Escucho con frecuencia ese deseo de retirarse del mundanal ruido, de la tiranía de la ciudad vampira de tiempo, laminadora de la lentitud, criadora de prisas, atascos, contaminación, desconcierto, agotamiento. Madrid me mata. Ese deseo de escapar, aunque sólo sea los fines de semana y ese sueño de huir por fin a otro lugar tranquilo en el que las estaciones cambian el color del campo y no son el nombre de unas paradas de metro. Pero a mi me gusta el “mundanal” ruido urbano, la ciudad es mi hogar y la siento amiga, habitable, simpática, loca, sorprendente, intensa. Amo esta ciudad, te lo dice un niño de pueblo, un tipo montaraz que siente placer metido en un río helado pescando truchas o caminando por un bosque de robles al amanecer tras las becadas o paseando entre zarzas y castaños salvajes en busca de amanitas o simplemente tirado en el monte mirando embobado la Vía Láctea. Pero Madrid es mi casa.
¿A quién se le ocurriría que una berenjena fuera comestible?, con ese color negruzco o morado, esa carne estropajosa y amarga en crudo... Y sin embargo cocinada es exquisita. A mi me gusta cortada en láminas finas, enharinada, salada y frita, crujiente y blanda. Si a esas láminas ya fritas, las intercalamos capas muy finas de virutas de parmesano y Carpaccio de buey tenemos una falsa lasaña fastuosa. Madrid es una berenjena brillante, negruzca, sospechosa, amarga, incomible si no la cocinas con amor. Pero si sabes su secreto, si la cocinas con hambre y sabiduría es un bocado rico para compartir.
Me parece que el domingo haré berenjenas...
Me parece que el domingo haré berenjenas...