Un arroz para
luego hacer siesta, para festejar que es casi septiembre y que llueve, para celebrar
cualquier cosa, que seguimos aquí, por ejemplo, y que sonreímos sin pensar demasiado el porqué.
Un arroz sin
tapujos ni afeites, disimulos ni adornos, sin gambitas ni azafranes
lujosos. Tenía caldo de verduras, morros cocidos, cebolla, tomate y unas
amanitas congeladas desde la primavera. Hecho el sagrado sofrito, añadidas las
setas, el caldo y los morros dorados con un poco de ajo y perejil quedaba
esperar el prodigio del arroz. El amarillo esta vez lo pintaban las cesáreas y los morros
en dados la parte de pecado necesaria. La siesta, contigo, porque atreverse a
entrar en el sueño en soledad a eso de las cuatro de la tarde es siempre un
peligro. En cambio, agarrado a tu cintura, la siesta es otra cosa y el sueño se
va por donde ha venido a buscar otras camas.
Arroz con
morro y amanitas. Dicen las malas lenguas que hace mil ciento setenta y siete
años antes de Cristo se hundieron los imperios antiguos de la edad de Bronce. A
hititas, micénicos, asirios, cananeos y egipcio les derrotaron los misteriosos “pueblos
del mar”. Huyendo de aquellas batallas arribaron algunos de estos fugitivos a las tierras vettonas tras
atravesar el Mediterráneo. Los huidos traían, gracias al viejo comercio en los confines remotos del Este, un saquito de
pequeñas semillas nacaradas. En los bosques húmedos de entonces encontraron
unas setas del color del sol cuando amanece y como llevaban también en sus
zurrones jeta salada de puerco, hicieron con todo aquello un buen guiso utilizando a modo de cazuela uno de sus ya inútiles escudos de bronce.
Más o menos
nuestro guiso de hoy. No hay libros, ni epigrafías, ni antiguos dibujos en arcilla cocida
que cuenten esta historia, pero a ti te da lo mismo, te gusta mi fábula, mi
arroz y mi siesta. Todos los imperios se derrumban, sólo nos quedan sus máscaras. Sólo los guisos sabrosos sobreviven
a derrotas, viajes y mitos.
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