miércoles, 1 de octubre de 2014

COCHIFRITO


Foto de Lina Scheynius
Deben de ser las dos de la mañana cuando llegan a la casona. Un bosque de pinos impone su sombra sobre la calle. No pensaba ir a la fiesta de J.  No estaba de humor para romper el cristal de roca de su voluntad de soledad y silencio a prueba de cantos de sirena, tenía que acabar el libro, sin embargo pasó por azar cerca de la calle, de la casa y subió. El cristal tal vez fuera de frágil caramelo de azúcar. Se sirvió un ron viejo con hielo aunque todo el mundo andaba haciendo experimentos con ginebras azules, tónicas raras y semillas diversas. La música era buena, ochentera, sonaban en ese momento los Smiths, después Loquillo y su camión. Cruzó algunas palabras con los conocidos, saludos, conversaciones de cartón. Acabó refugiado en la cocina donde algunos invitados ayudaban a R. con el picapica de la cena. Ensaladas, fiambres, embutidos, tortillas de patata, una fastuosa empanada de pulpo. Ella le enredó para que cortase los quesos, así se han conocido. Dice acordarse de él, de otra fiesta en esa misma casa ¿hace tres años? Él no la recuerda. Nota que ella tiene los ojos muy brillantes y una sonrisa siempre a punto de salir que casi nunca sale. Él no está muy hablador, casi es huraño, sin ganas de pose, pero no puede evitar sonreír también a veces cuando ella le habla de la gimnasia dichosa de hacer masa de pan, del guiso de codornices en aquella peli de Babette, de cierta calle de Praga paralela al río que acaba en una taberna.

Ahora la fiesta desde allí parece que ocurrió hace mucho tiempo. Aparcan el coche fuera. Las luces de la ciudad vibran a lo lejos. Cruzan el jardín abandonado. Le agarra la cintura a la vez blanda y firme y cierra los ojos, se deja llevar, igual que luego. Se desvisten sin prisa, parece una rutina. El resplandor de una farola de la calle se cuela por la ventana. Se quedan un buen rato recostados, desnudos, frente a frente, mirándose, como si el deseo se hubiera quedado en otra parte, pero vive allí dentro. Está muy mojada. Él entra despacio. Luego no hay mucha prudencia ni remilgo. Bebe con mucha sed toda ese agua y más profundo.

Se despierta con prisa. Imagina que es lunes pero sólo es un sábado cualquiera de un año impreciso. No cierra los ojos. Ella entra vestida con unas bragas blancas llevando una gran bandeja de madera que deja sobre la cama. Mira el reloj que dejó por el suelo. Es cerca de la una de la tarde. Ahora es el sol quien le enseña sin disimulos ese cuerpo de festín, pero él ya lo sabe todo, de sabor y de saber. Sobre la bandeja, para desayunar, una botella de tinto del Duero, dos copas grandes y una gran fuente de loza blanca con cochinillo frito que aún sisea, muy dorado, y sus patatas. Nunca ha desayunado así, con nadie. La piel está crujiente, con el salado justo y la carne es tierna, grasa y muy jugosa. Roen cada huesecillo, beben, se miran, sonríen a veces, mastican con hambre las últimas patatas. Se limpian los dedos con la boca, chupándolos y vuelven al sentido de la vida, el único que importa esa mañana. Con un desayuno así no puede escribirse otro final.


PD: Recuerda, para el cochinillo frito, tres pequeños trucos:

1. Tener la carne troceada en pedazos medianos fuera de la nevera, nunca fría, más bien templada.

2.  Freír primero en abundante aceite, no llenar demasiado la sartén y cuando están dorados, pasar los trozos a una segunda sartén que tenemos a fuego fuerte para que se doren con mucha rapidez y quede el cochinillo por fuera crujiente.

3. En la primera sartén dorar antes un puñado de dientes de ajo y salar los trozos de cochinillo una vez fritos, no antes.

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