Foto: Li Hui |
Pensó que tal vez el veneno del deseo no
fuera tanto la rutina como la trampa de dar por ganado un cuerpo, por conocido o por saboreado. O quizás lo más tóxico fuera olvidar la alegría y las ganas de
exceso.
Dejó macerar la papada ibérica durante
medio día en pimienta, poco pimentón, sal, azúcar y algo de tomillo fresco y estuvo
toda la tarde leyendo “meridiano de sangre”. Luego cocinó al vacío el tocino
con la lentitud precisa que permite este agosto y preparó un puré como manda la
buena cocina viciosa, con patatas ratté, mantequilla y crema doble. El privilegio de vivir y su consciencia
exige ser minucioso en los ritos para luego dejar volar el instinto a su libre
antojo. Pasó por la plancha fuerte los pequeños
dados de papada para dorar apenas su exterior, colocó cada cuadrado de marfil
sobre una pequeña montaña de puré y napó el invento con una ligera salsa de
apio, nabo y puerro antes de colocar encima una cucharada generosa de caviar
español.
Es posible que siempre se nos escape a quién
más deseamos. O tal vez no. Pensó que quizá no fuera tan difícil conservar la
alegría, comprender la fortuna de estar hoy aquí, saborear el tocino cocinado
y también el licor que a veces esconde la piel de quién amamos. Cocinó tres dados para cada uno. Entre cada
bocado hubo silencio, vodka helado y sonrisas. En la cama también.
Y Santi, en el cielo de nuestra memoria,
sonrió satisfecho al contemplar como su antiguo pecado continuaba teniendo
seguidores.
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