Foto de Hudson Manilla |
Fue tu primer
reproche. No dijiste: “estoy engordando” sino “me estás engordando”. Entendí
que yo robaba tu voluntad, pensabas que te forzaba de alguna manera a que pringotearas en
mis salsas y rebañases siempre el planto. ¿comenzabas a sentirte como una oca
cirrótica a la que su tirano ganadero obliga a tragar grano con un embudo?. No dije nada.
Me sentí triste. Una afirmación así es el principio del fin de cualquier amor.
En cuanto la voluntad del amado se siente víctima del amor del amador se huele
la catástrofe, al chamusquina, el culebrón. Luego entendí que tu frase era simple coquetería, una forma de
escabullir responsabilidades propias, instintos irreprimibles y culpabilidades redondeadas bajo la piel.
Pero el mal ya estaba hecho. Además ya no dejabas que tomara el postre sobre tu piel, te habías pasado a la lencería fina que a mi ni fú ni fá, soy un inculto sexual y cuando te conocí usabas bragas del Sepu.
Te bastó decir
a los pocos días que: “tu ideología está ya anticuada, hay que ser pragmáticos,
enterrar cualquier romanticismo progresista. Estoy harta de ser pobre”. Me
sorprendió. No sabía que éramos pobres. Desconocía por completo que yo tuviera ideología,
salvo mi gusto conservador por la casquería fina, mis preferencias
vanguardistas por el crudivorismo moluscológico, mi izquierdismo divine hacia
el foie, el Burdeos y el suquet de langosta, mi populismo sincero hacia el
cocido ortodoxo y el cochifrito. Me defendí diciendo que si “¿acaso te refieres
a mi afirmación de ser una mezcla confusa entre liberal Jeffersoniano y
socialista de la Commune?” (como dijo mi querido Sixto Cámara). Pero tu te
enroscaste en tu nuevo credo y bufaste que: “no comiences de nuevo con tus citas eruditas y tu verborrea troskista.” Nada más lejos. Pero tu ya te habías pasado
al otro bando, te habías apuntado a varios cursos de cata de vinos de Ribera del Duero y te veías con
un manager solitario y políglota de cierta compañía de la cosa especulativa multinacional.
La ruptura fue
un proceso natural. La madurez de la fruta conduce a la podredumbre, los
reproches al silencio, los caminos del exceso conducen al palacio de la sabiduría,
pero no querías excesos que engordaran aunque te hicieran sabionda. Tu ya te habías pasado a la dieta de la
alcachofa, al spinning en un gimnasio y a Intereconomía y yo seguía leyendo a
Sade y a Kropotkin, guisando callos y pilpiles y escribiendo aquí estas recetas
noveladas que nadie leía.
La ruptura fue
culpa de la última empanada que preparamos a medias desde opuestos rincones epistemológicos.
Para ti el hojaldre sutil que amasó el robot, la farsa del interior compuesta de sofrito y de nobles
zamburiñas, el horneado preciso en horno alemán y digital, los arabescos de masa que hicimos por encima
eran el culmen de la sofisticación y la modernidad. Para mi la empanada era el éxito
del disfraz y el disimulo, la patraña carca de la apariencia, el folklorismo
chorra de un pijerío que encumbraba la cocina de la subsistencia a la que habían
obligado unos abuelos fascistas, estraperlistas, meapilas, puteros y usureros a
casi toda España. Dije con malicia: “te equivocas, la empanada es un guiso de pobres, se
mezclaba la carroña de las sobras, las carnes o pescados más baratos con
sofrito lumpen de cebolla y tomate, se escondía todo en dos pellas de masa de pan y listo”.
Y tu replicaste con reflejos de gourmet postindustrial que da sopas con honda en los medios de producción online de la conciencia social: “La cocina tradicional es ahora elitista, zen, sostenible,
sana, los pobres comen hoy precocinados y comida basura no empanadas como esta”.
Desde los dos rincones
teóricos la empanada nos quedó muy rica pero a cada uno le supo en la memoria
de forma muy distinta. Para remate te cité a Quevedo y si crítica feroz hacia
las empanadas que entonces se vendían en Madrid rellenas muchas veces de carne
de gato o de ajusticiado. Tu te
revolviste con ferocidad de erudita pillada en falta y rememoraste cierto
hojaldre sublime relleno de puturú que degustaste encima de la torre Eiffel y no conmigo.
Nos separamos
como buenos amigos. Tuviste éxito. No echo de menos tu culo. Tampoco tu echas
de menos mi cocina antigourmet. Hoy escribes de gastronomía en dos revistas de
la cosa vaginal del famoseo educado y del trapo fino de esos que tienen tienda
con Ortega y Gasset. Te invitan a todos los saraos con fotocall, Möet y canapé
deconstruído. Además has adelgazado y estás muy guapa. Yo sigo en lo mío, en la
empanada de gato o de caballo o de lo que sea pero envuelta en el mejor sofrito
del mundo y con un hojaldre que amaso con mis dedos proletarios, los mismos que
escriben hoy esta receta tan poco precisa y tan de crisis.
Y a los pocos lectores o lectoras cocineras que me leéis, ya sabéis, si os dicen: "me estás engordando", salid corriendo.
(Esta entrada está dedicada a Sixto Cámara o lo que es lo mismo a mi añorado Manuel Vázquez Montalbán)
Bien dicho, con cojones, huy perdon que se me enfadan.
ResponderEliminarLlevamos bastantes años juntos. El sigue rebañando mis salsas, potajes y guisos y me sigue trayendo todas esas cosas ricas que saben que me gustan (algunos con origen en Jabugo...no soy delicada)¿será ese el secreto de la felicidad?
ResponderEliminar¿Has visto la película "Avanti" de Willy Wyler. Hay un momento de la película en que ella se pesa después de una hermosa noche en Italia y ha adelgazado, en ese momento reflexiona: toda la vida pensando que era infeliz porque era gordita y resulta que que estaba gorda porque era infeliz.
Que suerte tienes.
ResponderEliminarMe gusta mucho "Avanti" y las generosas formas de la Juliet Mills. Siiii, recuerdo esa escena... Mira que han pasado años y cada vez que la veo no puedo dejar de sonreír. Recuerdo la escena en la que se bañan en el mar.