miércoles, 10 de julio de 2013

ANGUILA FRITA

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La cocina profesional en España vive momentos de gloria, euforia, riesgo, creatividad, gracia, fama. Nada que añadir como goloso aunque preferiría que hubiera en este campo más crítica, discusión, polémica, “cachondeo”, más libertad de opinión y menos peloteo a los grandes de la alta cocina española, sobre todo porque no lo necesitan. Sin embargo como sociólogo me preocupa el declive de la cocina tradicional, de los cientos de platos que ya no están vivos en los hogares, y se han convertido, en solo unas décadas, en “arqueología” que diría Manuel Vázquez Montalbán. Arqueología interpretada, reinterpretada, aligerada, recreada a veces con maravilla en la restauración, en algunas cocinas profesionales que han tenido esa voluntad de “rescatar lo antiguo”, pero perdidos para siempre para las cocinas cotidianas de nuestras casas.

La pedagogía espectáculo de los Arguiñanos de todas las televisiones intentan también ese rescate, venden libros, son famosos, están reeducando con éxito dispar a dos generaciones de españoles y españolas y aún así la lista de platos y guisos extinguidos, convertidos ya en arqueología es asombrosa. La variadísima cocina comarcal (no digo ya regional) desaparece, se extingue y homogeneiza. Nadie o casi nadie parece denunciar esta pérdida de la “memoria histórica gustativa” que si se olvida será imposible de recuperar y acabará convertida en receta de biblioteca, cita de antropólogo o regusto en el recuerdo de los más viejos. Guisos de huertano, de trashumancia, de siega y labranza, de pescadores, de supervivencia, de pastor… todos esos platos cotidianos que hacían las abuelas y que ya no se hacen, ni se recuerdan, ni se conocen. 

La infinita diversidad de una orografía, un paisaje y unas culturas rurales tan distintas, homogeneizadas hoy por la etiqueta simplona de una cocina “española” o “catalana” o “andaluza” o… que reinterpreta lo obvio e ignora lo distinto, lo original, lo minoritario, lo infinito de esas cocina comarcales y hasta locales. Un día me habló en Serradilla, Ángela, la madre de mi amigo Carlos, de un gazpacho de invierno de patata asada con parte de su piel, pan asentado, ajo, aceite, vinagre, lechuga… y no sé qué más ingredientes, pero no tomé en detalle la receta y luego, conduciendo esa noche de lluvia y niebla, en el camino de vuelta a casa, cada vez estaba más convencido de que esa receta era ya pura arqueología. Me dan ganas de volver con papel y lápiz y pasar a letras escrita el recetario de memoria de Ángela que intuyo y sé que es extenso, original y riquísimo en sus dos acepciones: gustoso y variado, sostenible, eficiente, sabio...

Este fin de semana hice anguilas fritas y mi madre, que hacía cuarenta años que no probaba el guiso, lo recordó y apreció con añoranza al instante. Nadie más.

Se venden muchísimos libros de cocina, pero la cesta de la compra, los frigoríficos y despensas de los hogares españoles, lo que ponemos en las mesas de diario al mediodía y a la hora de la cena, comienza a ser una mezcla triste, homogénea e industrial. Me temo lo que ya sé como investigador de mercado. Me temo lo peor. Que ya somos todos y todas muy "iguales". igual de tontos e ignorantes, aunque sepamos mucho de restaurantes y añadas, deconstrucción y sushi.

1 comentario:

  1. Todos corren (¿corremos?) para hacer sushi, shashimis y toda la parafernalia que orna la moda. Apenas nadie sabe ya ni como limpiar un boquerón. Triste.

    Saludos,

    Jose

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