Ilustración de Zain 7 |
A una pierna
asada y a una albóndiga les separa la enorme brecha de la civilización y la cultura. En una
parte se encuentra un pitecino con un pellejo por taparrabos y en la otra los
egipcios, Platón, Apicio, todo lo que somos hoy, antes de que la termomix y el
microondas, el lubricante vaginal y el WhatsApp, extinguiesen de este mundo la
poesía y el fuego lento.
Una albóndiga
es una trampa consentida pero también un tributo a la pura imaginación, la
conversión de un bocado en geometría, esfera, mundo. Y tan importante como la
albóndiga es la salsa. Yo las hago pequeñas, de carnes diversas, heterogéneas,
según el humor, el bolsillo y el mercado, plebeyas siempre. La salsa de tomate
y alcachofa.
Pico
panceta,
carne de pollo de cualquier parte menos de la pechuga, un poco de jamón
atocinado, otro poco de higaditos de pollo, miga de pan con leche, sal,
pimienta y casi
nada de cilantro, comino, ralladura de limón, ajonjolí. Añado algo de
harina, huevos batidos, amaso, fabrico las bolitas, enharino, frío,
doro. A la vez
hago la salsa con su cebolla, tomate fresco, tomates secos, alcachofas
cocidas,
algo de ají, fuego lento, trituro, paso por el chino.
Es cierto que
en otros tiempos, en los antros canallas, en los fogones infames y hasta en los nobles, se utilizaban
gatos por liebre, perros vagabundos, muslo de ahorcado, carroña de dragón,
víscera de ballena, burro viejo… no dudo de que aún hoy se siga utilizando,
pero una buena salsa perdonaba tal crimen y el paladar con hambre no indagaba
el qué, cuándo y dónde del bocado.
Hoy me como las tuyas y no pregunto tampoco si usaste rinoceronte o gremlin, cuy o surimi,
la salsa todo lo perdona como la conversación en el sexo, antes durante y después,
el postureo, ya se sabe, todos hacemos lo mismo, sólo la voz nos distrae, sólo
las palabras, la salsa de la vida, hace de verdad gustosa una albóndiga o un
orgasmo.
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