La poesía tiene la rara sinceridad de una
conversación en la cama. Después, o antes, y durante, cuando está por venir lo
que deslumbra y lo que nos morderá después en la memoria, hasta dejar tatuados
los dientes de quien habla en nuestro corazón o donde sea que se guarda lo
mejor que seremos.
Caminar por el campo mojado aún de lluvia
a la caza de unos pocos espárragos a medias amargos y a medias perfumados del
sabor de lo antiguo. Freírlos luego, picados, con su poco de sal, y hacer una
pequeña tortilla de dos huevos apenas aliñada con su pizca de albahaca.
La poesía que me gusta tiene la extraña
desnudez de quien no tiene miedo ni ninguna vergüenza, como cuando dormimos y en
medio de la noche nos despiertan caricias y comienza una fiesta que nunca
planeamos, al margen del pudor, detrás de cualquier prudencia.
Después de la tortilla, aprovechando el
poco de sol entre dos nubarrones, hay que volver al campo, que las flores de las jaras y los cantuesos violetas tiene la belleza breve y no hay que desperdiciar ni un
solo segundo si es para la libertad.
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