Ya era muy viejo. Nos
acercamos a la calle Toledo a tomar unas cañas y unos caracoles. Nunca te había
contado tu abuelo la historia de ese amigo suyo peletero. No la olvidaste. Ahora
la escribes, antes de ponerte a guisar unos caracoles picantes.
Por donde comenzar...
Ah, ya sé: A Iker Elorza le gustaban mucho los caracoles al estilo de Madrid.
Sólo guardas en tu
memoria la imagen de aquel joven anarquista de raigambre vasca que ha sido
oficial con Vicente Rojo poco antes de la guerra y que ha conocido a Teodoro en la
Universidad siendo un alumno aplicado, casi tan experto como el profesor, en la
tragedia griega. También ha leído Iker a Müller, Dwelshauvers, Bergson, Taine,
Freud y todo lo que los últimos psicólogos creen saber de la memoria y el
inconsciente. El padre de Iker tenía la extraña profesión de peletero y él tuvo
el privilegio de recorrer con su padre, desde la adolescencia, las ciudades más
perdidas de Europa. Ha ido a Joensuu, al norte de Finlandia, a comprar pieles
de zorro. Allí el invierno congela el propio orín según cae al suelo, a Tomsk
donde los soviets han montado una eficiente industria de cría de visones, a
Estambul para pujar en el mercado por las mejores partidas de pieles de
astracán, incluso ha acompañado a su padre a Dawson Creek en Canadá para
comprar castor y después hizo un largo viaje hasta Manaos para comprar pieles
de anaconda y de nutria gigante. Iker ya es un hombre de mundo aunque acabe de
cumplir los veintiseis. Su padre Sebastián Elorza Breña, masón, librepensador,
amante de la poesía y del oporto ha sabido huir a Londres a tiempo en cuanto
empezó la guerra, pero se siente orgulloso de su hijo. No en vano Sebastián en
su juventud acompañó nada menos que a Anselmo Lorenzo a Londres en el 1871 a la
conferencia de la A.I.T. y allí conoció a Carlos Marx en persona, aquel año de
la Comuna de París y sus quince mil muertos por la represión. Un año después
coincidió la escisión entre marxistas y bakuninistas en la I Internacional con
la muerte de su padre, el abuelo de Iker. Y se vio obligado a convertirse de la
noche a la mañana en pequeño empresario, con tres oficiales cortadores, dos
sastres, cinco aprendices, un contable, y en tutor de sus dos hermanos pequeños
ya que su madre había muerto también de fiebres durante el último parto.
Todavía el joven idealista Sebastián Elorza, en el 1886, ya convertido en gran
burgués, financiará en secreto los folletos de Anselmo “Acracia o República” y
“Fuera política”, justo el mismo año en el que nace el infausto Alfonso XIII,
el mismo año que comienza desde Estados Unidos la campaña universal por las
ocho horas y se firma la abolición de la esclavitud en Cuba. En sus talleres
hace ya mucho tiempo que se trabaja esa jornada y se reparte entre todos la
mitad de los beneficios, pero en secreto y bajo juramento, si se supiera sus
queridos amigos del casino le quemarían el taller. En 1903, justo el año en que
los hermanos Wright fabrican su aeroplano, financiará la aventura de la
Editorial de la Escuela Moderna del viejo compañero Anselmo y de Ferrer y por
último, seis años después, el año de la semana trágica, del fusilamiento del
pobre Ferrer, ayudará a Lorenzo en su destierro en Alcañiz.
Pero su hijo Iker, nunca sabrá nada de esto. Sabe que ha dado un
disgusto a su padre al ingresar en la academia militar y que su madre desde
Londres sufrirá pesadillas e insomnio con sólo sospechar cómo suenan las
granadas y las balas que su hijo evita en la trinchera mientras espera con la
pistola en la mano la orden de avance de Cipriano Mera.
Así completo yo su biografía. Las cartas que encontré en el desván
también me hablarán de él, pero ya es otro Iker aunque conserva el chaquetón de
cuero forrado que le hicieron los trabajadores del taller de su padre, ya no
cuenta chistes ni adoctrina con frases escogidas a sus camaradas, su risa fácil
se ha convertido en una mueca severa, se escapará de Argelès a los pocos días y
después, durante la guerra mundial, forma parte de una partida francesa de la
Resistencia encargada de pasar pilotos aliados y familias judías por los
Pirineos junto a un antiguo brigadista amigo llamado Jan. Escapará de la Gestapo
de milagro, buscará refugio en Londres. Volverá a los Pirineos al acabar la
guerra engañado con la esperanza de una invasión aliada. Será capaz de
atravesar España para reencontrarse con su amigo Fernando, mi abuelo y volverá
a Francia no sin antes pasar por Madrid y entrar en la peletería de su padre.
Otra vez son las marquesas, los estraperlistas y los nuevos jerifaltes quienes
se hacen los abrigos en “Casa Elorza”. Todos los dependientes son nuevos, sólo
está, de los de antes, Ramón, el oficial cortador quién le trata como a un
cliente más y le ofrece a probarse un soberbio abrigo de cuero negro forrado y
un kifi a juego en auténtico fieltro. En la trastienda y entre susurros, Ramón
le confirmará que ahora los talleres ya no son de la familia, los ha confiscado
un pariente lejano a quién Iker ni siquiera conoce, pero que sabe lucir como
nadie los correajes de falangista y los puros habanos. Cuando sale de la tienda
y atraviesa la ciudad a pie hasta la estación del Norte, va descubriendo que
Madrid en nada se parece a la ciudad que conoció antes de la guerra. Sólo los
mendigos y los ojos huidizos o de abierto terror con que le miran algunos
transeúntes le recuerdan que aún hay peligro, un peligro que él mismo encarna
cuando descubre, al cruzarse con un policía que le saluda, que va disfrazado de
policía secreta con ese abrigo y ese sombrero siniestro.
Antes de marcharse de Madrid para siempre, paró en su tasca favorita
a comer unos caracoles picantes con una caña. Aquí nos despedimos. A lo mejor
un día te acuerdas de Iker Elorza y le escribes un cuento a mi amigo el
peletero anarquista. Me dice mi abuelo.
Y eso hago hoy antes de comenzar a guisar unos caracoles al estilo
de Madrid.
("Los dientes del corazón" Ed. Baile del Sol)
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