La biblioteca de Sociología y Ciencias Políticas de Madrid, cuando
la facultad estaba junto al palacio de la Moncloa, era un refugio caliente y
maravilloso durante el invierno, lleno de libros asombrosos que hablaban de todo
y aspiraban a explicar el complicado mundo a un chico de pueblo como yo. Pero cuando llegaba la primavera, mucho mejor
que las clases o aquel edificio lleno de escaleras asesinas era el erótico cesped de los
alrededores donde discutíamos sobre lecturas, viajes, revoluciones por venir, o de como reventar el acto de Manuel Fraga en uno de los salones o de incomodar a Felipe Gonzalez en el palacio de al lado organizando una
okupación de todo el edificio para el fin de semana. Aquel día había ido el
despacho de uno de los profes que tenía en primero, un tipo con toda la pinta de
genio loco que nos había obligado a leer un libro gordo infumable, una selección
de lecturas de psicología social norteamericana. Le dije, con la arrogancia y
desfachatez que da la más profunda de las ignoracias que todo aquello era un puto refrito conductista y una mierda. José Ramón no se inmutó, parpadeó varias
veces tras las gafas, hizo una mueca que entonces no me pareció una sonrisa, se
dio la vuelta y cogió de la estantería un libro casi al azar que no era
siquiera de su asignatura. “Tenga Usted,
hágame un análisis de este libro. De todas formas el examen será sobre esas putas lecturas refritas de mierda que ya ha leído y estudiado”. Así conocí a Ruth.
Me gustaba su precisión
poética y su libertad para deconstruir con palabras suaves ese castillo de
tópicos en los que se sustentaban las culturas poderosas y las sociedades
dominantes para explicar sus arbitrariedades, sus coartadas y sus chantajes. La
tesis de Ruth Benedict era que “cada cultura valora y privilegia
ciertas conductas y tipos de personalidades y no otras en función de diversas
razones bien definidas, y esas conductas son premiadas, delimitando así lo que
está bien o mal”. Por lo tanto, según ella, uno no puede evaluar una
cultura usando los estándares de otra. “La
cultura de cada pueblo es única y sólo puede ser comprendida desde sus propios
términos”. Su amante, amiga y alumna Margaret Mead ha sido en la historia de la antropología más “famosa” que ella pero su memoria y sus obras, aunque controvertidas, se mantienen frescas y vivas.
Nunca agradeceré lo bastante a José Ramón Torregrosa Peris su paciencia y aquel
desafío, y luego otros muchos ante mis reiteradas negativas de estudiarme todos
aquellos psicólogos sociales norteamericanos que escribían en una jerga
incomprensibles definiendo unos conceptos estupefacientes y retorcidos para un
alumno como yo, al que le importaba más pescar truchas, estar enamorado, guisar palomas
torcaces y beber litronas en el césped con mi amiga Ana.
A Benedict le tocó vivir una epoca en la que el racismo, el
nazismo y la violencia más feroz arropada por el derecho y la justicia de
algunas naciones parecían ser los nuevos estándares de la civilización. Una
época en la que ser mujer y ejercer la libertad en el sexo, los afectos y el
pensamiento seguía siendo extraño para aquel “american way of life” de rebeldes sin causa y amas de casa rubias que luego
sería una aspiración casi universal. Entonces la psicología social, la
antropología y la sociología eran en EEUU ciencias tan prestigiosas como las
matemáticas o las ingenierías porque a través de ellas se deseaba analizar,
entender y explicar por qué había nacido aquel Golem llamado nazismo en uno de
los países más modernos, educados y desarrollados del mundo. Durante la guerra Ruth trabajó para el Ejército de los Estados Unidos con el objetivo de “que
los hacedores de normas tomaran en cuenta diferentes hábitos y costumbres de
otras partes del mundo”. Se centró en la cultura japonesa, el enemigo, los
amarillos, un exótico imperio que había renacido de su atraso feudal para
convertirse en un nuevo imperio feroz, invasor y sanguinario. El gobierno americano
necesitaba entender a aquel raro enemigo. ¡Sin embargo Benedict jamás había
pisado Japón!, así que leyó, estudió, analizó, comparó todas las publicaciones
que en las bibliotecas hablaban de la cultura japonesa, entrevistó a americanos
de origen japonés que el gobierno estadounidense había encerrado en campos de
concentración por considerarlos enermigos emboscados y con todos los viajeros o
comerciantes yankis que habían vivido en Japón. El fruto de todo ese trabajo enciclopédico era el libro que me había dado para leer Torregrosa esa mañana: “El crisantemo y la espada: patrones de la
cultura japonesa” El más profundo estudio sobre la cultura japonesa que
jamás se había hecho en EEUU hasta entonces. “Los
japoneses son agresivos y no agresivos, tanto militaristas como estéticos,
insolentes y educados, rígidos y adaptables, sumisos y resentidos de ser
empujados, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y
hospitalarios con las nuevas formas(…)” Dicen que ese libro fue la razón
por la que el General MacArthur, al acabar la guerra, no mando fusilar al cabrón del Emperador Hirohito. Pero esa es otra historia.
Torregrosa me suspendió el examen y me puso un sobresaliente en el
trabajo que le hice sobre el libro. Luego me quiso fichar para la
psicología social pero fue c ulpa
suya que la antropología me gustase mucho más desde entonces. En 1946 Ruth
Benedict fue elegida la primera mujer presidente de la Asociación Antropológica
Americana. No sé por qué hoy me he acordado de ella, de su belleza digna en las
fotografías y de aquel libro que me descubrió tantas cosas, del gran José Ramón Torregrosa y de aquel cesped
de la facultad en el que los besos sabían siempre tan bien. Pero no se queden ahí,
pasen y lean “El crisantemo y la espada”
ahí están el manga y el sashimi, el gusto por las katanas y las geishas la Bola del Dragón y el coleccionismo de
braguitas usadas, aunque Benedict no los nombre.
Gracias José Ramón, Gracias Ruth.
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