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Foto de Li hui |
Mejor siempre el sabor que la forma que lo encarna. El cuerpo es
muchas veces ese actor secundario que hasta puede ser bueno, intenso,
memorable, pero nunca la estrella que deslumbra. Curvas, huesos, arrugas,
estrías, penumbras, jeroglíficos de piel que nos regala el tiempo y apenas
significan frente a la suave catarata del sabor (y el olor). No lo dudes, de
ahí parte la semilla que nombra la belleza deseable o la brumosa chispa del
amor que durará días o apenas unos años. Luego, como esas cosechas de mitológicos
Lafites o Sicilias, los años preservarán ese sabor y olor en algún desván
recóndito del cerebro, olvidado quizá, lleno de telarañas y penumbra hasta que
el azar o la necesidad reviente el corcho y volvamos a beber de ese cuerpo en
días y copas nuevas con sed y hambre de antes.
La patria del sabor tiene dos territorios separados por el
espejismo de la imagen, la forma y la apariencia que siempre nos limita, y la
lengua y la pituitaria que nunca nos engañan. La una sin la otra no son nada
(la vista es muy tramposa casi siempre). No lo dudes, mil veces mejor que te
digan “me gusta como sabes, o como hueles” que alusiones a bellezas y medidas de
bustos o caderas, tan vulgar, tonto y tramposo.
Sonríes cuando te digo que llegará un día que se trafique con
tocino como en aquella película, “Cuando el destino nos alcance”, (“Soylent
Green” 1973) ambientada en el 2022, dentro de nada, en la que las verduras y la
carne son un lujo al alcance sólo de una élite y la gente sólo come “Soylent
verde”, un comistrajo que la publicidad de la empresa dice que está hecho a
base de plancton y en realidad está fabricado con… ya sabes.
Tocino, panceta cocinada a baja temperatura, enfriada y luego
cortada en finas láminas con un cortafiambres. Entre hoja y hoja traslúcida de
tocino intercalas un puré grosero hecho con trompetas negras pochadas con
cebolla morada y patata raté. Luego doras, templas con el soplete, haces costra
con un poco de azúcar moreno por encima en la última lámina de tocino.
Acompañas la mini lasaña tocinera con una crema de apionabo emponzoñado con una
picada finísima de jamón ibérico.
Juegan con nosotros con la gracilidad que usan los trileros. La
bolita, que es nuestra, nunca estuvo en ningún cubilete. Entonces recuerdas las
palabras afiladas del cabrón de Foucault: “el
poder sólo se manifesta en la resistencia, del mismo modo que la gravedad
solamente la notamos cuando tratamos de vencerla subiendo escaleras”. Nos
resistimos y apareció entonces la piedra de la locura incrustada, el grillete
invisible, la amenaza sensata. No hace falta otear demasiado lejos, los
contratos sociales están rotos, ignorada la furia, burlada la estrategia que
aprendimos del caracol para intentar que los veranos dejaran de ser besos de
desierto y los inviernos tristes de nausea sólo nos queda hoy el tocino, el
fuego, la compañía del cómplice y el amor. Cocinar es siempre una forma de delicada resistencia, igual que
conversar sin argucias ni prisas, igual que amar sin apremio, simulación o
exigencia. El tocino está maldito como las ideas que proponen otro mundo
posible o los amores olfateados que se viven al margen de cánones, medidas o deberes.
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Foto de Li Hui |