Me gusta el tocino. Los humanos europeos sobrevivimos a hambrunas y glaciaciones gracias al tocino y al ingenio. Hoy es el diablo o algo peor, un delincuente alimentario atascador de arterias, abultador de barrigas y culos, alimento infame de épocas atroces y por fortuna extintas. Pero a mi me encanta. De la panceta al ántima, del tocino de cocido a la veta blanca del buen jamón. El tocino toca algo ancestral del paladar si está bien guisado y salado en su punto. Una curiosa “prueba del nueve” os la dará un niño pequeño cuando ya tiene algunos dientes y puede masticar. Colocad en un plato pequeños dados de tocino y en otro pequeños dados de buena carne y azucarillos, el cachorro humano, ya sea inuit o san, europeo o cherokee preferirá siempre el tocino. Paladar instintivo, se llama.
lunes, 28 de diciembre de 2020
TOCINACO
viernes, 11 de diciembre de 2020
FOIE Y VACÍO (Dedicado a nuestro amigo Philippe Albert)
Aquí no hay nadie. Huyeron todos. Murió el disputado voto del señor Cayo y los últimos ancianos resistentes se fueron a la capital cuando acabaron de perder la memoria y sus nietos pudieron vender el tractor fosilizado en el corral y los trozos de páramo donde nacía antes buen cereal y malas lentejas, lebratos invisibles y codornices veraniegas. Hasta que llegaste tú, que te negaste a vender y que volviste.
Las aves migratorias se preparan. Se vuelven obesas para aguantar el invierno. Se atiborran de higos y uvas, semillas e insectos antes de que lleguen las heladas. Bajo la piel de sus pechugas, el estómago y la espalda se acumula una buena capa de grasa, y también en el hígado. Descubrieron estas gorduras tus antepasados y gracias a esos milagros de los metabolismos salvajes y la tradición culinaria que te enseñó tu abuela, guardas en la despensa confits y rillettes, grasa de pato y conservas de foie por si llega mañana o pasado mañana el apocalipsis, el colapso, el fin de los tiempos, la segura y definitiva crisis climática que derrita los polos y convierta por fin esta estepa en un nuevo mar de Tēthýs o tal vez en una isla deserta con dos náufragos perplejos y glotones. Tú y yo.
Me llamaste y me invitaste a cenar: “tengo níscalos peras y foie asado, huevos fritos y pan tostado, castañas dulces”. También acabó por decidirme la promesa de cierto Cariñena que aún recordaba. Me hice los trescientos kilómetros recordando tu olor. Me invitaste a ver tu nueva casa, a conocer aquel pueblo donde ya no vivía nadie. Y luego a dormir. Los romanos cebaban las aves con higos, después el maíz colombino sustituyó los antiguos engordes. “Solo por ese foie me hice afrancesada, también por esas tres palabras malsonantes, libertad, igualdad, fraternidad, por el pecho desnudo de la chica de Delacroix, por Baudelaire y por Dumas, por su orgullo y su arrogancia culinaria, sus Burdeos oscuros, sus ostras de Normandía y algunas joyas más que ya te iré nombrando cuando se vaya la luz de esta tarde de lluvia”. Eso me dijiste entonces y yo suelo repetirlo como si fuera mío.
Pero cómo no ir a vivir allí, en medio de la estepa y la nada y reconstruir el horno de pan, el pajar de atrás, la ermita con virgen negra, el balcón que da a la solana donde secamos los higos, la chimenea grande de la cocina, el lagar romano, la cama de madera de raíz castaño donde han debido de nacer diez generaciones y de morir doce sabios o trece, los cercados y refugios donde ahora engordas a los patos y este techo en el que cada teja ha servido para proteger el hogar desde los tiempos de Teudis o Luiva o quién sabe. Cómo no ir a estar contigo y reconstruir un rincón de esta España delmolinonamente vacía y desafiar al cemento y al asfalto. Despertarme por la noche cuando el viento helador estremece la casa y sentirme abrigado por tu abrazo en mi espalda. Pasear por el páramo pisando la escarcha. Bañarnos en el río el primer día de abril y repetir de cuando en cuando la cena de aquel día, un hígado entero de pato que abriste en dos y asaste sobre la chimenea en una parrilla que debió ser fenicia cuando nueva. Luego rociaste la víscera tostada al oro viejo con una lluvia de flor de sal de Mallorca y fuiste cortando bocados gruesos de foie que me servías sobre el pan recién tostado. Alternábamos aquello con el pringue anaranjado de los huevos y unos buenos tragos de ese tinto aragonés que predispone la piel a cualquier riesgo, deseo o agonía.
Tal vez ya no haya nadie allá lejos, en todas esas ciudades que abandoné para siempre, que se haya acabado por fin el mundo, aunque me temo que aún queda alguno porque cada semana llega la furgoneta a recoger tus conservas de foie micuit, de rillettes y confits. Algunos glotones felices deben de quedar por allí, en los confines urbanícolas. dices, “los demás no me importan, creen que el mundo sigue cabalgando encima de la flecha del progreso, que mañana podrán meter su alma consciente en un ordenador y vivir para siempre, que colonizarán Marte y plantarán allí achicorias y lirios. Aún no se han dado cuenta que eso no vale”. y yo repito aquí tus palabras como si fueran mías.
Nosotros, por fortuna, pertenecemos a aquella estirpe que nombró una vez nuestro amigo Manu Lequineche, al raro club de “los faltos de cariño”. Por eso nos buscamos aquí, en medio del páramo desierto y en este pueblo que hoy tiene de nuevo habitantes, por eso hemos reconstruido esta civilización antigua, rara, casi extinta, la de aquellos que saben hacer fiesta sin más gastos que dos cuerpos desnudos, unos vasos de vino, carne y pan, higos y fuego, trabajo y silencio, viento y río. La de aquellos que han vuelto a los pueblos abandonados para saborear el tiempo, para olerlo. Para mí tiene tu olor, que es el olor del universo cuando todo era bueno, mucho antes de Adán y de Eva, del Sputnik y el Mac, del bigbang y de dios. El olor de aquel día, el primero del mundo, tras aquella cena con foie, pan, huevos y vino, antes de amanecer, cuando me desperté en aquel camastrón centenario y tú estabas allí.
miércoles, 14 de octubre de 2020
RIGATONI LLENOS PARA LEE MILLER
martes, 21 de abril de 2020
ROSAS DE SARTÉN
Según tengo rastreado, las rosas de sartén son un dulce de origen “morisco”. Recuerdo hoy la receta de mi madre de estas “rosas fritas” que tanto me gusta hacer con ella. Ojo, en los postres sí hay que ser meticuloso con pesos y medidas: dos huevos, un cuarto de litro de leche en la cocemos un cuarto de flor de vainilla, una cucharada sopera de anís seco, más ciento setenta gramos de flor de harina y lo batimos todo. Luego sumergimos el extraño hierro en el aceite caliente (el utensilio parece un arma alienígena que disparará, si apretamos el mango, algún rayo fluorescente y fatal) y entonces comenzamos la danza de hundir el hierro en la masa líquida y de inmediato al aceite. La rosa o flor de sartén se desprende en segundos y nada burbujeante, se hace sólida, se dora, la sacamos al papel secante y cuando la vamos a comer la pintamos con unos hilitos de miel tibia. El hierro se puede comprar en cualquier mercadillo, cuando la vida vuelva a la calle.
La última expulsión de los españoles moriscos, repito de nuevo: “españoles-moriscos”, fue ordenada por el h.p. (sí, las letritas significan lo que piensas) rey Felipe III entre 1609 y 1613. Se estima que fueron desterradas unas 300 000 personas que tuvieron que irse de su país, de su pueblo, de su casa, de sus vidas tranquilas para siempre, casi con lo puesto, malvendiendo sus posesiones, siendo muchas veces robados por el camino.
Pero algunos pueblos lucharon contra esta infamia. Me produce especial emoción la historia un pequeño pueblo llamado Villarubia de los Ojos, que está junto a las Tablas de Daimiel. Se llama “de los Ojos” porque está muy cerca de “los Ojos del Guadiana” un paraje donde antes surgía como de la nada el precioso río Guadiana (hoy ya no es tan precioso, ni surge). Es curioso que la palabra "ojos" venga precisamente de un confusión etimológica de árabe ʕayn ( ﻋﻴﻦ , plural ʕuyūn ﻋﻴﻮﻥ) que significa tanto "ojo" como "fuente y manantial".
El pueblo de Villarubia tenía casi un 40% de población morisca. Y estos españoles-moriscos, tras ser expulsados, volvieron a escondidas a sus casas (o hicieron como que se iban pero no se fueron) y luego la totalidad de sus vecinos, del más noble al más plebeyo, les encubrieron e hicieron todas las trampas legales e ilegales, posibles e imposibles para que no fueran de nuevo expulsados. Y allí se quedaron.
Cuando por casualidad visité en el 1992 el pueblo, ese año de fiestas de “descubrimientos” pero también de memorias menos rememorada por otras tristes expulsiones, en la calle principal, en una anodina tienda de pan, miel y chucherías, vi que vendían muchas cajas con dulces fritos y también estas rosas deliciosas que inventaron los españoles moriscos y que también hacíamos nosotros en Extremadura; todos españoles mil leches si rascamos la seca tierra de la historia, o mil leches a secas, sin trapillo.
Villarubia de los Ojos, se llama el pueblín, y es de esos pueblos que a uno le llena de “orgullo y satisfacción” haber visitado y saber su secreto. https://www.rtve.es/…/otros-documentales-expulsion…/4002920/