Anunciación Mati Klarwein |
Te gustaban mucho la sal y las especias, sobre todo las picantes. Me
descubriste que no es sólo “sal” ese polvo fino, blanco y sin gracia que venden
en todas partes. Recuerdo con qué pasión me hablabas de la flor de sal que
huele a océano y a violetas secas o del crujiente divertido de la sal Maldón,
de la amarga Guérande de Bretaña o de la sal rosada y fósil del Himalaya o la
sal negra de la india o la sal de Camarga o la Des Trenc o la de Poza de la Sal
que ya extraían hace muchos siglos los romanos. Hasta sabías hacer sal con el
agua del Cantábrico en un sartenón al fuego lento de la chimenea, te salía una
sal crujiente con un sabroso aroma a algas. Me llevabas a una pequeña tienda en
la parte vieja de la ciudad para comprar un poco de pimienta rosa, negra,
chiles, pimentón y todas aquellas sales extrañas... el viejo tendero cojo te
conocía, se perdía en el laberinto oscuro de su trastienda y salía con
sobrecitos de papel llenos de esas semillas y cristales de nombres tan
extraños. Cosas de mi abuelo, -confesaste- Un indiano loco que se recorrió
América entera buscando oro, esmeraldas o la fuente de la eterna juventud.
Volvió enfermo, loco, pobre, pero sabio en ajis, sales y pimientas. Me contaba
cuentos de delfines rosados y serpientes grandes como dragones, de ranitas
venenosísmas que mataban con solo mirarlas de cerca, murciélagos chupadores de
sangre, mujeres sirena, frutas con sabor a carne, cascadas habladoras, ríos mas
grandes que el mar. Sobre todo me enseñó el placer de los picantes y las sales
tan importantes en la cocina y en el amor. Yo me dejaba llevar y probaba
tus moles y tus guisos, aprendía a diferenciar el sabor oscuro del Chipotle, el
picantísmo Habanero que parece un pequeño puño cerrado, el picante intenso el
Merkén, el guajillo, el verde, el mulato, la tóxica pimienta rosa, la aromática
pimienta de Jamaica, los jarapeños ácidos, el pimentón ahumado de la Vera, el
picante rabioso de la guindilla.
No he olvidado todavía tu nombre ni todos los sabores de fuego que me
enseñaste. Me contaron que aprendiste a vivir en la selva siguiendo a los
yaguarundíes, que descubriste una nueva pimienta a la que has puesto tu nombre
y que no has vuelto. A través de un amigo común me pides desde muy lejos la
receta de las patatas revolconas. Es muy fácil. Cueces unas patatas con su piel
en agua con sal, luego las pelas y las vas desmenuzando en una sartén al fuego en
el que has frito la mejor de las pancetas cortada en pequeños dados y añadido una
cucharada de pimentón (sin arrebatamientos). Después mejoras este engrudo
añadiendo buen aceite de oliva virgen hasta que sientas que la masaza se ha
vuelto suave y untuosa.
Yo no he olvidado aún tu nombre. Tampoco el
sabor de tu piel a flor de sal y pimienta rosa. (de: “El Barco Caníbal”. Fragmentos desechados)