Hay un verso de “Piedra de Sol” de Octavio Paz, que dice: “defender nuestra ración de tiempo y paraíso”.
Han sido unos cuantos miles de años caminando, así que lo extraño
es que nos hayamos acostumbrado tan pronto a estar sentados todo el día mirando
de cerca una pantalla luminosa. Más de dos millones de años si nos remontamos
al género homo, más de doscientos mil años si sólo tenemos en cuenta a sapiens,
son muchos años caminando sin parar y mirando lejos. La locura y la tristeza,
la obesidad y el colesterol, la cobardía y la miopía son el resultado de no
hacer caso a nuestros genes y no salir todos los días al camino a mirar el
horizonte.
Muchos de nuestros congéneres están encantados con esta nueva vida
de comodidad y sedentarismo, sólo hacen ejercicio o deporte por prescripción
médica o porque está de moda o para conseguir y lucir esbeltez. Unos pocos, en
cambio, no soportamos estarnos quietos, nos tira el instinto al campo y sólo
allí nos sentimos en paz, reconfortados, tranquilos. Es llegar al río o al monte y sentir en el cuerpo que se está en
casa. Allí tenemos nuestra ración de "tiempo
y paraíso” que es o debería ser nuestro derecho como humanos. Estaría el
derecho al refugio, el alimento, la cultura, el cuidado. Y también el amor y
estas horas de monte y soledad.
Ultimamente hay demasiadas películas sobre el Apocalipsis, los
fines del mundo, el enésimo diluvio, terremoto o centella meteórica gigante
reventando nuestra tierra. Para el tranquilo y agudo filósofo Dan Dennett el
caos es mucho más fácil: “Internet se
vendrá abajo y cuando lo haga viviremos oleadas de pánico mundial. Nuestra única
posibilidad es sobrevivir a las primeras 48 horas”. Y claro nada
funcionará, ni los teléfonos, ni la electricidad, ni las gasolineras, ni los
cajeros de los supermercados, nada. Tal vez el mundo sea hoy lo que se esconde
en las tripas de millones de cacharros conectados con fibra óptica y satélites
zombis, pero el mundo es también ese pequeño río al que voy a pescar, ese monte
en el que cazo donde siguen creciendo las higueras salvajes junto a las que me
apostaba de niño. Tal vez el mundo sea ahora una frágil telaraña de cables
telefónicos, ordenadores y móviles a punto de colgarse y colapsar el progreso,
pero el universo es también esa zona de agua baja en la que un gran barbo
espera el desayuno y esa pequeña ondonada en las que van a jugar al amanecer los
conejos que se han salvado de las últimas epidemias.
De niño me maravillaban las luciérnagas. Al principio las atrapaba
las noches de agosto bajo una adelfa del jardín para intentar llevarme su luz a
mi habitación, Allí me encontraba con un escarabajillo gris y feo. Pronto
comprendí que su magia sólo funcionaba en libertad.
Me impresionaban las ranitas de San Antonio. Si color verde no era
de este mundo. Su grácil fragilidad y su belleza hizo que, inexplicablemente,
jamás me llevase ninguna a casa para observarla dentro de un tarro de cristal.
Me deslumbraban los martines. Una chispa celeste cruzando el río a
ras de agua. Una vez encontré uno muerto en la arena de la orilla y pude ver de
cerca su intenso azul metálico y su diseño de pescador perfecto.
Me intrigaban las truchas. Vivas eran unos animales astutos y
hermosos, con una piel llena de colores distintos y una fuerza en sus músculos
que me parecía imposible que saliera de un cuerpo tan frágil. Sin embargo
muertas lo perdían todo, sólo eran pescado reseco, flácido y opaco.
Me dejaba perplejo ese instinto que me llevaba en verano a acechar
a los conejos al amanecer, con una vieja monotiro del nueve, a la sombra de una
higuera. Luego encendía la chimenea de la casa del guarda y asaba los gazapos pinchados
en un palo, aromatizados tan solo con romero y con sal.
Entonces, cuando las luciérnagas, las ranitas de San Antón, los
martines, las cestas de peces y los gazapos asados para desayunar, yo me vestía
con unos vaqueros gastados, una camiseta vieja, un sombrero de paja medio roto,
unas zapatillas de lona. Si iba al río llevaba una larga caña de bambú cortada
y secada a conciencia por mi abuelo Fernando. Si madrugaba para acechar a los
conejos mi herramienta era una escopetilla de cartuchos diminutos que entonces
me parecía la mejor arma del mundo. Consideraba de lo más natural que en las
ilustraciones del libro de Mark Twain, tanto Tom como Huckleberry se vistieran
así, como yo en el verano, Y que su ocio fuera ese, el de pasar todo el día en el
monte y en el río.
Hoy me resulta extraño pensar que hace muchos años estuve viviendo
en un libro de Mark Twain y entonces que no existieran los ordenadores, ni Internet, ni los móviles. No he vuelto a
ver luciérnagas, y hasta dicen que los insecticidas están acabando con las abejas.
No he vuelvo a ver ranitas de San Antón, los mismos pesticidas o el cambio
climático está afectando a su sensibilísima piel. Aún contemplo cruzar, de
cuando en cuando, la chispa azul del martín, no sé por cuanto tiempo. Al menos
me queda la felicidad de ver salir a la trucha de mis dedos como una centella
de colores y de seguir desayunando algunos días de verano un conejo asado
ensartado en un palo en la chimenea de una casa vieja. Hago caso al poeta: “defiendo mi ración de tiempo y paraíso”.
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