Comenzaba el noventa y dos. Todos decían que sería la apoteosis de una España por fin moderna, europea y beautiful, con olimpiadas y expos universales adornando los sueños húmedos de muchos. Pero él rozaba los veinticinco y acababa de descubrir a Chatwin, a Kapuściński y a Fermor, repudiando con arrogancia a Cela, Ruano o Azorín. Nada deseaba más que hacer su primer viaje equinoccial, proponerse una aventura cercana y también de alguna forma primitiva, lejos de turisteos y fáciles aviones, nomadear por una vez por dentro de España mientras se estaba más o menos perdido en la intemperie. El camino de Santiago se le antojaba demasiado sacro y ya muy masificado. Se le ocurrió entonces hacer caminando la Vía de la Plata durante esos días de Navidad. Encontró anotados en una vieja traducción de Medea que hizo su abuelo los nombres romanos de los lugares donde cumplían los millarios de la ruta: Augusta Emerita, Sorores, Castra Caecilia, Turmulos, Rusticiana, Capera, Caelionicco, Ad Lippos, Sentice, Salmantica, Sibarim, Ocelum Durii, Vico Aquario, Brigeco, Bedunia y Asturica Augusta. Seguiría ese camino, siempre andando, con una mochila pequeña, el saco y un cuaderno de notas.
Había hecho mentalmente un pequeño listado con los amigos a los
que les propondría aquel paseo y qué razones seductoras enarbolar para intentar
convencerles de esa locura. Entraba en el bar de la facultad cuando se chocó
con ella y le salió aquella propuesta sin pensarlo, como cuando se desanuda un
globo y sale el aire en un segundo sin poderlo impedir. ¿La Vía de la Plata
caminando en las vacaciones de Navidad? Vale, pero cuando lleguemos a Astorga,
ya puestos, habrá que subir hasta el mar ¿no?. No la conocía demasiado, apenas
alguna litrona compartida con otros en el cesped, su cara en alguna asamblea,
libros discutidos antes de los exámenes o aquel fin de semana con otros
compañeros subidos a los tejados de las casas vacías del pueblo de Riaño
mientras los guardias civiles les pedían “por favor” que se bajaran. Era una
perfecta extraña pero en ese momento le pareció una buena compañera de camino,
una más. Durante toda la mañana del último día de clase fue cruzándose con
Alfonso, Marisa, Josiño, Lluis y Carmen. Todos tenían planes y navideñas obligaciones
familiares aunque los argumentos de alguno le parecieron una mala excusa para
esconder su escaqueo. Al día siguiente, en la estación de autobuses que les
llevaría a Mérida solo estaban ella y él. Durante las tres horas de viaje el
tiempo se les pasó sin sentir con la cháchara de la facultad, los proyectos por
venir y los primeros trabajos precarios como tiernos sociólogos.
Fue al salir de la ciudad caminando por el primer tramo de la
calzada romana cuando se dio cuenta. Estaba atardeciendo, hacía bastante frío. El sol
sacaba de los campos extraños tonos verdes y dorados. Siguieron con las risas y
las bromas todavía un rato hasta que se les hizo oscuro en medio del camino.
Una oscuridad que se fue haciendo muy espesa en pocos minutos. Entonces vieron
una tenue luz a la izquierda, no muy lejos. La señora, casi una anciana, les
acogió con cariño. Les habló de su marido, la trashumancia, el precio de los
quesos, los hijos emigrantes tan lejos, su gusto por cenar un Nesquik con leche
de cabra recién ordeñada. Les dejó dormir allí junto al fuego, encima de un
montón de sacos de arpillera vacíos. Ellos también compartieron con ella aquel
brebaje con pan migado. Él tardó mucho tiempo en dormirse. Aquel lugar parecía
al margen del tiempo, como si hubieran viajado de repente al siglo I o más atrás,
claro que los romanos no tenían el Nesquik. Ella se durmió muy rápido. A través
del intenso olor a leche cruda y queso, humo y leña de encina, cecinas
ahumándose en lo alto y arpillera vieja, le pareció detectar un suave olor a
limón y rosa.
Han pasado treinta años. Por el camino de todos esos años hubo
ruinas y desdichas, espejismos, crisis, cansancios, soledades. Hoy tiene la certeza de que se puede viajar muy lejos, a
lugares exóticos y asombrosos, sin alejarse miles de kilómetros de casa. No olvida nunca aquella Navidad. No
olvida nunca el suave olor de ella por encima de todos los olores aquella
primera noche o el sabor de aquel brebaje. No olvida nunca, tampoco, la mañana
que llegaron al mar.
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