Has venido a mi casa desde el MIT para hacer una investigación sobre este animalito sagrado para mi pueblo. Nancy, me burlo en silencio de tu piel traslúcida y pecosa, de tu pelo panocha, tu media lengua de español y de la cara de horror que pusiste cuando te ofrecí ayer para comer un perfecto cochifrito. Y ahora, mientras has ido a documentarte al molino de pimiento de Borja sobre ese "ají pulverizado que usáis para todo" leo algunas de las notas de tu tesis:
(...) "Hasta hace pocas décadas se podía articular toda una precisa teoría de las clases sociales en España analizando a los ciudadanos que gustaban del torrezno frito o los que preferían la traslúcida lasca de jamón ibérico. Paradógicamente hoy casi podría decirse lo contrario, que los gourmands más elitistas buscan al torrezno proustianos perfecto y que el jamón ibérico, antes escaso y prohibitivo, puede por fin degustarse en la mayoría de los hogares del país.
La certeza de estar en el siglo XXI nos la demuestra la transición que hemos sufrido desde el cerdo mascota-totem que era sacrificado para la necesaria supervivencia familiar y el regocijo de los alegados al cerdo mascota-tabú de genética vietnamita mimado cual hijo pródigo y enterrado con flores y lágrimas en algún cementerio de bichos sin ser convertido nunca en apetitosa morcilla. Hoy el potlatch que implica una matanza ha pasado también de ser una habitual y humilde fiesta rural a ser un masivo evento turístico que atrae a urbanícolas hacia su exotismo antropológico algo caníbal y sangriento. Las morcillas, tarangas, chorizos, corteza, manitas, tripas, morcones, salchichones, pancetas, costillas, caretas y demás productos que hasta hace pocas décadas ocupaban una segunda división culinaria, superados en renombre y aprecio por los morcones, lomos, paletas y jamones, compiten hoy todos con todos en el cielo de lo exquisito.
El cerdo ha sido hasta hace pocos siglos un arma arrojadiza. No sólo el mocho del jamón cual quijada cainita, sino el puerco entero o su deconstrucción, a modo de suero de la verdad xenófobo, utilizado para separar los cristianos viejos de los advenedizos de credo judío o musulmán. Quizá por eso en España el consumo percápita de los derivados del cerdo era tan alto. Además su carne era mucho más asequible que la de otros ganados y era el animal que transformaba de forma más eficiente y rápida residuos vegetales, frutillas del campo o cualquier desperdicio en calorías y proteínas.
En el siglo XX pasó de ser un elemento cárnico imprescindible para la supervivencia familiar en la lejana postguerra, de representar el icono de la glotonería y la panza satisfecha, a ser carne y maligna, delincuente y atocinante, responsable de atascos coronarios y feos michelines. Ya en los años ochenta del siglo pasado, tras ser un proscrito casi tóxico, alimento proletario o vianda anticuada, comenzó a ser prescrito tras la resurrección regionalista y nacionalista, el retorno al terruño, lo autóctono, lo artesano y la recuperación genética de las razas casi extintas de la extirpes pata negra. Hoy, en el segundo milenio de nuestra era, el cerdo ibérico es una celebridad del star sistem gastronómico pero su vida privada y su pasado sigue siendo un gran desconocido.
Sonrío ante lo que escribes. Para ser una antropóloga yanki de veinticinco años no vas desacertada. Te preparo ahora un poco de taranga muy fresca, unas lonchitas de ántima y asó un poco de morcilla de calabaza recién hecha. Ya lo dijo el profeta: no sólo de Jamón Ibérico vive el hombre. Y si vas a escribir sobre mi totem debes canibalizar a conciencia su alma.
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