Un día me encuentro a
Ferdinand tomando un pastís en un tugurio oriental, en una callejuela cerca de
Los Inválidos. ¿He olvidado mencionar que Ferdinand es un indochino, un
vietnamita, sesenta años, uno cincuenta de alto, con la cabeza pelada y
ademanes de Cunfú? Su familia tiene dos restaurantes de cocina
francesa-indochina, ambos con estrellitas Michelin. Cómo no, conoce, admira, se
emiliea con el capullo de Linneo. Me vuelve a dar la vara con el tema del
pluriempleo, las prácticas. Mientras se bebe despacio ese mejunje blanquecino
que apesta a anís del Mono y sabe a colonia a granel, me pasa la tarjeta de
otro de los antros que está apuntado a la bolsa de empleo de la escuela. ¿Cuánto pagan en este, veinte euros más
propinas con la excusa de que nos enseñan lo que es cocinar de verdad? Cunfú
apura el brebaje, sonríe, se da la vuelta y me suelta antes de salir. No, Lucía. En ese sitio tienes que
trabajar gratis. Me deja cortada. Estoy congelada, echo de menos Níjar.
Tengo muchas ganas de volver. Pido una sopa picante y unos dinsum rellenos de
conejo y nabo. Leo la tarjeta. “Barcelona. Comedor Social”. Una dirección, un
email, un teléfono móvil. El local está a solo dos manzanas de este restaurante
vietnamita. Me pica la curiosidad. Son las siete de la tarde. Toci estará
dormido frente al canal porno. Jaime andará preparando alguna ensalada rara
para cenar si no ha ligado por fin con Anne, su nueva obsesión. Acabo la sopa,
qué rica. Me acerco al comedor. Ya es noche cerrada, comienza a nevar, la famosa mierda de luz de París, ja, una
luz asquerosa, triste, escasa, sucia. El sitio es de lo más fino. Cartelito
de plástico despintado con el nombre del comedor y las instituciones que
ayudan: la alcaldía, nuestra querida escuela, cierta oenegé izquierdosa o
marxista que no conozco. Es un garaje grande con la puerta llena de pintadas,
muros de hormigón enlucido, mesas corridas sobre borriquetas, manteles de
papel, platos de cartón, cubertería desechable y parroquianos y parroquianas a
juego con la decoración, pedigüeños ancianos y ancianas pedigüeñas, alcohólicos
maduros, putas drogodependientes de edad incierta, jubilados corrientes sin
cuenta corriente, algún trotamundos joven y con rastas que habrá caído por aquí
de chiripa. Casi nadie habla. Todos andan concentrados en el potaje de col con
salchichas que dan hoy para cenar. No huele demasiado bien, demasiado aceite de
girasol, demasiada miseria por metro cuadrado, demasiado silencio y cansancio y
frío. Me da un poco de asco estar aquí. Cuatro personas más o menos de mi edad
sirven las mesas. Tienen pinta de pijos disfrazados con ropa de segunda mano.
Pregunto a una camarera voluntaria por el encargado. Del fondo sale una vieja
vestida con un impoluto uniforme blanco de chef, gorrito incluido. A mí me
parece una bruja. Solo le faltaría sustituir el gorro chafado de cocinera por
uno negro, puntiagudo y con ala. Bon soiré,
Lucía. Ya me dijo Ferdinand que vendrías.
Debe de ser muy tarde
cuando vuelvo a nuestra casa. Se lo propongo a Toci, le interesa de inmediato
porque apaga el canal porno en el que estaban dando una peli de gordas. Se lo
digo a Jaime, que anda en la cocina aliñando una ensalada, a juego con nuestra
suntuosa casa, de escabeche de codorniz, asadillo de pimiento morrón y cardo
rosado crujiente. Anne roe un diminuto pedazo de cardo dentro de su minúscula
boquita de francesa. Macho, no sé que ves
en esa tía. Si por esa boca no le cabe ni un piñón. Algo tendrá. Su abuelo
es el dueño de un restaurante en Marsella, fue profesor en la escuela y Anne se
conoce las cocinas de los mejores restaurantes del mundo, incluyendo un stage en Arzak. Anne también se apunta
al proyecto, locura, demencia, idea, ocurrencia. La bruja se llama Carlota y no
era francesa, sino de un pueblito llamado Estartit. Catalana, hija de
emigrantes, militante anarquista, de ahí el nombre del comedor social: Barcelona.
Nos pasamos la noche entera discutiendo ingredientes baratos, guisos
apropiados, recetas, platos, menús con un euro de coste. Anne saca de su bolsa
Hermès una, dos, tres botellas de Woodbridge merlot del dos mil cinco, un vino
yanki muy rico que sabe a cerezas negras, violetas, ciruelas pasas, chocolate,
naranja, la hostia en vinagre. Devoramos la ensalada de codorniz con cardo y
varios platos de cecina de León aliñada con un mar de aceite picual de Mágina.
Anne, boca de musaraña enana, devora la cecina, la ensalada y bebe vino como un
camionero caníbal con hambre atrasada. Después del vino, Tocinero prepara unos
gintónics de los suyos, con esas aguas tónicas raras que compra no sé dónde y
unas ginebras artesanas, ilegales fijo, que le suministra no sé qué amigote mallorquín
emigrante. Es evidente que estamos muy borrachos y muy entusiasmados y que
hemos trabajado duro. Deben de ser las cuatro de la mañana cuando Jaime saca
por la impresora el menú definitivo, los dibujos de los platos, los esquemas de
los procesos.
Me contó Linneo este
aperitivo, se lo hizo a una de sus mujeres, queridas, amantes, amores, amigas
lo que quiera que fueran. A veces le da por contarme sus conquistas, no tanto
por chulear de seductor como para tener la certeza de que no las ha olvidado
todavía. Adobas pieles de la pechuga del pollo en vino blanco, pimentón,
orégano y sal tras cortarlas en tiras finas. Las dejas en el adobo una hora y
fríes en aceite caliente las tiras de piel secadas antes en el horno hasta que
quedan doradas y muy crujientes. Además de estas pieles hacemos una tempura
ligera, rallamos en grueso pimiento, cebolla y calabacín y freímos esas virutas
vegetales.
Luego una sopa. Había sentenciado Toci. Sopas, caldos claros,
oscuros, sabrosos, calientes para engañar al frío del otoño y del invierno. Sí, una sopa como la que Isak Dinesen nos
cuenta la receta de la sopa de tortuga en “El Festín de Babette”, la misma que
se servía en el café Anglais de París. A todos nos gustan las sopas, todas
las sopas, cualquier sopa, excepto, claro, las sopas de sobre, las caricias de
sobre, los amores de sobre. Decidimos hacer una sopa de tortuga, una sopa
verdadera pero sin tortuga, porque las tortugas se extinguen y no precisamente
porque nos las comamos, sino porque ellas se comen los plásticos creyendo que
son medusas y mueren, porque se enganchan en los miles de millones de anzuelos
de los palangres y mueren, porque en las playas donde desovaban hay ahora
sombrillas y alemanes pelirrojos pillando cáncer de piel. Jaime va de erudito y
recuerda la receta cubana del libro de María Antonieta Reyes Gavilán y Moenck
editado en el 1925 en La Habana. Hay que dorar en el horno unos huesos de
pollo, unos huesos de conejo, hueso de rodilla de ternera, un trozo de carne de
falda y unas costillas de cerdo, cabezas de cordero y cebollas troceadas.
Colocar luego estos despojos en la olla. En la bandeja de horno en la que se
han tostado se echa un buen chorro de vino blanco para que se haga caldillo la
sustancia repegada al fondo. Añadiremos también al agua una hoja de laurel,
huesos de jamón ibérico, carne de contramuslos de pollo, zanahorias, apio y
puerro. Y luego cuece que cuece a fuego lento dos horitas y entonces añadimos
un diente de ajo grande muy machacado, jerez seco, zumo de cebolla, pimienta y
azafrán tostado. Otro cuarto de hora de cocción. Más tarde enfriar, desgrasar y
colar muy bien el caldo. Lo volvemos a calentar, corregimos de sal y picamos un
huevo duro y esos contramuslos ya cocidos para echar un poquito de esta picada
en cada cuenco junto a una yema de huevo desleída en un poco de caldo templado.
Y a eso añadimos una setitas sitake
caramelizadas con azúcar y menta picada. Propuso Anne, alías Micromorro.
¿Hamburguesas de corazón de ternera? Jaime no había añadido
un ¡qué asco! porque era hijo de buena familia con un vocabulario lleno de
censura previa. Tío, no pienses en esa
cosa marrón y elástica empapada en kétchup sintético y mostaza fluorescente que
venden por ahí. Estas hamburguesas saldrán de la carne magra y tierna de
los corazones de las terneras, a la que añadiremos tocino ibérico también muy,
muy picado, pimienta negra recién molida, perejil fresco, sal, un poco de
pimentón de La Vera dulce, harina, un huevo batido, un chorrillo de salsa de
ostras y unas guindillas mirasol. Amasamos y hacemos bolas del tamaño de un
puño que aplastamos y cocinamos en una plancha a fuego fuerte primero y luego
medio. Además, la carne del corazón es muy noble. Los anticuchos son un plato
peruano antiquísimo, que antes de que los españoles llevasen vacas se hacía con
el corazón de la llama. Solo hay que limpiar bien los corazones de arterias y
de la grasa de fuera. Toci propone para acompañar la hamburguesa un ajilimoje
hecho con semillas de achiote, urucú, onoto, acuangarica se llama en México. Unas
maravillosas semillas que además de dar color rojo curan casi todos los males
conocidos y muchos otros desconocidos. Como guarnición para la carne, recuerdo
como madre cocía las pencas, la parte blanca de las acelgas, con unos cominos
machados y una vez blandas y secas, las enharinaba y las freía.
Deben de ser las tres de
la tarde cuando me despierto con la cabeza deconstruida y la lengua arenosa,
encima del culo desnudo de Anne, que ronca, también, como un camionero
satisfecho. ¿Qué hace en mi cama redonda esta tipa rubia en pelotas? Prefiero no
preguntar. Hago café, té, tostadas, tomate rallado, zumo de naranja y papaya.
Los cocineros y la cocinera van apareciendo ojerosos y mudos al tufo del
elixir. Luego a la escuela. Nos hemos perdido toda la mañana. Tenemos que dar
explicaciones en dirección, como si fuéramos adolescentes fugados. Por suerte
entra Ferdinand en el despacho y nos cubre las espaldas. Cuando salimos no dice
ni pío, el charly nos sonríe, guiña un ojo, dice no se qué palabras en
vietnamita. Qué cabrón.
Hacer alta cocina para un comedor social. Vamos a ver si sirve
de algo lo que hemos aprendido en la escuela estos meses. Preparo el pedido en una
hoja de cálculo, meto los precios de referencia que hay en una web mayorista
que sirve al almacén de la escuela. Como la mayoría de los ingredientes que
busco no existen me invento un precio aproximado, programo un par de fórmulas,
zas, hago la operación de nuevo. No puede ser tan poco, pero sí, nos sale el
menú de la noche a menos de un euro por barba. Carlota me dijo que daba
doscientos menús por noche y que tenía un presupuesto de trescientos euros para
dar dos platos calientes, postre, pan y vino a lo más granado de los lumpen-proletariat al sur de Notre Dame.
No te suelto una hostia porque aún no
sabes lo que dices, niñata. Eso me dijo la bruja antes de saber que se
llamaba Carlota cuando definí con esa palabrota a su clientela. Estas personas son ciudadanos y ciudadanas. Todos
tenemos derecho a una comida decente, una cama abrigada y un par de vasos de
vino bueno. Eso no lo pone en la carta de derechos del hombre pero debería.
Para mí es un honor cocinar para todas estas personas. Me disculpé. Siempre
he sido una bocazas. Hago el pedido desde el ordenador del almacén de la
escuela. Del resto de ingredientes se ocupará Claudio, que para eso es hijo de
carnicero y conoce el chanchulleo mafioso de los mercadillos. Mañana será el
gran día. Jaime diseña un bonito menú plagiando las letras y ringurrangos de
Maxim’s. Luego pegará esa hoja en la puerta del comedor social y enviará la
información, sin que el resto de la troupe
lo sepamos, a dos ogros llamados Jean-Claude Ribaut y a Francois Simón, que
ofician de críticos del condumio en Le Monde y Le Figaro.
MENÚ
COMEDOR SOCIAL BARCELONA
Crujientes
variados con mojo picón
Sopa
de tortuga con sitake al caramelo de hierbabuena
Hamburguesa
de corazón de bisonte con pencas de acelga fritas
Crema
de plátano y chocolate negro
Tempranillo
manchego de Mota del Cuervo
Al día siguiente, al
acabar las clases de la mañana, se nos acerca Ferdinand y nos dice que vendrá a
ayudarnos. Toci desaparece para recoger con mucho misterio el pedido de lo que
falta. Jaimito y Anne se adelantan para organizar la logística de la cocina. Yo
voy más tarde con nuestro profe de salsas y el resto de ingredientes que hemos
recibido en la escuela. Por último se presenta la furgo de la cooperativa de
vinos manchegos que han tenido los huevos de intentar vender sus vinos a una
cadena de tiendas delicatessen de París, pero
los capullos joeputas franchutes se han pispado tres cajas en la degustación,
además de dos jamones ibéricos y tres quesos manchegos puros y luego nos dicen
que nos pagan a 75 céntimos la botella. Les digo: antes lo tiro al Sena,
cabrones, gabachos, especuladores. Aquí
tenéis el pedido, a dos euros la botella como acordé con el chino ese. Los
cooperativistas se largan felices con la pasta. Al menos el viaje desde tan
lejos no ha sido en balde.
A ver chicos, contadme el menú, los procesos, los tiempos,
explicadme cómo demonios vamos a dar de cenar aquí a doscientas personas
hambrientas. Y se
lo contamos, le mostramos los dibujos que hemos digitalizado en el Mac, los
tiempos, la preparación, cocinado y emplatado propuesto para cada guiso. Cunfú
se pone serio, afirma y luego nos va ordenando. Lo que habéis pensando está muy bien pero vosotros no sabéis una puta
mierda de organizar tantas comandas. Además, no tenemos calientaplatos porque
tenemos que servir la comida en esos platos de cartón, así que el ritmo de
trabajo es la clave para que lleguen a la mesa los guisos a la temperatura
justa. Yo mando, vosotros obedecéis. Vais a trabajar como burros. La bruja
anarquista regruñe un poco pero acepta. Sonríe, está asombrada del menú
alucinante que luce el comedor en la entrada. Ella y Anne se van encargar del
postre bajo las indicaciones de Toci.
El primer turno espera
en la entrada. Cuando hay cincuenta Carlota los deja entrar, sentarse. Comenzamos el baile chicos, un, dos, tres,
adelante. Los wok llenos de aceite hirviente donde se doran las pencas, la
enorme plancha al rojo en la que se hacen las hamburguesas son un infierno. El
chisporreteo del aceite me quema de cuando en cuando, pero no me quejo, nadie
se queja. Toci va sirviendo los crujientes y la sopa de tortuga en unos vasos
de cartón encerado que anuncian un refresco de cola no sin antes añadir con
cuidado unos pedazos de setas caramelizadas que tiñen el caldo con un bonito
color oscuro y un chorrito de jerez. Jaimito me ayuda a voltear las grandes
tortas de carne y a sacar a tiempo la acelga frita que luego sazona con sal de
Gerande con algas. Anne echa una mano a la bruja para batir y airear la crema
de plátano que vamos a servir en otros vasos idénticos a los de la sopa. No se
puede decir que la vajilla y la cubertería ayuden mucho. La gente come,
murmura, sonríe, se chupa los dedos, felicitan a Carlota, alguno aplaude y el
eco del aplauso en el garaje suena extraño. Pronto dejan las mesas para que
entre el otro turno que ya espera en la puerta. A los postres la bruja buena
echa su breve mitin. Los ciudadanos y
ciudadanas del mundo tenemos derecho a una comida digna, un sitio caliente
donde dormir, un vaso de vino y bla, bla... Estaría bien de programa
electoral o tal vez sea demasiado radical, utópico, ácrata. Son las diez de la
noche cuando acabamos de dar de comer al último grupo de cincuenta comensales.
Estoy jodida, reventada, algo mareada, me duelen como el demonio las quemaduras
de las salpicaduras de las putas hamburguesas. Pero Cunfú no da tregua. Chicos, ahora hay que limpiar toda esta
mierda. La cocina debe quedar impoluta para los servicios de mañana. Qué
cabronazo el chino. Luego, no sé a que hora, brindamos con el vinito que ha
sobrado. No está nada mal el tintorro manchego. Ferdinand anota en un papel la
dirección de la bodega. Va a hacerles un buen pedido para sus restaurantes.
Cuando nos lleva a casa se asombra. ¿Vivís
aquí? Sois unos putos pijos, pero lo habéis hecho muy bien chicos. Para mí ya
sois jodidos cocineros. Felicidades. Nos guiña un ojo y se despide con una
frase vietcong incomprensible.
Deben de ser las nueve
de la mañana. Estoy molida. Siento que me duele cada hueso del cuerpo, que se
me han infectado los cortes de la mano y me escuecen las quemaduras de las
salpicaduras de grasa que se han convertido en unas feas ampollas. Los móviles
han comenzado a sonar a eso de las ocho de la mañana pero ninguno les hace caso.
Toci ha llenado la bañera y ronca a dúo dentro de ella junto a Anne. Jaime hace
un café turco espeso con un poco de cardamomo. Grito. ¿Es que nadie va a apagar esos móviles? Cojo el mío. Es el vietcong.
Solo dice Leed el periódico. Me curo
los cortes con desinfectante y veo las estrellas. Joder, odio París, mierda de
ciudad. Le digo a Jaime que encienda el portátil y mire el periódico. Lo hace y
lo deja encima de la mesa de la cocina. Quito el tapón de la bañera para
despertar a los sirenos. Venga, Anne,
dulce roedora, Vamos, Toci, picha mojama, a desayunar que hay que ir al cole. Salen
del agua. Se toman el primer café sin decir ni pío. Hasta que Claudio ve su
nombre en la pantalla y el nombre de Jaime, el de Anne, el mío. Coño, chicos, salimos en la prensa, pero no
entiendo muy bien lo que dicen. Anne traduce. “Alta cocina en platos de cartón...”. “Un menú de príncipes en un
comedor social para marginados...”. “La mejor hamburguesa de París...”. “¿Hay tortugas
en el Sena?”. “Sentirse feliz comiendo con un tenedor de plástico...”. “Un menú
para recordar...”. “El derecho a comer cosas ricas como derecho fundamental de
los ciudadanos...”. Entre los pedigüeños se nos habían colado Jean-Claude y
François, ogros de la crítica gastronómica de París. Suena el timbre de la
puerta. Es el Cunfú con unas botellas de champán. Estoy hasta el orto de París. Me acuerdo entonces de madre. Me
pongo a llorar como una imbécil.
Espectacular!!
ResponderEliminarQué experiencia!!
"Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo". Eduardo Galeano
¡¡Gracias Sagrario!!
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