Para Pilar y
Luis.
Foto de:Ulrika Kestere |
Te declaraste
ferviente vegetariana practicante, pero a
mi me gustaba tu carne. La vida era
esto: incompatibilidad epistemológica, choque ideológico, afinidad misteriosa, lucha
de gigantes, remotas galaxias, trenes que a veces corren lejanos y otras en paralelo hasta un
punto tangencial del universo conocido, justo en el borde del horizonte de
sucesos. En la cándida adolescencia había leído a Heráclito y todo eso de que el
devenir se da según la lucha de los contrarios y la tensión entre los
contrarios en lucha genera el movimiento. Heráclito "el oscuro", le llamaban, natural. Medité una estrategia que no fuera la
del caracol ni tampoco una tramposa o arrogante. En nuestras excursiones por la
ciudad probé a deslumbrarte con el primer veneno. Elegí uno evidente, sincero,
casi terrorista para una devoradora de plantas, en aquel bareto ponían
estupendos platos de cecina leonesa en finas lonchas aliñadas con su chorrito
de aceite para potenciar los sabores ahumados de la carne. Te dije, abre la
boca y cierra los ojos. Era una sugerencia arriesgada, pero tu obedeciste, te
dejaste llevar por mi, mordiste, masticaste, saboreaste y abriste los ojos
brillantes de asombro y placer. Respiré con alivio cuando no enarbolaste
genocidios animales ni crímenes vacunos sino que repetiste con las siguientes
lonchas de cecina y con nuevas cervezas.
Rota ya la primera
frontera lechugista, aquella noche soñé con tu carne y a la tarde siguiente
probé con tóxicos mas enervantes y peligros teóricos más arriesgados. Pedí
junto a los tintos fresquitos una ración de chorizo de Salamanca. Así
presentado, junto al pan y al vino, asemejaba un platillo bien provisto de hostias
consagradas, salvo por el nimio detalle de que en lugar de un alma de barquillo
su ser estaba hecho de carnaza de ibérico, tocino, pimentón, sabiduría y tiempo.
Esta vez me miraste y pensé que me darías de verdad una hostia con tu mano
furiosa, protectora de bichos y faunas. Y así fue, pero la hostia que llevó tu
mano a mi boca, y luego otra a la tuya, fue una de esas obleas magras y cerdícolas
de sabor exquisito, untuoso y potente. ¿Estaría Cupido jugando con Baco, los
faunos, las nereidas y nuestros instintos? Aquella segunda noche soñé, de
nuevo, con la parte de tu identidad que nada tiene que ver con esos ventiún
gramos de sinsustancia sino con la parte más noble y carnal que nos habita.
Al día
siguiente sería el desafío más cruel, la prueba del fuego, el momento supremo
que el amor necesita para hacer morder el polvo a la prevención, las dudas y a
otras turbias experiencias parejiles que todos recordamos ácidas y con sabor a
lechuga pocha o a cebolla revenida. Esta vez te dije, con arrogante desparpajo
e inconsciente valentía, tienes que probar la jeta asada en un sitio estupendo
que yo conozco. La mejor jeta de esta ciudad y por tanto del mundo. A priori no
rechazaste la propuesta ni mi indemostrable afirmación. Jeta, careta, la parte
comestible de la cabeza del cerdo que adoraban los chiquillos educados de
William Golding convertidos de repente en horda y salvajina, la parte más apreciada
por nuestros antepasados después de descubrir que, del morro al rabo, todas las
partes nobles, impúdicas o secretas de la bestia eran exquisitas si mediaba la
cocina, el fuego y la cultura.
Abrevio la
historia, me salto las partes eróticas porque hay cuestiones íntimas en las que
sobra cualquier literatura. Te encantó la jeta asada y a mi tu materialidad y
tu alma de vegetariana ya no practicante. Hoy tenemos dos hijas preciosas,
también como tú, hechas de algodón, de seda, de hierro puro... y a veces quisiera que mi mano fuera, la
mano que talló tu pecho blando de material tan duro.
Los dos
seguimos disfrutando de las carnes, la vida y la voluntad de convertir el amor
en una forma de apetito, festín y sueño de glotones. Cuando me pregunta un amigo
cómo pude enamorar a semejante ondina siempre digo lo mismo, me guardo los
secretos y sólo le descubro a medias la certera estrategia: tuve jeta
y hambre.
Nota:
agradezco a Antonio Vega los versos prestados.
Qué maravilla!
ResponderEliminar