Has vencido aunque hoy no lo sepas. Ganaste. Hoy es fácil amar y
vivir. Sonríe. Mírate, ahora, frente al mar, sin que el frío te
venza, oteando hacia el punto rocoso del islote lejano donde sueles ir a nadar muchos
días de verano. Tal vez seas ya viejo, quizá todos los sueños que tocaste y los
que construiste ya no existan. De pronto te llega una ráfaga de viento de la
casa y hueles el café. Después del perfume del café reconoces el de las ostras
fritas, el pan oscuro tostado con mantequilla, la sonrisa de ella, con ese pelo
tan rubio y tan rizado, despeinado por el sueño y el amor. No te quejes, no te
duelas, sonríe siempre. Vuelve a la casa. Alguien grita tu nombre y
luego tu apellido estirando en la voz la última letra de cada palabra.
Al entrar en la cabaña te golpea el calor de la estufa y el de la
cocina de hierro en la que se ha hecho el pan. Ella se ha puesto tu grueso jersey
de lana sin desengrasar, el que usas siempre debajo del impermeable cuando sales con el
pequeño barco de su padre. La llevas a la cama, la desnudas. Se han ido las
nubes. Los primeros rayos de sol entran por la ventana y dan de lleno
en su piel blanquísima de nieta de vikingos exiliados en Grecia. Te demoras
besando sus pezones rosados, aspirando el olor de la noche que aún guarda su
cuerpo, el sabor a café y a mantequilla de sus labios. No te quejes, no te
duelas, no olvides, sonríe. Te has quedado muy dentro, quieto, sintiendo que allí
está tu hogar, el que has perdido tantas veces en Madrid, Nueva York, Buenos
Aires, La Habana, el que nunca pensaste que tendrías. Podrías pasarte horas, el
día entero provocando a su piel, tocando, investigando si es real cada curva,
su blandura, la arquitectura minuciosa de un cuerpo, la caricia de su voz en tu oído diciendo que vuelvas, que ya
tiene hambre.
Ha hecho café fuerte, siempre lo hace así. Horneó pan de
centeno que luego ha tostado en mantequilla y colmado de mermelada de melocotón
que un amigo de entonces te envía con mucho secreto desde Barcelona y te ha
preparado las ostras fritas que arrancaste ayer del acantilado. Hay que abrir
cada ostra y escurrir el agua sin tirarla. Se reboza cada una en harina de maíz
y se envuelve en una fina loncha de tocino sin que la delicada carnosidad
gelatinosa del molusco tenga escapatoria. Sólo ella tiene el secreto de dónde
clavar el palillo para que ese pequeño saco no se deshaga en la sartén.
Entonces se reboza cada paquete en huevo y pan rallado y se fríe a fuego fuerte
hasta que estén bien doradas. El agua de las ostras se mezcla con algas machacadas,
una variedad de lechuga de mar que tu vikinga suele coger y luego secar en
verano, más tomates secos conservados en aceite y triturados, también regalo de tu
amigo Jordi, de tu otra vida, de aquellos años de esperanza y desastre,
de progreso y guerra.
No hay mucho que ver en la pequeña cabaña de la fotografía. Un
hombre mayor, yo no diría que anciano, y una mujer de edad similar y pelo muy rubio, desayunando
desnudos sobre la cama. El sabor de la ostra templada estalla en su boca al
masticarla. Ahora que el sol vuelve a esconderse, quizá durante días entre
nubes oscuras, sube hacia arriba dando
pequeños mordiscos por su vientre, alrededor del ombligo, la piel que cubre sus
costillas, el nacimiento del pecho muy cerca de la axila. Llega a su
boca que aún sabe a ostras y a mantequilla salada. Nadie te recuerda en España, apenas apareces en los libros de
historia, muchos años después un escritor llamado Ataulfo inventará algunas de
tus vidas probables. Sólo te queda un amigo de entonces, de antes de guerra, que te manda desde Barcelona mermeladas y
vino, largas cartas, libros. No te quejes, no te duelas por todos los vencidos, sonríe. Aunque tu creas que siempre has perdido no es cierto, ganaste. Ganasteis. Hoy descansas por fin
bajo un olivo en el pueblo de Alones en el centro de Creta y los pocos amigos a
los que les dolió que te fueras, Buñuel, Aub, Alberti, Tagüeña, Rojo... también les quemó
el tiempo hace ya muchos años. Pero hoy, aquí, quiero estar antes, en ese desayuno de pan con mantequilla templada y ostras fritas. En todas las horas de después. En la vida. Mirar contigo el pequeño tatuaje de un pez que cubre la cicatriz de su pecho, la fuerza que pone en ese abrazo, la libertad con la que ella abre las piernas para que tu bebas, la seguridad con la que apoya la cabeza en la almohada, arquea la espalda y sube el culo hasta la altura justa. Poder escuchar ese jadeo suave que luego se va convirtiendo en un gemido ¿Yogar? A ella le gustó leer esa palabra en tu vieja edición de El Quijote. No es follar, ni joder, ni hacer el amor, tal vez sea otra cosa. O no. Sólo te lame la punta. Él separa los labios del coño, mete la lengua muy dentro, respira ese calor, su latido ahí abajo. De madrugada uno de los dos se despierta, va a beber agua fría a la nevera. Luego le lleva al otro un vaso grande, con hielo, sin tener que pedirlo. Se conocen de antes, de la otra vida olvidada en Madrid, de cuando el secreto de la alegría era la resistencia. Extiende con cuidado el lubricante ahí o es él quién se deja. No lo sé. Se besan luego durante mucho tiempo, con una glotonería adolescente que nunca olvidaron. No se dan cuenta cuando se quedan dormidos de nuevo. Debe ser ya medio día detrás de esas nubes espesas.
Foto de Olivier Brandilly |
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