La pizza y el sexo
permiten sus heterodoxias. Pasar del penetrismo falocrático a chupar las
corrientes subterráneas del mar de los sargazos, olvidarse de las recetas
tópicas e inventarse un aliño diferente, sin prescindir nunca de mi querido
orégano y su monte.
Soy un vago,
paso la masa de pizza que he amasado hace un rato por la maquinita de hacer
pasta para lasaña. Me salen unos cuadrados de ración, largos y delgados, que
luego afino aún más con el rodillo. Sobre la masa extiendo una buena capa de
una pasta rosa fabricada con mascarpone y tomates secos que tenía en aceite,
bien triturados. Añado unas anchoas y un generoso esporrío de orégano recogido por mí al comienzo del verano. Horneo a doscientos diez las cuatro pizzas sobre la piedra
de panadería diez minutos.
En la cocina y
el sexo hay mucho blablas y mucho kamasutro, mucho misionero soso y vegetariana
integrista. A mi me agota siempre la teoría, la discusión sobre el arte, la
indagación sobre el origen del mundo o las revoluciones pendientes. La pizza
recién hecha esta muy rica, igual que tú. Además me pone que me digas que
utilizo siempre mucho aceite, que hago comidas que engordan, que mis menús son
de antes de la revolución industrial, que los extremeños amamos el colesterol y
sus transubstancias. No te voy a engañar, esta pizza te llevará
directamente al infierno. Es un rollo cocinar pensando en la vida eterna o en ser
sublime sin interrupción. Vamos a comer. Luego seguimos la lectura.
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