Desde que el
abuelito Freud se apropió del desván de la infancia, con sus disfraces y
monstruos, sus acertijos y traiciones, le hemos comprado la patraña de que
“somos nuestra infancia”, “la única paria es la infancia” y que en ese momento
histórico difuso de nuestras vidas nos grabaron a fuego nuestro carácter y
hasta nuestro fatal destino. Tal vez lo fue o no lo fue tanto. Pero cada cual es
dueño soberano de su propio presente, del instante de hoy, y podemos coger la
navaja de nuestra voluntad, como Corto Maltés, y cambiar la línea del destino
que le leyó un día una vieja gitana. Conozco gente con infancias terribles que
hoy son felices y no tienen pesadillas recurrentes que necesiten la cura de un
pisco-analista argentino fanático de Borges y del Boca. Conozco personas que
tuvieron una niñez entre algodones y montañas de cariño que te sueltan una
lágrima por pisar un charco y se empastillan porque dicen que tienen depresión
y se terapeutizan cuando sienten el trauma de un grano de acné o un pedo a
destiempo.
Claro que Freud
no fue mi abuelo, ni mi abuela barbuda y superyoica. Aprendí a saborear las
pequeñas golosinas de la vida y a tragarme sin asco las jarras espumantes de
amargura y dolor y que a todos nos tocan. Y, sobre todo y sobre todas las
cosas, nunca me quejo, ni me lamento, ni molesto a los cercanos con las
monsergas de mis tristezas, fracasos y cazos requemados. Tampoco me río a
carcajadas a cada chiste malo que cuenta fulanito, ni cuando es bueno tampoco, pero
sonrío con moderación por muchas cosas.
Así que subo
al desván de mi infancia a por el cacharro viejo y polvoriento de una receta
gustosa. Ahí está. Es el arroz con leche que me hacía mi abuela y cuyos
ingredientes no voy a contar por pereza (o porque puede estar Freud escuchando
y sacar equívocas conclusiones) y porque lo importante del guiso son los dos o
tres secretos que pude heredar de mi abuela. Esos secretos son los que hacen de este
postre simplicísimus algo maravilloso. Ocurre igual con otras recetas de la
vida. Todos sabemos los ingredientes, los procesos, los tiempos, pero lo que
importa es la mano que los mece y los secretos que se guardan.
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