Vuelvo al arroz como se vuelve a los brazos de la amante a quien no escondemos la torpeza de nuestro deseo, ni las ruinas de lo que ya somos, ni las palabras secretas que nombran lo que nos gusta de verdad.
Vuelvo al
arroz como quien vuelve a la única patria que sabe nuestro nombre y que no
ocupa territorio alguno sobre la tierra, tan solo una pequeña orilla junto al
salitre que bebo entre tus piernas.
Vuelvo al
arroz, al caldo de moralla, la carne de sepia y el sofrito, la tinta de mar y
el socarrat perfumando el medio día y tu sonrisa. Vuelvo al arroz como quién se
cansó de un largo viaje por intemperies y estepas y necesita de abrigo y de ensenada por un rato.
Porque sólo
con quién rendimos hasta las últimas murallas de los cuerpos podemos atrevernos
a comer un arroz negre y sonreír enseñando los dientes y la lengua. Dejamos
atrás, ya muy lejos, todo pudor o espanto, las dudas, las retóricas, la
conquista del confín, el brillo de los veinte, el maquillaje de fingir y la prudente penumbra.
El sol está muy alto y las cortinas abiertas te muestran como eres o como
siempre fuiste, ninguna derrota empañó tu hambre, ninguna década borró tus
ganas, ningún sueño perdido agotó vuestras fuerzas. Volvemos al arroz y a sus
secretos, a compartir a cucharadas aquello que nos gusta tener en el plato,
entre los labios o las piernas. Porque sólo quien se atrevió a estar a nuestro lado y meter el tenedor en nuestro guiso, con quién habitamos lecturas y
películas, ponzoñas y elixires, arcadias íntimas y cotidianos hades podemos
entrever cual es el truco de vivir y resistir.
Haced la
prueba. Convocad en una paella para dos un arroz negre, compartid la intensidad
de ese sabor y luego sonreíd, reíros, mirándonos a la boca, de estrépito ridículo de ahí
fuera. Si tras la risa y la comida, sin ducha ni dentífrico, convocáis de
postre besos y caricias, mordiscos y gimnasias de memoria, todo está dicho, eso
es amor, lo demás vulgar literatura.
Foto de Lina Scheynus |
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