondiendo en este mismo viejo saco dejando fuera el pudor y el miedo, todo lo
manso y previsible con lo que engaña el futuro. Te olía el aliento a vino.
Sonreías dentro de mi beso. Metí los dedos dentro para luego chuparlos y
guardar tu sabor en algún lugar a salvo. También nosotros, hasta entonces,
habíamos follado en habitaciones con calefacción, conectados al mundo por mil
chismes y viviendo la incertidumbre de una nueva pandemia de la que, por ahora,
nos habíamos salvado. Tenías la piel de la espalda muy caliente y me agarraba a
los huesos de tus caderas. Empujabas tú. Vi un chispa volar sobre el fuego y
desaparecer antes de llegar a la techumbre. Volvimos a beber los vasos hasta el
fondo sin saborear el vino y me pediste que siguiera leyendo:
"Me gustaba tu delgadez de niño
malcomido aunque el trabajo y tu apetito habían escondido la tristeza y ahora
tenías un cuerpo fuerte y seco. Te muerdo aquí o allá como imagino que muerden
las lobas no muy lejos, en la oscuridad nevada de estas sierras. Deseaba
beberte, celebrar otra vez que estábamos a salvo, agotarte sólo para saborear
entonces tus risas y tu leche, las palabras nuevas, una forma de explicarnos la
historia que hasta ese momento habíamos ocultado. Salí a orinar. Me alejé del
chozo bastantes metros, me metí en la oscuridad, disfrutando de las agujas de
nieve en los pies, la helada cubriendo el monte, una libertad que no volvería a
sentir. También aullé, tras coger mucho aire, casi dolía el frío en entrar en
el pecho. El viento había alejado las nubes de la tarde y la Vía Láctea tenía
una nitidez que jamás había visto. Luego pegabas gritos cuando te abrazaba
fuerte para entrar en calor y querías o no querías ablandar con tu aliento mis
pezones. Aunque no lo sabías, yo estaba acostumbrada a la intemperie. Mi abuelo
había sido alimañero, vendedor de pieles, emigrante a Cuba, maestro rural,
anarquista buscado, pero su hijo, mi padre, convirtió parte de esa forma de
vida en un buen negocio en Madrid. Con él tuve el privilegio de recorrer desde
la adolescencia las ciudades más perdidas de Europa. He ido a Joensuu, al norte
de Finlandia, a comprar pieles de zorro. Allí el invierno congela el propio
orín según cae al suelo, a Tomsk donde los soviets han montado una eficiente
industria de cría de visones, a Estambul para pujar en el mercado por las
mejores partidas de pieles de astracán, incluso acompañado a mi padre a Dawson
Creek en Canadá para comprar castor y después hicimos un largo viaje hasta
Manaos para comprar pieles de anaconda y de nutria gigante".
Ahora, por un instante, duermes. Me has pedido que escriba en las páginas
que hay intactas en la mitad de este Panamá cómo es esta noche, nuestra noche
de lobos y pandemia, de fin de época y porvenir dudoso. Como si quisieras dejar
en el fino papel marfil un nuevo rastro de migas para otros amantes del futuro.
Escribo y describo el camino hasta aquí y cómo hemos seguido el diario, no
tanto al pie de la letra como al pie del deseo y el instinto que también los
encendió a ellos esa noche de hace casi treinta y seis mil quinientas noches.
También escuchamos los aullidos de las fieras que han vuelto aquí tras estar
extintas, el crepitar del fuego o la sensación de estar por encima de los
siglos y las máquinas, a salvo de esa forma de tiempo que siempre agota el amor
y derrota la belleza de la piel. Respiras tranquila refugiada en mi abrazo o en
el sueño, en este antiguo saco de ir al ártico que tu abuela compró en Dawson,
seda salvaje de doble hilada en verde kaki y plumón de ganso gris. Podrías
dormir al raso y a veinte bajo cero sin sentir frío, me has dicho antes. Me
entierro en él o nado o bajo a buscarte, a meter mi nariz entre tus tetas y
oler el sueño. Salgo con cuidado. Pongo más leña. El humo se va por las toberas
que tiene el chozo más arriba, antes del engarce de las piedras con las vigas
finas y rectas de tronco de castaño. Te despierta la luz de la llama, mis
movimientos, las ganas de seguir tocando la piel, sus pliegues y penumbras. Me
preguntas qué he escrito y te lo leo ¿Cenamos ya? Vuelves a llenar los vasos.
Ordenas en dos platos de loza el queso y la cecina, la ensalada de berros
salvajes que aliñas con aceite y el vinagre de los pimientos. Sacas de alguna
parte unos tenedores tallados en madera de tejo. También eran suyos ¿Has
escuchado al lobo? Ha sido muy lejos. Nada queda de ellos salvo el diario y el
chozo. Dices. Y vuelves al diario:
"Mi abuelo, que de adolescente
cepeaba zorros por estos montes, no se parecía en nada a aquel viejo masón,
librepensador, rico, amante de la poesía y del oporto que supo huir a Londres a
tiempo tras cierto magnicidio, aunque luego volvió con otra identidad. En su
juventud acompañó nada menos que a Anselmo Lorenzo a Londres en el 1871 a la
conferencia de la A.I.T. y allí conoció a Carlos Marx en persona, aquel año de
la Comuna de París y sus quince mil muertos. Un año después coincidió la
escisión entre marxistas y bakuninistas en la I Internacional. Pero con su
muerte repentina por el cólera, mi padre se vio obligado a convertirse de la
noche a la mañana en pequeño empresario, con tres oficiales cortadores, dos
sastres, cinco aprendices, un contable, y en tutor de sus dos hermanos pequeños
ya que su madre había muerto también de fiebres durante el último parto.
Todavía el joven idealista, en el 1886, ya convertido en gran burgués,
financiará en secreto los folletos de Anselmo “Acracia o República” y “Fuera
política”, justo el mismo año en el que nace el infausto Alfonso XIII, el mismo
año que comienza desde Estados Unidos la campaña universal por las ocho horas y
se firma la abolición de la esclavitud en Cuba. En sus talleres hace ya mucho
tiempo que se trabaja esa jornada y se reparte entre todos la mitad de los
beneficios, pero en secreto y bajo juramento, si se supiera sus queridos amigos
del casino le quemarían el taller. En 1903, justo el año en que los hermanos
Wright fabrican su aeroplano, financiará la aventura de la Editorial de la
Escuela Moderna del viejo compañero Anselmo y de Ferrer y por último, seis años
después, el año de la semana trágica, del fusilamiento del pobre Ferrer,
ayudará a Lorenzo en su destierro en Alcañiz. Yo le acompañé para llevarle algo
de dinero. Pero ¿toda esta pequeña historia de mi gente a quien importará en el
futuro? Vuelvo a tu cuerpo. Ya no soy la señorita elegante que desnudabas con
timidez".
Dejas de leer. Joder con tu abuela. Te digo. Sonríes. Buscas en tu mochila
una fotografía. No vivieron la guerra. Les pilló de viaje y no volvieron.
Aunque sí la otra, la grande. No sé cómo acabaron en Berlín o por qué se fueron
luego a Finlandia. Mi abuelo había estudiado gracias a la Junta de Ampliación
de Estudios, se hizo profesor, físico. inventó un sistema para regular las
ópticas de los telescopios que aún se utiliza. Apoyó la construcción de un
centro de investigación de auroras boreales en 1913 en Sodankylä, 67 grados
norte. Iremos. La abuela le enseño a cazar y con ella hizo su particular
guerra, contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra
vez contra los rusos, ajenos a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo
durante la guerra mundial. Perseguidos por todos, nadie pudo atrapar a la
pequeña guerrilla de aquel español raro y aquella señora elegante. Me enseñas
la fotografía. Deben tener entonces cincuenta años. Ella tiene un aire a ti. El
año pasado apareció en el desván de la casa familiar un petate militar con este
saco, una navaja grande y este cuaderno Panamá. A mi padre lo crió su hermano
pequeño y apenas sabía casi nada de su madre. La familia siguió con la
peletería hasta los años ochenta y luego vendieron el negocio. También tengo
este recorte. Junio del cuarenta y nueve. He rastreado la noticia hasta un
periódico canadiense. Dos excursionistas desaparecidos por una crecida
repentina del río Klondike. Ellos. Vivieron guerras, epidemias y todos los
desastres del siglo XX para morir ahogados en un río helado. Nos quedamos en
silencio mucho rato. Luego te incorporas y bebes un trago de licor café de la
cantimplora y muerdes una perrunilla y me pides que siga leyendo un poco más. O
escribiendo:
"Tal vez construyera este chozo
confortable un pastor con imaginación, un suevo arrogante, un soldado bereber,
un legionario que llegó de Tracia, un visigodo perdido o un topógrafo aburrido
o cazadores íberos, arrieros duros, vagabundos de otros siglos que desearon por
unos días un hogar. Y luego los míos. Y ahora yo. Me gusta cómo amas y como
abrazas y cómo dejas que nos arrope el silencio. Sentirte otra vez dentro.
Probar de nuevo el sabor del vino en tu boca. Saborear esta sorpresa de
sentirte por fin salvaje. Tal vez ha sido la maldita gripe que llaman española
y la tristeza de estar solos, que nos nos quede nadie, de tener que comenzar,
de resistir. Conmigo. Contigo. Quiero llevarte a mis viajes. Llenar este
cuaderno con nuestros días. Escribir cada navidad nuestro propio cuento. Volver
todos los años al chozo. Mantener esta costumbre. No perder jamás este deseo.
Poder aullar como una loba cuando me corro y que respondan las fieras y que
sonrías. Sierra de Gredos. 31 de enero de 1920".