ELOGIO DE LA LECTURA I
En octubre se despiertan los hongos y se duermen los robles, las becadas regresan al sur y hasta la nieve, de repente, puede proponer que este año se aplace el desierto en unas tierras que aún son Alcarria. Por fin huele a leña bien seca, resina de pinar y humus removido. Antes tomó un puñado de acículas secas y ahondó más abajo hasta sentir la trama de micelios y oler allí la vida. Ahora miran el fuego en el que se asa un botín de rovellons que han barnizado con un simple machado y algo de aceite.
Sólo aquí se atreven a exiliarse los grandes. El resto pasa y se espanta del frío o del calor, de los barbechos encerrados por las carrascas ásperas y todos los tópicos de la literatura. Pero los del club de los faltos de cariño acaban descubriendo el gran río azul metido en su cañón y el valor de una buena biblioteca, una chimenea y una parrilla de hierro para asar cuatro níscalos. Los amigos se han ido retirando hasta quedar ellos dos a solas con esa duda que propone el instinto. Se han sentado juntos pero no lo suficiente. Comienzan a cenar la setas asadas, el Burdeos y luego las chispas del rescoldo puntuando y acentuando los silencios.
Falta una hora para el amanecer cuando por fin tocan las sábanas tan frías. Poco tiempo después, cuando su olor mutuo se ha vuelto un refugio confortable y más allá de la cama la casona en un territorio más hostil que la taiga, descubren que conocen las mismas rutas, islas, lecturas y sospechas. Sin embargo no reinciden en la reciente dicha, se escapan de la casa y caminan de la mano subiendo por una senda larga, medio perdida, junto a una cascada casi helada. Sin embargo la intemperie les cuida. Hace frío pero nada pincha o duele. Están acostumbrados al camino y leen en el otro, al subir la última quebrada, esos indicios cómplices que hermanan con una misma estirpe de salvajes. Desde entonces están juntos.
ELOGIO DE LA LECTURA II
No se han ido muy lejos. Reconocen los limes del Mesogeios Thalassa, el color del agua, los mapas antiguos que marcaron las rutas desde Troya. Han pasado por ellos los años suficientes y por fin no se creen jóvenes. Sin embargo mantienen la sorpresa que despierta siempre el hambre y el sabor deseado. Se tocan despacio. No hay gesto o palabra que no saboreen con ganas. Recuerdan a Henry Miller invitado por Durrell en esa misma playa, su cuerpo sarmentoso se seca de mar mientras, un poco más lejos, sus anfitriones asan unas sardinas y abren el vino frío y dulce. Esta mañana, en el camino de vuelta de Cnosos, hicieron juntos kikirikí una hora antes del amanecer, como hizo una vez Giorgos Katsimbalis en el camino que baja del Partenón, y desde alguna parte hubo gallos furiosos que también respondieron, luego sus risas.
Las sumerge en agua fría primero, sin abrir ni desescamar y luego las mete media hora en un puré espeso de hierbas aromáticas: laurel, tomillo, orégano fresco, romero, pimienta negra, perejil…y las asa no muy cerca del fuego. Luego les quita esa piel de hierbas a medio carbonizar, limpia de espinas los dos filetillos, los coloca sobre una rebanada de pan y rocía las sardinas con un chorro de aceite, unas gotas de limón, una cucharada de tomate maduro rallado y un poco de sal. Comen las sardinas con los dedos del otro, el vino sin copas y de postre dos melocotones robados del huerto de Ulises esa misma mañana. O de postre sus tiempos, la piel caliente y luego tan fría de mar. Se proponen seguir hasta Corfú, Eleusis, Hidra, Epidauro, Tirinto, Micenas, el Peloponeso… aunque por ahora no hay más viaje, ni mapa, ni ningún lugar mítico más interesante que el campo que va del ombligo a la ingle, el susurro que propone el camino hacia adentro, la mano en la mano que guía.
ELOGIO DE LA LECTURA III
Tenían por delante varios días sin otra ocupación que follar, comer y dormir, así que en algún momento el cuerpo se quedó atrás. Agotados, satisfechos, sin embargo en su cabeza querían más, no dejar de tocarse, seguir curioseando en las caricias, en el sabor que somos y también conversar, indagar de nuevo en la historia de Asja Lacis y Walter Benjamin, tal vez reconocerse en ellos mientras todo lo bueno de Europa se desmoronaba.
Se levantó a cocinar algo rápido. Se le hacía insoportable estar en los fogones, tan lejos, y no allí, en el revoltijo sudado de su cama, pegado a su olor. Recordó una receta antigua. Repartió en la pequeña fuente, por capas, finas láminas de manzana reineta y una farsa de migas de bacalao desalado, cebolla confitada y un poco de guindilla, cubrió la lasaña con una bechamel cargada de nuez moscada y la metió al horno. Volvió corriendo con ella. Aguardaron con impaciencia unos veinte minutos. Detrás de la cristalera comenzó una lluvia furiosa o celosa que les escondió el mar.
Asja, tras volver de Siberia, del gulag, visitó a Brecht en Berlin. Fue él
quién le contó el final de Benjamin en la frontera española. De vuelta a Moscú
recordó aquellos días y volvieron a sus labios las palabras de su amigo
Berthold: "lo que había en ella que había sido él".
La frase permite los dos viajes entre el él y el ella. Propone un ejercicio de memoria e intimidad, de aprendizajes y ruinas. De cómo la belleza del otro, y su sabiduría, la hacemos nuestra hasta no saber cuándo, ni cómo ni porque se hizo íntima. Una forma de amor que tal vez fue construida hacia delante, para ser saboreada cuando el otro faltase, sin el desgaste del crono y la ruina de los cuerpos. "Lo que había en ella que había sido él".
(Fragmentos desechados de: “Los dientes del corazón” Ed Baile del Sol. 2014)