El escarabajo camina muy despacio. Duda. El
sol comienza a calentar fuerte. Tengo mi cara sobre el suelo, siento su calor,
la vibración constante, como si la tierra fuera una enorme piel flexible que
alguien golpea sin ritmo. A veces cierro los ojos. Me imagino nadando en una
poza fría. Camposines está cerca. Hemos dejado las mochilas con la dinamita en
una tejonera. El escarabajo se ha quedado quieto tras una piedra pequeña. Yo
también. Esperamos a que vuelva Conejo de su rastreo. Elmer Conejo Ramírez,
escribo el nombre completo para que quien lea todo esto no piense que Conejo es
un mote. Una granada de mortero cae muy cerca. Algo me da en la pierna. Huele
muy bien a romero. Descubro una mata seca y llena de polvo a un metro de me
cabeza. Muevo muy despacio el brazo para intentar arrancar un puñado de flores.
Las desgrano con los dedos delante de mi nariz y respiro. Escucho las voces de
los otros. Pueden ser tres o cien. Carlos, Negro, Liberto, Jaime, Lolo saben
que no podemos quedarnos aquí a que el sol nos achicharre. El resto de hombres
tal vez piensa que no es mal lugar esta hondonada llena de aulagas amarillas
protegida por los tres peñascos. Yo sólo distingo tres voces. Puede que los
otros noventa y siete estén callados. Hago el gesto. Carlos se escurre bajo el
borde de una lengua de tierra seca que alguna vez fue una linde de un campo de
trigo. En cuanto escuchamos la primera ráfaga nos levantamos todos y echamos a
correr rectos hasta el paredón de piedra. Veinte metros. Evito pisar el
escarabajo. Son quince hombres. No
disparan bien. Desde tan cerca, con el Mauser, hay que ser muy templado. Doy
por encima del ojo al primer tirador. Se me encasquilla el arma. Saco la otra.
Las ráfagas de Liberto barren a mi derecha. Carlos le ha metido el puñal a un
capital en el hueco de la clavícula y ahí sigue hurgando hasta que se desploma.
Cuatro chavales de mi partida se retuercen y gritan detrás. Conejo sabe de eso
y va a atenderlos. Los tiros de barriga son los peores. Dolorosos. Mando a uno
que no conozco a por los enfermeros que están como a un kilómetro de la
posición. Corre como una liebre entre los matojos hasta en una granada de
mortero le cae casi encima. Dos de los heridos tardarán muchas horas en
callarse. Los otros dos los hemos vendado y pueden moverse. Durante tres horas
la batalla parece que se aleja. En este puesto de vanguardia hay agua y vino.
Latas de sardinas. Frutas escarchadas, una bonita cesta de tomates maduros. Hay
que esperar hasta que se haga de noche para largarse. Comer si ganas. Tiempo
para escribir aquí. Tenían una ametralladora nueva, alemana, desmontada, la
estaban limpiando. Suerte. Carlos no quiere lavarse las manos llenas de sangre
negra. Utiliza la tierra seca. No podemos desperdiciar el agua. Cierro los ojos
durante un rato. Al abrirlos veo un escarabajo como el de antes intentando
trepar con torpeza por el terraplén. Pero de pronto abre los élitros y sale
volando con un zumbido de bala. Echo de menos unas alas de escarabajo. Al
volver hemos pasado por la zona donde estalló la granada de mortero. Todos
temíamos pisar los pedazos del mensajero.
He sentido como entraba y como salía. El
pinchazo, el escozor al salir de la carne, la sangre caliente escurriendo sin
parar camisa abajo. Él no ha sentido nada. Una y otra vez Liberto me explica lo
estúpido de apuntar a la cabeza. Lo fácil que es fallar un blanco tan pequeño.
Saña. Sádico. Sucio. Me describe, no insulta. Se nota que aprovechó bien las tardes
en el liceo de su padre leyendo enciclopedias y artículos de Anselmo Lorenzo en
viejos periódicos. La pistola americana pesa mucho más pero nunca se
encasquilla. Entramos por el corral. El pueblo parecía desierto. Hay un
limonero viejo lleno de grandes limones maduros. Nos imagino sentados bajo su
sombra, con las camisas blancas, impolutas, abiertas, bebiendo limonada con
buenos mendrugos de hielo en los vasos. Domingo por la tarde. Desocupados.
Risas. En otro tiempo. Dos hombres armados de guardia con los ojos
entrecerrados. La ráfaga de Liberto les toca de lleno a la altura del pecho.
Era una casona grande. Parecía casi abandonada. Difícil. Puede haber cincuenta
bien armados. Ellos tiran granadas. Arrasan las ramas del limonero. Sacan dos
ametralladoras de las rejillas de una carbonera. Suerte que se les acaban los
peines a la vez. Tengo tres o cuatro segundos. Cuento en voz alta. Entran
conmigo Jaime, Lolo, Elmer. Huele a polvo húmedo, aceite de camión, sudor,
cordita. Los gritos se oyen siempre aunque estés sordo por las explosiones y
los tiros. Los nuestros. Los de ellos. Apunto a los ojos porque es instintivo
buscar un punto, el cuerpo sólo es un bulto. Sé que fallo más si apunto al
cuerpo. En cambio en la cara se derrumban. Un tiro en el pecho hace luego una
buena fotografía de vencido. Un impacto en la cara es siempre muy feo. Muchos
soldados de reemplazo vomitan al ver esos agujeros. Tanto destrozo. No convenzo
a Liberto con mis teorías. No puedo decirle que esta vez fallé y por eso el
hombre pudo disparar su Mauser. Pero él también falló por apuntar a bulto y
sólo me atravesó la carne del hombro por encima del hueso. Se me cae la pistola
como si ese brazo fuera el de una marioneta. Me queda la Browning de la
izquierda. Soy zurdo. Sigo escalera arriba disparando a las miradas. Uno asoma
el cañón y dispara a menos de tres metros de mi cara. Me llegan pedazos
hirvientes de pólvora que se me clavan en el cuello, pero no la bala. Me duele
más la quemadura que la herida. Grito. El hombre se asombra de haber fallado.
No le sale acerrojar. Le entra el tiro por encima de la frente. Hay muchos en
un salón parapetados tras librerías derrumbadas y una enorme mesa de despacho
de madera maciza. Liberto les mete tres cartuchos de dinamita con mecha corta.
Se derrumba todo. El tabique que nos separa de ellos también ha reventado. El
techo, la pared maestra que daba al huerto del limonero. Muchos cuerpos rotos.
Ráfagas del naranjero de Elmer que no escucho. Sólo veo el rojo de la bocacha.
Todos sordos durante una semana. Casa por casa matando. Así ha sido esa
batalla. Conejo me cura la quemadura les cuello con pomada amarilla. Luego, por
la tarde, Rojo habla y habla mirando el mapa. Tiene que gritar. Se están
reagrupando en el pueblo más grande. Debemos ir esa misma noche. Le escucho muy
lejos. Leo los labios. Llevo un limón en la chaqueta. Le corto con la navaja y
me meto una rodaja en la boca. Escuecen los labios secos. Siento la hinchazón
del hombro, como de corcho, el latido constante del dolor.
*
Quedan varias horas. La cama esta fresca. Las
sábanas limpias. Los chicos están en las otras habitaciones. Hay uno que ronca
fuerte. Se escuchan a lo lejos las explosiones, el zumbido de los aviones muy
altos. La alcoba tiene una pequeña estantería. Libros antiguos bien encuadernados.
Me recuerda la habitación de Asja. Si me concentro casi recuerdo el olor de sus
axilas. Ella me aficionó a escribir un diario. Ella y Gracián. No soporto la
comodidad. No quiero engañarme. La habitación tiene también un pequeño
escritorio modernista desde el que escribo ahora. Un gran espejo roto. Un
balcón grande que da a un huerto abandonado.
Desmonto la Browning. La Astra me la limpia Elmer. Cojo un libro al
azar. Los hermanos Karamázov. Vuelvo a pensar en Gracián Jaraíz. Ni siquiera le
abro. Temo leer. Volver a cuando podía leer horas y horas en la penumbra de las
tardes de verano. Abro un cajón del escritorio. Está lleno de plumas. Me llevo
tres que escriben y un pequeño tintero de viaje aún lleno de tinta. Relleno los
cargadores de la pistola y los del naranjero. Vuelvo a la cama. Me vence el
dolor del hombro.
Volvemos luego al cuartel de Rojo. Repite el
plan, la necesidad. Explica sobre un plano por dónde es mejor entrar y salir.
Están todos los hombres, también los nuevos. Hay luna y haremos mucha sombra.
Negro y Liberto dudan. Rojo vuelve a explicar. Quiere convencer. Nunca se
cansa. Jaime vuelve a dormirse mientras están liados sobre el mapa. Han traído
dos cajas de las nuevas granadas. Cada cual llena bien su bolsa de bandolera. A
Asla no le gustaba Dostoyevski. A Gracián sí. Elmer me da la pistola Astra
limpia y bien engrasada. Debemos caminar cinco kilómetros. El santo y seña es
“cotidiano” pero a los últimos soldados no les ha llegado ni el orden de
batalla de mañana, ni la seña. No tendrán ni diecisiete años. Grita Lolo: quien
coño os va a dar por culo a estas horas. Luego se queda unos minutos y les
explica. Tantas veces hemos abierto fuego ante la duda.
Negro y Liberto van delate. Nosotros
esperamos. Avanzan cien metros y si no hay bulla hacemos igual nosotros. Aunque
es noche cerrada aún canta una chicharra de forma rabiosa sobre el crí de los
grillos. Debían de estar poco despiertos tras el jaleo del los días anteriores.
Hemos entrado a ciegas, en diagonal, cada uno en su área para no matarnos entre
nosotros como otras veces. Me quedaba al final sólo una granada y un cargador
de la Astra. El último hombre que maté tiró el fusil y pudo sacar la bayoneta.
No vemos nada. Es mucho más fuerte que yo y aunque le tengo agarradas las muñecas
mueve los brazos a su antojo. hundo la cara en su cuello, abro mucho la boca y
logro morder su nuez de adán. Está dura, cruje, luego siento la sangre caliente
que entra también por mi nariz y casi me ahoga. Afloja las manos y suelta la
bayoneta para intentar agarrar mi cabeza.
Lolo y Conejo están muy mal heridos. De los
veinte nuevos han muerto trece. Nos largamos de allí espantados, como si
hubiéramos cometido un crimen, sin decir ni una palabra. Casi al amanecer viene
Rojo a vernos a la casa. Jaime no se despierta, sigue roncando. Nos felicita.
Pregunta cuantos. Revisa conmigo la documentación. Comenta el fracaso del grupo
que organizó Tagüeña. Sólo han vuelto tres. No se me va el sabor a sangre de la
garganta.
*
Hace muchos millones de años todo este campo
eran lagunas de agua dulce. Mi amigo Ángel me contaba a veces que en parajes
parecidos de la Sierra del Montsec, en
Lérida, y en la Serranía de Cuenca aparecieron las primeras plantas con flores.
Hace calor. Los aviones no paran de tirar bombas. Angiospermas. Recuerdo la
palabra. Las flores eran pequeñas, feas, diminutas pero con esas primeras
plantas el mundo comenzó a llenarse de color. Montsechia vidalii. Debajo de mi
debe de haber fósiles de esa primera flor. Cretácico. Ángel era bueno contando
cualquier cosa. Ponía mucha emoción. Se quedó en Berlin. Botánica. No sé nada
de él desde hace seis años. ¿Seguirá vivo? La flor de Ángel vivía por aquí hace
ciento treinta millones de años. Rojo ha venido hace un rato. Quiere que
entremos río abajo y subamos por un arroyo seco y luego por una quebrada muy
estrecha. Le digo que en el mapa esa grieta es invisible. Me enseña entonces
una foto aérea. Parece que sí existe. Después hay un pelado y tras el pelado
una loma pequeña. Tras la loma un montón de artillería. Negro y Liberto achinan
los ojos para mirar la foto, dudan. Ahora descansamos. Nos han traído un
pequeño saco de papel de estraza con bocadillos y vino. El pan esta muy
crujiente y el vino casi fresco. Jaime y Lolo no paran de comer. Nos guardamos dos
bocadillos de queso envueltos en ese papel en la bolsa de las granadas.
Llenamos de vino las cantimploras hasta que se vacían las botellas. No hay
luna. Echamos las linternas. Me sigue doliendo el hombro y a veces sangra.
¿Para quién escribes? Ya no me lo preguntan. Pasear con Asja por Berlin. Nos
presentó Ángel. Reviso de nuevo las armas. A Ángel le habrán matado como a
Gracián en Madrid. Siempre tan optimista. Por si no vuelvo de la excursión
pienso que debo acabar este diario con una palabra bonita. Escribo: Montsechia.
Ya de vuelta. Amanece. No tengo sueño.
Tampoco mis hombres. Están masticando los bocadillos que nos guardamos. El pan
está gomoso, reseco, el vino caliente pero entra bien. Nadie muerto. Todos
heridos. Avanzamos como gusanos por el puto arroyo lleno de espinos. La
quebrada también estaba llena de abrojos secos así que gateamos por el borde,
muy expuestos. Cagándonos en dios. No se veía nada. Calculé con la imaginación
cuanto quedaba para la posición. No se oía nada. Nos quedamos allí como tres
horas, inmóviles, en silencio, metidos todos en un agujero del suelo que hacía
una roca, sacándonos los pinchos de las manos con los dientes. Entonces se
levantó brisa y nos llegaron algunas voces. Seguimos a rastras guiándonos por
esas palabras irreconocibles que a veces nos traía el viento hasta que vi a un
centinela encender un cigarrillo. Aunque tapaba el mechero con la mano fue
suficiente para orientarme. Rodeamos la pequeña loma en dos grupos. Muchos
hombres, seis piezas de artillería, cuatro o cinco mulas que utilizarán para
traer munición. Todo eso lo veo gracias a una pequeña hoguera que han hecho
algo alejada de la posición. Huele muy bien a chorizo asado. Lanzamos primero
las granadas y en cuanto estallan entramos desde los dos lados de la loma
disparando las ametralladoras a oscuras porque el polvo y el humo de las
explosiones tapaba el poco resplandor de la hoguera. Gritos de nos rendimos.
Gritos de los heridos. Relinchos de las mulas agonizantes. Negro y Liberto los
agrupan. Recogen a sus heridos. Les gritamos para que se vayan. La noche está
como boca de lobo. Cuando ya están lejos alguien grita: rojos hijos de puta.
Amontonamos los fusiles con la culatas en la hoguera. Inutilizamos los cañones
con granadas y salimos corriendo hacia nuestras líneas. Nadie ha querido
rematar los animales. No llevamos ni cinco minutos corriendo cuando escuchamos
el tacataca de unas ametralladoras, a lo mejor están disparando a sus propios
soldados sin saberlo. Luego los silbidos de los obuses arrasando su antigua
posición. Los soldados eran muy jóvenes, más que nosotros. Las mulas bonitas,
limpias, bien arregladas. Lolo se queja mientras no deja de masticar su
bocadillo. Duelen los pinchos en los brazos. Lolo ha robado al enemigo una caja
de latas de sardinas y una ristra de chorizos.
Artillería y bombardeos de la aviación
durante todo el día. Paran sólo un rato a eso de las dos. Hora de comer.
Nuestro grupo descansa hasta la próxima ocurrencia de Rojo. Estamos en un
pequeña cueva desde la que se ve el Ebro. A Lolo se le ocurre hacer una pequeña
hoguera y asar unos chorizos. En cinco minutos tenemos más de cincuenta hombres
a la espera de su ración de embutido asado. Tenemos suerte de que las latas de
sardinas no se huelen a distancia. Luego me dice Lolo que ha dado a cada uno
una lata. Es que todos se parecen a mi hermano pequeño. Tu no tienes hermanos,
cabrón. Le replica Liberto. Por eso. Responde. De uno de los muertos de ayer
cogí un libro: “el anarquismo expuesto
por Kropotkin” de un tal Edmundo González-Blanco. Un enemigo leyendo cosas
de Kropotkin. Si no escuchase las explosiones. Si no viera a mis compañeros
armados hasta los dientes aquí amodorrados pensaría que estoy de excursión
veraniega. Dicen que los combates son duros en Gandesa y Rojo no da abasto. No
tiene ahora tiempo de pensar una nueva picadura de mosquito de nuestro grupo en
el culo de Franco. Además hace mucho calor. Al atardecer algunos hombres han
bajado hasta el río para bañarse a pesar de los aviones. Es una caminata de
casi una hora. Les doy permiso. Les escribo el papel por si acaso. Lolo ha
guardado una lata para cada uno de nosotros. Es hora de cenar. Bocadillo de
sardinas en aceite. Un lujo. Vigilancia, fortificación y resistencia. Lanzo la
lata vacía bien lejos. Dentro de muchos años tal vez la encuentre un arqueólogo
y escriba sobre la hipótesis de que la base de la alimentación de los soldados
en esta batalla eran las conservas de sardina. Sonrío. He manchado el diario
con una gota de aceite. Al intentar limpiarla con la manga se ha extendido más
por el papel. Los enemigos dejaron muchos heridos en el campo. Sólo se fueron
con los que podían moverse por si mismos. Me gustaría haber bajado al río a
darme un baño pero estoy demasiado cansado. Necesito dormir. Mañana es seis de
agosto de 1938 y cumplo años.
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