Aquel lugar diminuto, más guarida que casa. Tan solo una ventana en el techo para mirar la ciudad, dejar salir al humo del tabaco, dejar entrar el frío muchas veces, tras enterraros bajo el edredón, protegidos de la invisible intemperie que aguardaba allí fuera con paciencia de fiera. Entonces descubriste la maravilla de poder cocinar sobre un taburete alto de madera rescatado en la calle y un infiernillo eléctrico que hoy tal vez se exponga en un museo. Huevos escalfados sobre puré de setas de los bosques de Maine y luego esas grandes gambas azules y dulces, apenas templadas en dos vueltas de sartén, que os regalaba con complicidad de Celestina o de Cupida la tipa de la pescadería de Chinatow. Hoy suena como un eco: Disfruta que pasa rápido, mastica despacio para que no olvides, calienta al fuego vivo el hierro y márcate los días para que al menos te quede una fea cicatriz o un extraño tatuaje de lo que eras entonces, de lo que sentías por ella, de lo que a veces vivimos con facilidad y luego ya nunca.
Atrévete. Míralos de nuevo, no les preocupa nada, ni siquiera el tiempo
latiendo tan deprisa, la destrucción de todo que ni sospechan. Comen sin
cubiertos, rompiendo la yema del huevo con la corteza del pan, rebañando los
últimos pedazos de la baguette, utilizando los dedos para regalarse el uno al
otro las últimas briznas de sabor o de salsa. Luego se cuentan de nuevo la vida de antes
de ser ellos, esa pasión tan rara por explicar, nombrar, susurrar otra vez lo que desean y nunca
hicieron o más silencio largo sin que pinche o corte o duela. Siente su hambre,
mira por el brillo que tienen en los ojos todavía, siente la fuerza incansable que
parece quemarles dentro y desafía al frío atroz que siempre hace en la calle. Ocurrió,
lo sabes, aunque hoy sólo lo malfabules aquí. Por eso antes has salido al bosque de
robles cercano al pueblo y has cazado unos boletus, cocinado luego
dos huevos, hecho la mouse perfumada que aprendiste allí, templado unas gambas congeladas de dios
sabe qué mar y estás saboreando despacio este platillo. Luego hablaste con el hijo,
ahora tan lejos en su vida. Has pensado decirle, hoy que no sabes si fue ella o tú quién lo cosió a una voz: Disfruta que pasa rápido, mastica despacio
para que no olvides, calienta al fuego vivo el hierro y márcate los días para
que al menos te quede una fea cicatriz o un extraño tatuaje de lo que eras
entonces, de lo que sentías por ella, de lo que a veces vivimos con facilidad y
luego nunca.
Foto de Saul Leiter 1951 |
Ay! Qué mística encierra este articulo... Y, al mismo tiempo tan real...
ResponderEliminarLa mistica de la fabulación sobre la memoria. Y la de un guiso que sigue sobreviviendo en mi presente cuando todo lo demás ya no existe. ;)
EliminarSe me queda una sensación de enamoramiento cuando leo alguno de tus textos. Gracias ;)
ResponderEliminar