Te gustaba hacer mermelada de fresa, de tomate, de cerezas, de sanguina, de grosellas maduras.
El rojo era tu color. El color de la sangre o de la vida.
Limpiabas la
fruta sobre la mesa de madera lavada de la cocina, luego la cocías con azúcar
moreno y zumo de limón. Sonaba la guitarra de Clapton a todo volumen:
What'll you do when you get lonely
And nobody's waiting by your side?
You've been running and hiding much too long.
You know it's just your foolish pride (...)
Te gustaba preparar estas conservas rojas y luego, en invierno, en mañanas heladas y luminosas, tostabas una rebanada grande de pan y extendías una gruesa capa de mermelada por encima. Masticabas despacio el pan, saboreando la mañana y algún libro que se manchaba siempre.
Han pasado
muchos años. Ahora están de moda los libros y las películas de vampiros, las
bocas ávidas de artificiales salsas rojas, demasiado dulces para mi gusto, yo prefería el
sabor poco dulce de la tuya, que a veces sabía a tomate y otras a fresa,
cereza, sanguina, grosella o risa.
Leo a veces un
viejo libro y aparece alguna hoja manchada de tu dulce. Saboreo entonces esas
palabras y me saben un poco a ti, no sé si antes o después de la hora del desayuno.
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