Pintura de John Fisher |
En días
lluviosos de primavera, con el cielo de plomo y el agua limpiando el aire con
su furia suave, me gusta desayunar una quesadilla de jamón, queso de
cabra, rúcula y albahaca. Coloco
sobre la tortilla unas cucharadas de quesuco, el ibérico muy picado, el tomate
pelado, cortado en dados pequeños y la albahaca y la rucula cortada con la mano, de cualquier
forma. La cierro con una nueva tortilla, vuelta y vuelta en la sartén y luego unos minutos
al horno fuerte son suficientes para que quede crujiente y sabrosa.
Mi tierra es
lluviosa y verde, se acuesta en la falda de una montaña enorme de la que nacen
por todas partes torrentes. Pero allí la lluvia no tiene nada de tristeza ni
saudade sino de euforia y optimismo. Nada me gusta más que salir al campo,
bajar al río a pescar, notar las goterones gordos golpeando el sombrero.
Almuerzo la
quesadilla junto a un buen café solo natural y suave. Me pongo ropa caliente,
el vadeador, el impermeable, el sombrero viejo. El río va creciendo pero no
está turbio, la lluvia arrecia. El mundo se divide en dos pueblos, los que
huyen de las lluvias buscando siempre un refugio y los que dejan que
las lluvias les limpie la sonrisa.
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