(Ilustración de Raul Alen)
Pocas cosas huelen tan bien con una pizza casera cuando se está dorando en el horno. Su olor llega hasta la calle y se mezcla con las últimas flores de la mimosa y con el olor de la tierra mojada de este marzo tan lluvioso y frío. Pocos alimentos se comen con tanto placer cuando hay hambre.
Me gusta hacer la masa con cuidado, amasarla bien, mezclar la harina, la sal, la levadura, el agua templada y el aceite con mimo y paciencia. Luego dejar que fermente más de media hora y volver a estirarla hasta hacer una torta muy fina en la que extiendo una salsa de tomate a la que he añadido romero pulverizado y tomates secos que tuve en agua la noche entera y luego convertí con mi cuchillo en lluvia fina. Sobre el tomate añado unas anchoas también picadas, queso manchego en aceite rallado y orégano fresco. Nada más.
Si, es una pizza más bien salada, gustosa, intensa, que incita a beber vino de más y a pensar que en el mundo es posible a ratos y a veces la felicidad con casi nada. El horno debe estar fuerte para que se dore y tueste en apenas diez minutos. Y su olor invisible nos toca la memoria. Es tan fácil y tan magistral el invento. Te imaginaba siguiendo este olor por Nápoles o NY, buscando los lugares donde tipos honestos venden aún pizzas de verdad sencillas y buenas.
Cuando todo se derrumba y casi todo duele, cuando la soledad y el cansancio nos arrancan las alas, basta amasar una pizza, hornearla, oler su perfume para que todo el dolor se borre y sintamos que el mundo se merece por hoy una sonrisa. Pizza casera para hoy, esferificaciones, petazetas y aires de pizza en la casa de al lado.
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