Disculpad que sea de natural tímido y a ratos misántropo, pero agradezco de corazón que os pasarais el sábado por la Feria del Libro de Madrid a que os firmara "los dientes del corazón".
Sé que para descifrar mi letra y la dedicatoria necesitáis un master en jeroglíficos raros, pictografía china y escritura cuneiforme, pero es que no escribo a mano desde hace treinta años, perdonad también esa rareza. Sólo espero que os gusten las recetas en papel porque los libros siempre son de los lectores, sin ellos, sin vosotros no son nada, rimeros de feo papel manchados de letras que para nada sirven. Gracias.
Me gustaría regalaos a todos esta receta de LUBINA SALVAJE:
Acuarela de Juan Carlos Arbex
Hizo volar el
señuelo de plumas sobre el hueco que las rocas dejaban en la pequeña cala y
lanzó lejos. Recogía la seda despacio, a pequeños tirones. Lanzaba justo detrás
del rizo de espuma de la rompiente, allí les gusta cazar siempre a las lubinas. La brisa fuerte le alborotaba el
pelo, él cerraba los ojos, le gustaba sentir el salitre, las gotas de mar
mojándole la barba. Entonces mordió el señuelo un buen pez, una gran lubina de
casi tres kilos.
Ya en su
cocina, sacó con cuidado de cirujano los lomos limpios del bellísimo animal.
Sentía gran respeto por todos los peces salvajes, sabía que el alimento de hoy
era un privilegio. Lo cocinó sin nada, apenas un poco de sal y un chorro de
aceite. Lo envolvió en el papillote y lo horneo con mucho cuidado, midiendo el
tiempo casi al segundo para que su carne tuviera el calor justo para cuajarse.
Salió a comer
al patio de atrás, bajo la parra, sobre la vieja mesa de piedra. Abrió el papel y se
escapó el vapor del guiso como si fuera el alma del pez. Desde allí el mar se
veía muy bien. Se sentía su sonido profundo, ese olor intenso que tanto le
gustaba. Los rayos de sol se colaban por los pámpanos y le calentaban el
cuerpo. Abrió el vino y se sirvió una copa bien llena. Dio un gran trago,
primero con sed y luego otro más lento, dejando que la conciencia de su boca le
descubriese los secretos del tinto. Ni siquiera había sacado unos cubiertos así
que fue devorando los pedazos de jugoso pescado con los dedos. El primer trozo
casi le hace llorar. Tenía un sabor intenso, gelatinoso, casi dulce, con mucho
sabor a marisco, le recordaba a las grandes cigalas asadas que una vez comió en
el fin del mundo. Masticaba con hambre, como hay que comer los regalos del mar.
Luego, por la
tarde, con la subida de la siguiente marea, bajó de nuevo a las rocas de la
pequeña cala, ya sin caña de pescar, recordó sin buscarlos sus años de buceo
persiguiendo lubinas y pulpos. Sintió entonces la generosidad inmensa con que a
veces le había regalado el mundo o el tiempo o el azar, dias como este. El mar
gritaba, reventaba en las rocas y le mojaba a veces.
Al anochecer,
mientras escribía todo esto, pensando que todos los amigos que vinieron a la feria del libro, no podía olvidar lo difícil que es descubrir lo
que de verdad importa. Poco antes de dormir sintió que se le escapaba una sonrisa.
Mañana vendrían sus hijos a pescar, hablar de libros y comer pescado asado. A
lo lejos, tal vez en la cala o en su primer sueño seguía gritando la fuerte marejada una canción de cuna.
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