(Fotografía de Lina Scheynius) |
Analizaba los
datos de un estudio sobre el concepto de afinidad social inventado por el sociólogo
Vela-McConnell. No se trataba de una nueva interpretación del concepto de
semejanza, compatibilidad, similaridad o parecido. Se buscaba entonces el
origen de la atracción, el enamoramiento o la intima complicidad, entre dos o
más personas, en diversos factores hormonales, culturales, de la infancia, de la
experiencia, la clase social, la educación sentimental… incluso factores míticos
o místicos o imbéciles como la arcaica idea de la media naranja u otras
patochadas de consumo mediático.
La "afinidad" permitía, facilitaba, fomentaba, que, incluso, dos personas muy distintas se
amasen. La afinidad era un entramado ideológico, experiencial, emocional e
intuitivo que abarcaba los invisibles caminos por los que de pronto se sentían
dos personas o tres o mil transitar juntos, cada cual a su paso, cada cual
hacia su propio destino o sueño, pero juntos, unidos por extraños lazos de
lealtad, complicidad y simpatía. La afinidad era una trama sutil, pero muy
fuerte, más fuerte que cualquier coincidencia política, vital, opinática,
cultural, generacional o genética.
La afinidad no
obligaba a fidelidades integrales ni a compatibilidades psicologistas. Podías
estar en desacuerdo en casi todo con un afín o podías ser afín incluso con una
persona de otra época porque se trataba, como explicaban los sociólogos más
clásicos, de un “parentesco de espíritu”.
Sin que este concepto rancio explicase gran cosa, a él, materialista puro, le
parecía, sin embargo, muy bello.
Hacía unos
años él, como regalo, le había llevado un viejo horno de pan abandonado en la casona en ruinas de sus bisabuelos más de cien años. Era una
soberbia pieza de terracota gruesa y muy pesada, de forma semiesférica, que
medía más de metro y medio de diámetro. Ella le preparó una buena base de
piedras de granito y argamasa en una esquina resguardada del jardín, no muy
lejos de un gran arbusto de laurel y mandó hacer y ajustar la puerta de hierro
que faltaba en el horno.
Durante todos
estos años ella había viajado lejos y cerca persiguiendo los misterios de la
fabricación del pan, de encender el fuego, elegir la leña, buscar las harinas,
preparar las masas, desentrañar los secretos de las fermentaciones y los
misterios de amasar con la fuerza de las manos una bola pastosa que se
convertía luego en algo muy distinto: pan sabroso, ligero, crujiente, rico.
Había un
momento en que él tenía que dejar de hacer cualquier cosa que estuviera
haciendo para contemplar una de las fases del trabajo de ella como panadera.
Era para él algo adictivo, hipnótico, tal vez profundamente erótico, quizá infantil,
no quería decir mágico. Este momento era el de los largos minutos en los que
amasaba. Veía sus manos en un instante suaves, en otro segundo violentas, en
otro fuertes, en otro momento delicadas y cuando por fin boleaba la masa o
luego, cuando la estiraba para hacer ese pan largo que tanto le gustaba,
entendía a la perfección lo que significaba eso de ser afines. No me mires así -decía ella- que entonces me distraes. Pero ella
nunca se distraía. Nada tenía para él más belleza que sus dedos largos amasando
el pan. Ningún paisaje, ni obra de arte, nada que hubiera contemplado tiempo
atrás en su vida entera.
Escribía sobre
la afinidad mientras ella hoy estaba lejos. Habían pasado muchos años y de vez
en cuando él convocaba al agua y a la harina, la levadura y la sal. Le gustaba
mucho hacer el amasado francés, golpear y airear, bolear, dejar reposar, estirar luego las pequeñas baguettes que
dejaba dormir entre los rizos de una gruesa tela de lino. Le gustaba mucho
limpiar, llenar y encender el horno, poner a punto el fuego, retirar a los
lados las brasas, meter el pan y vigilar el punto de cocción... El tiempo que
tarda en encenderse y calentarse el horno es el tiempo que tarda la masa en
fermentar...
Luego, horas
mas tarde, mientras leía lo que antes había escrito y el viento revocaba en el
horno abierto los últimos aromas del pan recién hecho, mientras rompía con una
mano la primera baguette y saboreaba su corteza despacio, sin distraer el
paladar con el queso y el vino que también tenía preparado, comprendió el íntimo misterio de las afinidades, una mezcla de agua, fuego y tiempo, harina
de memoria, levadura amorosa y la sal de la vida. Luego cerró los ojos
para recordar sus manos amasando.
Foto de Katie Lee en el cañón de Glen |
Y un día cuando ella no estaba, fue él el que encendió el horno, y amasó con sus manos la mezcla de harina, agua, levadura y sal tal y como veía a ella, Y boleó y formó, y siguió miméticamente todos sus pasos. Horneó el pan, su pan, que colocó en una rejilla esperando que ella llegará cargada de vino, queso y vida.
ResponderEliminarp.d; perdona la licencia, pero por un día, me apetecía seguir la historia, por supuesto con palabras más torpes que las tuyas. Pero tenía que hacerlo.
Firmado: una panadera.
;)
EliminarLo encuentro maravilloso, tanto la idea de la afinidad como la belleza de la prosa :)
ResponderEliminarGracias Henar. Muchas.
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