Me he quedado
sin nieve sin darme cuenta, como si me la hubiera robado de mayo la crisis y
sus adalides. Pero tengo a los cerezos y a las abejas borrachas de paisaje. Es un regalo y
un lujo este horizonte de campo en silencio, el rumor de la garganta, el sol
calentándome la espalda mientras elijo la mosca que pondré en mi sedal y la
sorpresa de sentir, de saber, lo afortunado que soy por vivir este presente, la
soledad, la desconexión de todo, la certeza de que el mundo también es todo
esto.
Ayer preparé
unos callos con conejo de monte. Cocidas y rendidas por separado la víscera y
los gazapos, cada uno en su olla y con su decorado. Las callos con su poco de
morro, su hoja de laurel, de apio y puerro. El conejo con su tomillo en
abundancia, su cabeza de ajo sin pelar, media cebolla, zumo de zanahoria y dos
copas de Jerez dulce. Después, deshuesé
los conejos y troceé los callos y el morro en bocados de tamaño adecuado y los
guisé ya unidos, muy despacio en un sofrito de cebolla tierna, pimiento secos
cornicabra de la Vera, tomates maduros pelados, medio morrón asado triturado y
un taco pequeño de jamón seco.
Pienso igual
que la colega Sherry Turkle que cuesta
muchos años aprender a estar solo y sentirse así feliz, tranquilo, en paz, sin
chismes electrónicos, sin más necesidad de compañía que el silencio. Luego,
hambriento, de vuelta a casa, calentaré el festín y me lo iré comiendo muy
caliente, soplando a cada bocado, encima de rebanadas de pan de hogaza tostado,
trasegando un tintorro conveniente y esperando a que llueva cualquier día. Para
salir a mojarme como hace un mes.
Debería
escribir también, aunque huya aquí de recomendar sitios, que para eso ya están
otros amigos y otros blogs, que me gustan los untuosos callos de Lhardy pero en
igual medida que los que hacía la mujer de Silverio, y ahora hace su hija y su
nieta en Garganta la Olla. Es muy difícil hacer los callos bien aunque parezca
lo contrario y uno, fanático callófilo, puede afirmar que unos y otros, cada
cual en su estilo, son los mejores de esta parte del mundo.
Si mi hijo
mayor me acompaña a pescar a este pueblo, que amo por sus cerezos, sus gentes
broncas pero cariñosas y su bellísima garganta, es también por los callos de Silverio.
Así de entrada, como quién no quiere la cosa, suele pedir tres raciones para él solo. Es un placer verle comer
con avidez y egoísmo ese guiso, engolosinado y glotón con su correspondiente
pringoteo de pan (Nosotros mientras tanto nos conformamos con el cochinillo
frito con patatas, tres raciones también, para no ser menos).
Y soy feliz
allí, viéndole comer una tras otra “sus raciones”, hecho ya un hombre, aunque
acompañe el festín con una Cocacola. Nadie es perfecto.
Un tintorro conveniente y raciones de a tres, no esta nada mal, no
ResponderEliminarSobre todo después de estar caminando río arriba toda la mañana. Tenemos tantos buenos tintos... Pero unos callos sin vino es como el sexo con escrúpulos... pierde mucho.
ResponderEliminarVaya, igual que el bocata del pasado sábado 😉
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