Foto de Pedro Granados Coronado |
Escribo aquí
esta receta con minucioso detalle para que quienes tienen que heredarla y
grabarla a fuego en sus entrañas no la olviden. La cocina de casa, del
terruño, es parte fundamental de nuestra identidad y quienes la pierden u
olvidan se convierten sin remedio en huérfanos culturales, ignorantes deglutidores o zombies sin seso que serán
víctimas de la industria de la alimentación y de los otros enemigos del placer
que acechan en las grandes superficies, los refrigeradores de los precocinados
o los restaurantes exóticos que venden, no ya gato por liebre, sino otros
animales de pésima fama y peor sabor. Quién olvida la cocina de su pueblo, de
su hogar y su familia lo pierde casi todo, les podrá quedar tal vez la lengua,
el apellido, fragmentos de la historia de sus antepasados pero no la parte viva
de la patria que es la poesía de saber nombrar cada cosa del campo que se come
con la palabra justa, la música común que nos emociona y la cocina peculiar que ahuyentó durante
siglos el hambre y convocó tantas veces la fiesta y la felicidad.
Esta receta
tiene su origen en la Cataluña del interior, la Lleida de los llanos de Urgell
y se puede hacer tanto con longaniza fresca como con conejo, pero los caracoles
tienen que ser de allí por cuestiones mágicas, míticas y estéticas. Puede
chocar que el amanuense de este guiso sea de la Extremadura más montañosa pero
ya se sabe que los extremeños somos de buen diente y mejor ojo para aprender a hacer cuanto guiso de campo se haya inventado en cualquier lugar del orbe sin que nos
frene prejuicio, prevención o remilgo alguno. En este caso además, el maestro
cocinero del que tomé la receta es el más experto del lugar y ha hecho este guiso muchas
veces, muchos años, tanto para multitudes y autoridades como para cuatro o
cinco amigos tras un día de caza o de búsqueda de setas y caracoles. Me
honra por lo tanto ser en este caso simple transcriptor de la exquisita cazuela
y haber aprendido del maestro Josep a hacer esta receta ha sido un íntimo placer
de cocinero glotón.
Lo primero es
cazar tres kilos de caracoles salvajes. Esto implica horas de campo y de saber,
de búsqueda y memoria para saber dónde se esconden. El caracol es carne humilde,
alimento de subsistencia, bocado de tiempos remotos en los que el jornal no
daba para muchas alegrías, sin embargo hoy es guiso apreciado, exótico y hasta
de lujo. También hay que cazar kilo y medio de longaniza fresca, pero ese
rececho tiene menos azar, basta con visitar al carnicero.
Segundo lavar
los caracoles y cocerlos con un buen ramajo de tomillo, laurel y sal en
abundancia. Es importante comenzar el cocimiento con los bichos sumergidos en el
agua fría para que no se escondan y mueran sin sentir el calorcillo mortal de
la traicionera sauna de nuestra
olla. En cuanto comience a bullir el agua con cinco minutos de fuego bastan.
Apagamos y los dejamos sumergidos en esta agua a la espera de que esté a punto
el sofrito.
A parte
prepararemos medio litro de caldo de jamón y otro medio de buen caldo de
pescado.
Sobre una
cazuela grande colocamos la longaniza cortada en trozos de tres centímetros
sobre abundante aceite y le damos fuego lento añadiento al poco tres cebollas
medianas ralladas. Extendiendo este puré blanco con cuidado por todas las
grietas que dejan los pedazos de la carne. Es importante en ese punto no mover
el guisote para evitar el estropicio de convertir el inicio del plato en pure
de carnaza. Si lo movemos los pedazos de longaniza se desharían y adios el arte.
Dejamos que el embutido vaya perdiendo su crudeza muy despacio y que la cebolla
vaya perdiendo su condición crudívora hasta deshacerse y dorarse con las grasas
del fondo. Este es el momento de alegrar el enjuague con el picante justo,
mucha o poca guindilla dependerá de la afición de los comensales a tan masoquista
placer. Cuando ya no hay miedo de que se descompongan los trozos de la longaniza
le damos de beber a la cazuela más de un cuarto de litro de vino moscatel y otro
generoso cuarto de vino blanco y cuando arranque de nuevo el chup chup añadimos
un litro de tomate triturado y los trozos pequeños del magro del jamón que nos
sirvió para hacer el caldo. Con mucho mimo podemos mover un poco los
ingredientes y seguir con el fuego manso un buen rato. Cuando la salsa comienza
a espesar probamos el caldillo y añadimos con mimo los caracoles que hemos sacado
de su agua y limpiado unos segundos bajo el grifo. Tras los caracoles pondremos
el caldo de jamón, el de pescado y una buena picada de almendras y avellanas.
Probamos y rectificamos de sal o
de pimienta si procede.
Subimos el
fuego para que comience a hervir el guisote y luego lo bajamos para que la
cocción siga siendo lenta y amorosa. Removemos de cuando en cuando y seguimos
con el fuego hasta que la salsa espese y los caracoles hayan cogido el gusto.
Entonces retiramos del fuego la cazuela hasta la hora de comer. Este reposo
sirve al invento para que los moluscos y los pedazos de longaniza se empapen de
todos los sabores. Antes de comer le daremos otros veinte minutos de fuego
porque al calor le cuesta entrar de nuevo dentro de la concha del caracol.
Solo faltan, para que la receta sea
perfecta, los amigos y la celebración, el apetito y el pan, un porrón de vino y
agradecer de nuevo a Josep Segura que nos enseñara los secretos de esta potente y
exquisita cazuela de caracoles. Ah, se me olvidaba apuntar que es estupendo
rechupetear la concha antes de meter el pincho para sacar el cuerpo de animalito.
Y ya sabéis, no hay que olvidar ni dejar de cocinar este guiso lleno de campo y libertad.
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