¿Calor africano?, peor, calor manchego, agosteño,
seco. Tengo veintipocos, un billete de mil pesetas, una pequeña mochila de lona
gris y una dirección del sur escrita en un papel. Vivíamos tiempos salvajes y
prehistóricos, no existía el móvil, ni Internet, ni el euro…
Tal vez, además del egoísmo, el dinero, el sexo y el
poder haya alguna otra cosa que mueve el mundo y nos empuja a épicas, viajes y
locuras equinocciales… ¿el amor?.
Debían ser las dos de la tarde y no transitaba ni un
alma en aquella secundaria llena de espejismos, barbechos resecos y secanos
segados. No llevaba cantimplora, ni viandas, ni mapa. Mi único objetivo era
llegar al sur a dedo o a pata, cosas del amor y sus circunstancias. Con veinte
las locuras nos parecen muy sensatas, fáciles y realizables. En la estrecha
carreterilla, junto a unos pedruscos rojizos en los que estaba pintado con poco
arte un punto kilométrico, descansaba también el esqueleto pellejudo de una
cabra que me sonreía apretando sus dientes amarillos y negros. Lejos de pensar
en malos farios, consideré la aparición un signo de fortuna. Porque con veinte
años además de inconsciente uno es fatuo, crédulo y absurdo, pero eso lo
descubrí más adelante. Las chicharras entonaban su rock&roll, el sol
convertía cualquier signo de vida en un orejón reseco y comenzaba a sentirme
perdido, mareado, muerto de calor pero aquella cabra fósil y apestosa, medio
puesta en pie contra la peña en la que estaban pintarajeteados los cientos de
kilómetros que me quedaban aún para llegar al mar y al paraíso, la sentí como
el mejor de los agüeros. Y así fue. No era un sueño. No era el delirio fruto de
mi insolación y mi agotamiento de tres días de autoestop con escasa fortuna y
poca pericia. A mi lado paró un imponente Mercedes descapotable de color rojo,
conducido por un tipo grandón, barbudo, barrigudo, risueño. ¿Te llevo a algún
sitio chaval?.
Nunca agradeceré a aquel hombre lo suficiente que
parase. Mi aspecto sucio, greñudo y jipioso no debía ser muy de fiar. Luego
descubrí a aquel señor muchas veces hablando de erotismo y de cine por la
televisión, pero entonces sólo era un buen samaritano, con pinta de marqués o
algo peor, que me sacó de aquella carretera de mala muerte y me agasajó con una
generosidad que sólo hoy entiendo. Seguro que si no me hubiera recogido hoy
estaría yo también apoyado en alguna piedra de aquella estepa siniestra y desértica,
disecado como la cabra, avisando a otros transeúntes inocentes de lo peligroso
que es caminar en agosto y a las dos de la tarde por La Mancha confiando para
llegar al sur sólo en el amor y en la juventud.
Es la hora de zampar. Dijo el tipo. ¿Has comido?, ¿Te
parece que paremos en el pueblo que viene ahora a picar algo?. Es la casa de un
amigo, seguro que nos pone algo bueno para comer. Tenía la boca tan seca que
dije que sí, pero no me salió la voz. A unos treinta kilómetros se destacaba
entre unos pocos chopos una casona grande. Pintado en añil viejo, con letras
pequeñas, en una esquina medio tapada por uno de esos chopos milagrosos que debía
de beber agua de algún río subterráneo, ponía: “Restaurán Pedro”. En el
terragal del aparcamiento dos camiones Barreiros y un tractor oxidado
aguantaban el solaco mortal. Entramos. El antro estaba fresco, decorado como lo
que era, una venta quijotesca sin ninguna pretensión. El dueño, cocinero y
camarero y su señora, saludaron al “marqués” con mil parabienes. Él sólo dijo.
Aquí el chico y yo, que tenemos algo de hambre y más sed que un beduino. Ni
carta, ni menú del día, ni sugerencias de la casa. Con diligencia y ritmo
fueron apareciendo en nuestra mesa: Una ensalada fresquísima de lechuga y
tomate, otra de berros, un platazo de berenjenas aliñadas, pichones
escabechados, morteruelo templado, pimientos asados con bacalao, pisto con
setas y para rematar o morir en el intento unos inmensos galianos o gazpachos
manchegos humeantes, espesos y exquisitos. Pero no morimos, más bien
resucitamos, gracias a las dos jarras de barro de vino fresco y bueno de la
tierra y al café de puchero que tomamos después. Postre no nos sirvió el
ventero, por fortuna. Yo hubiera reventado como un globo.
Aguardamos a que el sol se diera por vencido para
salir de nuevo a la intemperie. El señor se echó la siesta en una mecedora que
los dueños de la casa de comidas le ofrecieron. Yo me apoltroné en el patio, a
la sombra de un limonero repleto de fruta y me puse a leer el único librito que
llevaba en mi saco, “Lope de Aguirre la cólera de dios” de Ramón J. Sender, muy
propio. No pasó ni media hora cuando la ventera, relimpia y algo gruesa, atenta
y misteriosa, me saco una jarra como de dos litros de limonada helada con
mendrugotes de hielo y hojas de hierba buena. Me quedé sin palabras.
El resto es previsible. El tipo se levantó de la
sienta, bebió un buen vaso de limonada, de un trago y sin respirar, se despidió
con muchos abrazos y recuerdos de los venteros. Nos montamos los dos en el
cochazo y tras muchas horas de carretera llegamos al mar. Me pesa no recordar,
tantos años después, de qué estuvimos hablando tantas horas. De su cine,
algunas películas me gustan y otras no. De su forma de ser, del tipo amable y
simpático que yo conocí entonces esa tarde, sin saber quién era, me gustó todo.
Bueno chaval, hasta otra. No dijo más. Eran casi las doce de la noche. Había
llegado por fin al sur, al paraíso. No muy lejos me esperaba en un pensión sin
nombre, aún despierta y algo inquieta, mi enamorada.
Luego, muchos años después, uno descubre que el paraíso
es otra cosa, tal vez el camino y no el llegar, que diría el abuelito Kavafis.
Tal vez ese día de la cabra momificada. Tal vez otros días difíciles y duros en
los que, sin embargo, la vida se disculpó con uno y pudimos seguir adelante
aunque en el camino todo fuera incierto, inhóspito y desértico.
Cuando bajo al sur me paro siempre. Hay que desviarse
algo de la autovía y sufrir veinte
kilómetros una olvidada carretera trufada de baches. El cartel añil y los
chopos frescos tapando la fachada de la venta siguen igual. Los venteros son
ahora bastante más viejos pero sus dos hijos les ayudan a servir a los
camioneros expertos, a los aborígenes manchegos, a los glotones avisados y a
algún turista abducido. “Restaurán Pedro” sigue en la brecha. Yo me siento en
la esquina más sombría, la que da al patio con el limonero, en la que casi
seguro paró Don Quijote a refrescarse el gaznate, aunque Don Miguel no lo
cuente en su libro, por guardar el secreto del sitio, supongo. En la pared hay
una foto mediana de mi samaritano con los dueños, una foto de esas dedicadas,
tan típicas. Sonríe detrás de su barba blanca. Yo pido siempre una ensalada
fresca, tan buena como entonces, el pisto y unos galianos bien calientes. Me da
igual que fuera los termómetros se fundan y las cabras se queden disecadas señalando
el punto kilométrico del mismísimo infierno. Como con gusto los gazpachos y
brindo por él, que vive en el cielo de la memoria de muchos.
Sus películas han pasado a la historia del cine. Para
mi él será siempre el marqués del mercedes descapotable rojo que me salvó el
pellejo, me invitó a comer y me llevó al sur, al paraíso. Gracias Luis.
Publicado en http://www.entretantomagazine.com - Paraísos Glotones
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