Desde lejos,
desde las profundidades abisales del mar de los Sargazos volvieron las anguilas, con los ojos cerrados, orientadas sólo por el olor del mapa de sus memorias, por los ríos secretos y dulces que recorren el Atlántico. Y
desde muy lejos, hace ya varios siglos, llegaron estas patatas y este pimentón, desde los desiertos
helados de Perú y los valles que crecieron por encima del Amazonas para teñir de sangre picante el apetito, la carne y la imaginación de las cocineras.
En qué lugar,
por cuantos años, desde qué voluntad, porqué yo. Y la nieve cubriendo un horizonte
del que no sé los límites, ni los peligros, ni las dudas, tocando mi cristal y
mis ojos unos copos grandes que resbalan hacia atrás, demostrando en silencio
mi velocidad y mi rumbo. He pasado cruces y puentes hasta llegar a este camino
en el que las rodadas de tu coche ya se estaban borrando. Lo que dejé atrás en
este viaje es nada porque no hay sabiduría en el tiempo, ni en todo lo guardado
en previsión de inclemencias y desastres, cansancios y jubilaciones. Sólo late
caliente lo que está vivo y es cercano.
Y ahora, ya en
la mesa que has construido con maderas de derribo de casonas de indianos y
naufragios de barcazas que una vez fueron arrogantes, humea el guiso antiguo de
patatas y anguila, el pan caliente, el rescoldo y su penumbra, no te atreves a
deshacer esas brasas convocando al fuego con un nuevo tocón de roble. Las
patatas, asadas, amasadas luego con aceite crudo y pimentón, sal y tomillo
sobre las que has esparcido torreznillos crujientes y tacos de carne de
anguila rebozada y frita, esperan a nuestra hambre sobre una loza blanca y azul
que parece sacada de alguna pequeña pintura de Zurbarán o del maestro Luis
Meléndez.
Siento que
tengo mucha hambre, que el aroma de la leña y la anguila dorada, el pan horneado y el
frío de marzo me han hecho recuperar mi apetito glotón y una sonrisa que había
perdido. Estaba ya muy lejos, desolado, silencioso, con los huesos rotos, sin
saber ahora hacia dónde o con cuántas fuerzas. Pero llegas con tu alegría de
niña, tu sinceridad bruta y adolescente, tus manos sabias de panadera fuerte amasando
el tiempo y las palabras, pidiendo que te hable del pimentón, de los ríos en
los que me gusta perderme, del invierno en el bosque que siempre me protege, de la hermandad sin leyes que nos une.
Desde lejos, mucho antes de encontrarme en tus ojos, entendí que nos ataban invisibles lazos tribales, parentescos remotos, un mismo idioma aprendido del
fuego hace miles de años, parecida memoria, similares tesoros, un mismo placer
a la hora de amasar, guisar, aderezar, inventar el sabor, nos unía la idéntica
voluntad de saber que sólo la cocina es un patria. Hemos pasado de puntillas
por la historia, invisibles siempre, artesanas y artistas del maravilloso,
precario y breve arte de convertir los tristes alimentos en felicidad y en
belleza, en sabor y amor para luego desaparecer, volvía a lo invisible nuestro
hacer, nuestro trabajo de cocineras, nosotras mismas. Pero no nos importó, no
nos importa. Ni ahora. Ni nunca.
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