lunes, 30 de junio de 2014

CAZUELA DE CARACOLES AL MODO DE IVARS D`URGELL


Foto de Pedro Granados Coronado

Escribo aquí esta receta con minucioso detalle para que quienes tienen que heredarla y grabarla a fuego en sus entrañas no la olviden. La cocina de casa, del terruño, es parte fundamental de nuestra identidad y quienes la pierden u olvidan se convierten sin remedio en huérfanos culturales, ignorantes deglutidores o  zombies sin seso que serán víctimas de la industria de la alimentación y de los otros enemigos del placer que acechan en las grandes superficies, los refrigeradores de los precocinados o los restaurantes exóticos que venden, no ya gato por liebre, sino otros animales de pésima fama y peor sabor. Quién olvida la cocina de su pueblo, de su hogar y su familia lo pierde casi todo, les podrá quedar tal vez la lengua, el apellido, fragmentos de la historia de sus antepasados pero no la parte viva de la patria que es la poesía de saber nombrar cada cosa del campo que se come con la palabra justa, la música común que nos emociona y la cocina peculiar que ahuyentó durante siglos el hambre y convocó tantas veces la fiesta y la felicidad.

Esta receta tiene su origen en la Cataluña del interior, la Lleida de los llanos de Urgell y se puede hacer tanto con longaniza fresca como con conejo, pero los caracoles tienen que ser de allí por cuestiones mágicas, míticas y estéticas. Puede chocar que el amanuense de este guiso sea de la Extremadura más montañosa pero ya se sabe que los extremeños somos de buen diente y mejor ojo para aprender a hacer cuanto guiso de campo se haya inventado en cualquier lugar del orbe sin que nos frene prejuicio, prevención o remilgo alguno. En este caso además, el maestro cocinero del que tomé la receta es el más experto del lugar y ha hecho este guiso muchas veces, muchos años, tanto para multitudes y autoridades como para cuatro o cinco amigos tras un día de caza o de búsqueda de setas y caracoles. Me honra por lo tanto ser en este caso simple transcriptor de la exquisita cazuela y haber aprendido del maestro Josep a hacer esta receta ha sido un íntimo placer de cocinero glotón.

Lo primero es cazar tres kilos de caracoles salvajes. Esto implica horas de campo y de saber, de búsqueda y memoria para saber  dónde se esconden. El caracol es carne humilde, alimento de subsistencia, bocado de tiempos remotos en los que el jornal no daba para muchas alegrías, sin embargo hoy es guiso apreciado, exótico y hasta de lujo. También hay que cazar kilo y medio de longaniza fresca, pero ese rececho tiene menos azar, basta con visitar al carnicero.

Segundo lavar los caracoles y cocerlos con un buen ramajo de tomillo, laurel y sal en abundancia. Es importante comenzar el cocimiento con los bichos sumergidos en el agua fría para que no se escondan y mueran sin sentir el calorcillo mortal de la traicionera  sauna de nuestra olla. En cuanto comience a bullir el agua con cinco minutos de fuego bastan. Apagamos y los dejamos sumergidos en esta agua a la espera de que esté a punto el sofrito.
A parte prepararemos medio litro de caldo de jamón y otro medio de buen caldo de pescado.

Sobre una cazuela grande colocamos la longaniza cortada en trozos de tres centímetros sobre abundante aceite y le damos fuego lento añadiento al poco tres cebollas medianas ralladas. Extendiendo este puré blanco con cuidado por todas las grietas que dejan los pedazos de la carne. Es importante en ese punto no mover el guisote para evitar el estropicio de convertir el inicio del plato en pure de carnaza. Si lo movemos los pedazos de longaniza se desharían y adios el arte. Dejamos que el embutido vaya perdiendo su crudeza muy despacio y que la cebolla vaya perdiendo su condición crudívora hasta deshacerse y dorarse con las grasas del fondo. Este es el momento de alegrar el enjuague con el picante justo, mucha o poca guindilla dependerá de la afición de los comensales a tan masoquista placer. Cuando ya no hay miedo de que se descompongan los trozos de la longaniza le damos de beber a la cazuela más de un cuarto de litro de vino moscatel y otro generoso cuarto de vino blanco y cuando arranque de nuevo el chup chup añadimos un litro de tomate triturado y los trozos pequeños del magro del jamón que nos sirvió para hacer el caldo. Con mucho mimo podemos mover un poco los ingredientes y seguir con el fuego manso un buen rato. Cuando la salsa comienza a espesar probamos el caldillo y añadimos con mimo los caracoles que hemos sacado de su agua y limpiado unos segundos bajo el grifo. Tras los caracoles pondremos el caldo de jamón, el de pescado y una buena picada de almendras y avellanas. Probamos  y rectificamos de sal o de pimienta si procede.

Subimos el fuego para que comience a hervir el guisote y luego lo bajamos para que la cocción siga siendo lenta y amorosa. Removemos de cuando en cuando y seguimos con el fuego hasta que la salsa espese y los caracoles hayan cogido el gusto. Entonces retiramos del fuego la cazuela hasta la hora de comer. Este reposo sirve al invento para que los moluscos y los pedazos de longaniza se empapen de todos los sabores. Antes de comer le daremos otros veinte minutos de fuego porque al calor le cuesta entrar de nuevo dentro de la concha del caracol.

Solo faltan, para que la receta sea perfecta, los amigos y la celebración, el apetito y el pan, un porrón de vino y agradecer de nuevo a Josep Segura que nos enseñara los secretos de esta potente y exquisita cazuela de caracoles. Ah, se me olvidaba apuntar que es estupendo rechupetear la concha antes de meter el pincho para sacar el cuerpo de animalito. 

Y ya sabéis, no hay que olvidar ni dejar de cocinar este guiso lleno de campo y libertad.


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