pintura de Reisha Perlmutter |
Una lengua de frío entra por la ventana y
en lugar de arroparse con un pico de sábana se pega a su espalda. Ahora está
entre la brisa de un raro amanecer de julio y la calidez de su piel, dormida
aún, o tal vez volviendo de quién sabe qué paisajes. Se da cuenta, atesora cada minuto de ese
rato, siente el placer de ese frío y de la tibieza que le espera en un rato y
aún no quiere propiciar. Nada queda del tiempo, apenas hilachas en la memoria,
fotografías blandas, algunas palabras repetidas o el olor de los dos que
siempre va a ser difícil encerrar.
Mas tarde hacen para desayunar y desafiar
el primer calor de la mañana una sopa de pepino, un guiso muy antiguo, dicen
que sefardí. Ligan pan asentado y agua muy fría, ajo, hierbabuena, dos pepinos
hermoso, un poco de pimienta blanca, chorro grande de aceite de oliva, sal,
unas gotas de limón. Suma a todo esto un moderno aguacate y le da al botón del
vaso batidor. Luego pasa la sopa por un chino y se lo sirve a ella en las copas
de dry Martini que se bebieron anoche. La resaca tiene la claridad de mostrarnos
el cuerpo y sus fronteras, la delicadeza de todo el mecanismo y la facilidad
por ahora de volver de la niebla y refrescar el alma con unos pocos besos y una
sopa de pepino mañanera. Quién sabe cuantos Julios les acechan, cuantos raros amaneceres fríos, cuantos martinis para brindar por todo, cuantas veces
abrigarse con una piel ajena y cuanto calor para pretextar, después del desayuno,
un baño largo en las transparentes aguas de esa garganta que hoy sienten sólo suya.
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