En Otoño y Primavera, Flore solía regalar a mis abuelos criadillas de tierra (terfecia arenaria). Unas pocas veces fui con Flore a la dehesa a buscarlas debajo de las encinas, pero no aprendí a descubrir los pequeños abultamientos en la hierba rala que indicaban que ahí debajo se escondía la maravilla. Más que su sabor sutil y delicado, me gustaba su crujiente textura. Mi abuela las hacía fritas con unos huevos revueltos, en tortilla, al ajillo, con higaditos.
Muchas setas tienen más fama y más sabor, pero para mi un guiso de criadillas de tierra me lleva a la dehesa, a la compañía de Flore y Sixta, el olor del campo cubierto de rocío, el sonido de la garganta crecida y el olor a ajos fritos en la cocina de abajo. El viernes, de vuelta de Extremadura, compré una conserva de criadillas. Me gustan simplemente al ajillo, pero también me gustan mucho con almejas, mezclo el secreto que se esconde bajo la arcilla del bosque con el que guarda la arena del mar. Esta mezcla es uno de los sabores de la felicidad.
Como no tenía a mano buenas almejas las he hecho con pechinas o coquinas que me traen también el sabor del verano de mi infancia, cuando mi padre y mi tío Ángel las cogían con rastrillos en las playas de Tavernes de Valdigna.
Pico las Criadillas y las sofrío con dos dientes de ajo fileteados y un poco de cebolla, añado media copa de vino blanco y pongo el fuego fuerte para añadir las pechinas. En cuanto se abren añado perejil picado y ya están. Dehesa y playa, delicias de los escondido bajo el suelo del bosque y del fondo mar. Mojo pan en la salsa y bebo un rico blanco portugués de aguja.
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