Sofrito de
ajo, tomates maduros sin piel ni semillas, un poco de cebolla, puñado de cominos machados,
albahaca, pan duro. Una buena sopa caliente. Me gustan casi todas siempre que
fuera haga frío y comience a centellear la nieve. Además de esta simple y rica
sopa de tomate extremeña me gusta la traslúcida tapioca sobre un caldo de pollo, el sabor aterciopelado que da
una yema de huevo desleída en un poco de Jerez y el premio de encontrarme en el
fondo unos tropezones de tuétano.
Hace muy pocas
décadas, cuando la calefacción era un exotismo desconocido, sólo una estufa de
leña o un brasero de picón, un trago de áspero aguardiente y una hirviente sopa cualquiera podía hacernos entrar
en calor en días como este. Da escalofríos pensar que en la España de hace un siglo la esperanza de vida al nacer
era de treinta y cuatro años. Ahora nos parece una época remota, muy lejana, casi
improbable, pero en nuestra historia es un antesdeayer.
Hoy la esperanza de vida es de ochenta, así que el progreso, la medicina y una
buena alimentación, nos ha regalado casi cincuenta años de vida.
Entonces,
hace un siglo, la sopa era muy
importante, para la mayoría eran sopas pobres de pan, de ajo, de tomate, de cebolla,
de hierbas del campo… sopas a las
que se daba gusto con huesos baratos o despojos y cuyo valor vivificante lo daba el estar salada
y caliente. Las sopas apenas alimentan.
Salada y
caliente. Aunque también había sopas dulces hechas con pan, azúcar y un puñado
de almendras y nueces crudas machacadas. Se dejaba tostar esa sopa, en cazuela
de barro, al fuego de la chimenea. Era el turrón del pobre, el dulce de Navidad
en las frías tierras del norte de Extremadura.
Me sabes
caliente y salada, también a sopa dulce de almendras. No hay remilgo ni
prudencia en el deseo, tampoco en la memoria de nombrar ese pasado difícil y remoto de los nuestros (o aún tan cercano). ¿Entiendes de verdad el “carpe diem”?, hoy vivimos muchos años de
regalo, ¿de qué tener miedo entonces?.
Foto de: Pierpaolo Ferrari |
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