Tiempo de espárragos
y criadillas de tierra. Mejor marcados a la plancha, sal en escamas y un par de
huevos fritos para enredar. Mejor si los espárragos los has cogido tu mismo en el campo y
mantienen el punto de amargor y de aroma verde. Igual con las criadillas
tiernas, con su crujiente silencioso y su palidez adolescente.
Pan para
mojar, para empujar este desayuno de primavera y un culito de vino blanco para
limpiar de cuando en cuando la boca.
Uno tiende
cada vez más al minimalismo primitivista, al alimento al desnudo apenas tocado
por el fuego y la sal, un buen aceite, un poco de pimienta. Y así en casi todo.
Una vez,
emulando el menú de un pescador solitario de un bellísimo cuento de Hemingway
titulado “el gran río de los dos corazones”, se me ocurrió hacerme un pequeño
bocadillo de cebolla (sé que suena fatal, suena a analfabetismo culinario
norteamericano, pero...). Buen pan, cebolla tierna cortada fina, sal, un poco de mostaza.
Eso era todo en el cuento. Yo añadí al invento los filetillos crudos de un
trucha recién pescada y desespinada con cuidado. Sentado sobre un gran cancho
cubierto de musgo seco y de líquenes centenarios me pareció un bocadillo
delicioso.
Ahora dejo
libres a las truchas pero cualquier día volveré a ese simple y pobre bocadillo.
Es importante que sea un día dulce de primavera, con sol y nubes, brisa fresca,
hambre y quietud. Tal vez mañana. Cualquier derrota, cualquier tristeza la limpia
el río. Cogeré de vuelta espárragos trigueros y criadillas de tierra. El campo nos regala
a veces muchas cosas. A veces cierras los ojos. Hueles el aire perfumado de abril. Nada huele mejor.
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