(A la memoria del gran Iñaki Oyarbide, siempre cocinaré su "bacalao al ajo arriero" pensando en su forma de guisarlo. Estás en el cielo de nuestra memoria)
Leche condensada, nata, miel o nada. Aliños para la piel, salsas para chupar sobre su cuerpo. La carne sin edulcorar también estaba rica pero a él, a ella, les excitaba jugar a endulzar el origen del mundo y sus periferias. De entre todas las substancias nada le gustaba más que el puré de castañas que muchas veces había cocinado para acompañar un ragout de ciervo, un lomo de corzo apenas marcado en la parilla y hasta un grumo de cochinita pibil sustituyendo a la cebolla.
Leche condensada, nata, miel o nada. Aliños para la piel, salsas para chupar sobre su cuerpo. La carne sin edulcorar también estaba rica pero a él, a ella, les excitaba jugar a endulzar el origen del mundo y sus periferias. De entre todas las substancias nada le gustaba más que el puré de castañas que muchas veces había cocinado para acompañar un ragout de ciervo, un lomo de corzo apenas marcado en la parilla y hasta un grumo de cochinita pibil sustituyendo a la cebolla.
Noviembre era tiempo de castañas, bosques con olor a maravilla,
amanitas de los cesares aliñadas con una suave vinagreta japonesa de mirin, lluvia nocturna sonando entre los sueños, domingos lentos en su compañía.
Medio cocidas y peladas las castañas las deja cocer en leche a fuego muy lento con
alguna viruta de canela y un poco de azúcar morenísimo. Cuando se van deshaciendo añade tres
buenas cucharadas de nata fresca, una pizca de sal y las hace puré con saña hasta que
queda suave y muy cremoso. Cuando está aún templado decora sus pezones con unas
pocas gotas espesas, llena su ombligo, cubre el mundo y comienza. Se deja hacer, ríe. Luego
le tocará a ella jugar a decorar su postre preferido.
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