martes, 3 de junio de 2014

LUBINA SALVAJE

Disculpad que sea de natural tímido y a ratos misántropo, pero agradezco de corazón que os pasarais el sábado por la Feria del Libro de Madrid a que os firmara "los dientes del corazón".

Sé que para descifrar mi letra y la dedicatoria necesitáis un master en jeroglíficos raros, pictografía china y escritura cuneiforme, pero es que no escribo a mano desde hace treinta años, perdonad también esa rareza. Sólo espero que os gusten las recetas en papel porque los libros siempre son de los lectores, sin ellos, sin vosotros no son nada, rimeros de feo papel manchados de letras que para nada sirven. Gracias.

Me gustaría regalaos a todos esta receta de LUBINA SALVAJE:

Acuarela de Juan Carlos Arbex

Hizo volar el señuelo de plumas sobre el hueco que las rocas dejaban en la pequeña cala y lanzó lejos. Recogía la seda despacio, a pequeños tirones. Lanzaba justo detrás del rizo de espuma de la rompiente, allí les gusta cazar siempre a las lubinas. La brisa fuerte le alborotaba el pelo, él cerraba los ojos, le gustaba sentir el salitre, las gotas de mar mojándole la barba. Entonces mordió el señuelo un buen pez, una gran lubina de casi tres kilos.

Ya en su cocina, sacó con cuidado de cirujano los lomos limpios del bellísimo animal. Sentía gran respeto por todos los peces salvajes, sabía que el alimento de hoy era un privilegio. Lo cocinó sin nada, apenas un poco de sal y un chorro de aceite. Lo envolvió en el papillote y lo horneo con mucho cuidado, midiendo el tiempo casi al segundo para que su carne tuviera el calor justo para cuajarse.

Salió a comer al patio de atrás, bajo la parra, sobre la vieja mesa de piedra. Abrió el papel y se escapó el vapor del guiso como si fuera el alma del pez. Desde allí el mar se veía muy bien. Se sentía su sonido profundo, ese olor intenso que tanto le gustaba. Los rayos de sol se colaban por los pámpanos y le calentaban el cuerpo. Abrió el vino y se sirvió una copa bien llena. Dio un gran trago, primero con sed y luego otro más lento, dejando que la conciencia de su boca le descubriese los secretos del tinto. Ni siquiera había sacado unos cubiertos así que fue devorando los pedazos de jugoso pescado con los dedos. El primer trozo casi le hace llorar. Tenía un sabor intenso, gelatinoso, casi dulce, con mucho sabor a marisco, le recordaba a las grandes cigalas asadas que una vez comió en el fin del mundo. Masticaba con hambre, como hay que comer los regalos del mar.

Luego, por la tarde, con la subida de la siguiente marea, bajó de nuevo a las rocas de la pequeña cala, ya sin caña de pescar, recordó sin buscarlos sus años de buceo persiguiendo lubinas y pulpos. Sintió entonces la generosidad inmensa con que a veces le había regalado el mundo o el tiempo o el azar, dias como este. El mar gritaba, reventaba en las rocas y le mojaba a veces.

Al anochecer, mientras escribía todo esto, pensando que todos los amigos que vinieron a la feria del libro, no podía olvidar lo difícil que es descubrir lo que de verdad importa. Poco antes de dormir sintió que se le escapaba una sonrisa. Mañana vendrían sus hijos a pescar, hablar de libros y comer pescado asado. A lo lejos, tal vez en la cala o en su primer sueño seguía gritando la fuerte marejada una canción de cuna.

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